En consecuencia, los zeks puesto en fila sospechaban uno de otro. Algunas veces sabían con exactitud cuál de ellos tenía su vida en sus manos, pero, a pesar de ello, les sonreían tratando de congraciarse a fin de no despertar su antagonismo.
Cuando sonó la campana del almuerzo, los zeks salieron corriendo del sótano hasta el patio, cruzándolo sin chaquetas ni gorras contra el viento húmedo y entraron como unas flechas por la puerta de la jefatura de la prisión. A causa de las nuevas normas sobre correspondencia que habían sido promulgadas está mañana, la fila era particularmente larga... Cuarenta hombres. No había bastante lugar en el corredor para todos. El ayudante del oficial de guardia, un oficioso Sargento Mayor, con celo, consagraba todas sus fuerzas a impartir órdenes. Contó veinticinco hombres y ordenó al resto que saliera a caminar y volviera durante el intervalo de la cena. Colocó a aquellos que habían sido admitidos en el corredor, contra la pared, a cierta distancia de la oficina del jefe, y se pasaba de un extremo a otro encargándose de que se cumplieran las reglamentaciones. El zek a quien le había llegado el turno pasaba por varias puertas, golpeaba la de la oficina de Myshin, y, al recibir permiso, entraba. Cuando se marchaba, se admitía al siguiente. Durante todo el intervalo del almuerzo, al fastidioso Sargento Mayor dirigió el tráfico.
A pesar de que Spiridon había insistido toda la mañana para que le dieran su carta, Mhysin le había dicho con firmeza que no se la entregaría antes del intervalo, cuando todo el resto las recibieran. Pero media hora antes del almuerzo el Mayor Shikin llamó a Spiridon para interrogarlo. Si Spiridon hubiera dado la evidencia que le exigían, si hubiera admitido todo, probablemente le hubieran entregado la carta. Pero negó todo, fue terco, y el Mayor Shikin no podía dejarlo marchar en un estado tan impenitente. En consecuencia, sacrificando su propio intervalo del almuerzo (aun cuando para evitar los empujones, nunca iba al comedor de los empleados libres, por lo menos a esa hora), Shikin continuó interrogando a Spiridon.
El primero en la fila para recibir las cartas resultó Dyrsin, un ingeniero del GRUPO SIETE, extenuado, gastado, uno de los trabajadores regulares de ese grupo. No había recibido ninguna carta durante más de tres meses. En vano le había preguntado a Myshin. La respuesta siempre era "No" ó "No escriben". En vano le había pedido a Mamurin que ordenara una investigación. No se hizo ninguna investigación. Hoy vio su nombre en la lista, y a pesar del dolor del pecho, se arregló para estar el primero en la fila. De toda su familia, sólo le quedaba su esposa, gastada cómo él por diez años de espera.
El Sargento Mayor hizo un gesto a Dyrsin para que entrara. El que le seguía en la fila era el travieso y alegre Ruska Doronin, con su pelo claro suelto y ondeado. El letón Hugo, uno de aquellos en quienes él confiaba, le seguía, y Ruska inclinó la cabeza y susurró con un guiño:
—Voy a buscar el dinero. Lo que he ganado.
—¡Vamos, entre! — ordenó el sargento mayor.
Doronin se apresuró, encontrándose frente a frente con Dyrsin que parecía agotado.
Afuera, en el patio, Amantai Bulatov le preguntó a su amigo Dyrsin, qué había sucedido.
La cara de Dyrsin, siempre sin afeitar, siempre fatigado, parecía más triste que nunca:
—No lo sé. Dicen que hay una carta, pero que debo volver después del intervalo, que tenemos que discutirla.
—¡Son unos cretinos! — respondió Bulatov con energía. Luego agregó con sus ojos relampagueando detrás de sus anteojos de carey—. Te he estado diciendo desde hace mucho tiempo... que están utilizando esa carta para oprimirte hasta secarte. ¡Rehúsate a trabajar!
—Me darían una segunda condena —respondió Dyrsin con un suspiro. Siempre había sido un poco agobiado, y su cabeza se hundió entre sus hombros como si alguna vez lo hubieran castigado con dureza con algo pesado.
Bulatov también suspiró. Era tan beligerante porque tenía que cumplir una condena larga, muy larga todavía. Sin embargo, la combatividad de los zeks declina cuando se aproxima la liberación. Dyrsin estaba cumpliendo el último año.
Él cielo era de un color gris parejo; no se veían rayos de luz o de sombra, no era una bóveda grandiosa... sino que parecía una colcha sucia de lienzo encerado tendida sobre la tierra. Llevada por el cortante y húmedo viento, la nieve se había instalado, esponjosa. Poco a poco su blancura de la mañana se había vuelto marrón rojizo. Bajo los pies, de los que se paseaban se compactaba en montones resbaladizos.
El período de ejercicios proseguía como siempre. Era imposible imaginar qué clase de tiempo tendría que hacer para que los zeks de la sharashka, debilitados por la falta de aire, se negaran a salir. Después de largas horas de confinamiento, hasta las cortantes ráfagas de viento eran agradables; disipaban el aire estancado y los pensamientos estancados de un hombre.
Entre los que caminaban afuera estaba el grabador. Tomaba a un zek tras otro por el brazo y paseaban juntos alrededor del círculo un par de veces. Necesitaba consejo. Su situación era especialmente, espantosa, según su criterio. Estando en la prisión, no podía casarse legalmente con la mujer con quien había vivido, y porque no era su esposa legal, ya no tenía el derecho de escribirse con ella. Desde que ya había utilizado su cuota de cartas de diciembre, no podía siquiera escribirle para decirle que no le escribiría. Los otros se mostraban comprensivos. Su situación era, en realidad, difícil. Pero las propias penas de uno borrarían las de cualquier otro.
Inclinado en todo momento a sensaciones extremas, Kondrashev-Ivanov, tan alto y erguido como si hubiera tenido un poste dentro de si chaqueta, miraba por encima de la cabeza de los caminantes. Se fue a ver al Profesor Chelnov y anunció en un rapto de tristeza que era humillante seguir viviendo, cuando se pisoteaba de tal modo la dignidad humana. Todo hombre valiente tenía una manera sencilla de acabar con esta interminable sucesión de escarnios.
El Profesor Chelnov con su gorra tejida, y su chal a cuadros sobre los hombros, respondió en forma reservada citando el Consuelo de la Filosofíade Boethius.
Cerca de la puerta de la jefatura se había reunido un grupo de "cazadores voluntarios" de espías: Bulatov, cuya voz resonaba por todo el patio; Khorobrov; Zemelya, de buena índole, especialista en vacío; Dvoyetyosov, que usaba por principio su capote roto del campo de concentración; el vivaracho Pryanchikov, que se metía en todo; el alemán Max y uno de los letones.
—El país debe saber quiénes son sus delatores —repetía Bulatov, para reforzar su intención de permanecer unidos.
—Después de todo, en esencia ya los conocemos —respondió Khorobrov parándose en el umbral de la puerta y examinando la rezagada fila de los que esperaban correspondencia. Podría afirmar, sin temor a equivocarse, que algunos de la fila estaban allí por su pago de Judas. Pero aquellos de los cuales sospechaban los zeks, eran desde luego, los menos hábiles de los informantes.