Ahora todo se había invertido. En su persecución de Yakonov, los "Jóvenes" habían olvidado el hecho de que entre los cinco que formaban el grupo, cuatro eran judíos. Y en estos momentos Yakonov no se cansaba de proclamar desde todas las plataformas, que el cosmopolitismo era él peor enemigo de la patria Socialista.
Ayer, después de la cólera ministerial, un día crucial para el Instituto Mavrino, el prisionero Markushev había propuesto combinar el regulador y el amplificador. Semejante idea era, probablemente, una acabada tontería, pero podría ser presentada al ministerio como una mejora fundamental. De manera que Yakonov ordenó la construcción del amplificador qué se le trasfiriera al GRUPO SIETE, en seguida y ordenó que Pryanchikov fuera trasferido con él. En presencia de Sevastyanov, Roitman, impetuosamente, elevó varias objeciones y comenzó a discutir Pero Yakonov, con un gesto condescendiente como demasiado entusiasta, lo palmeó en la espalda.
¡Adam Veniaminovich! No obligue al ayudante del ministro a pensar que usted pone sus intereses personales por encima de aquellos de la Sección Técnica Especial.
Allí residía la tragedia de su actual situación: ¡lo golpeaban a uno en la cara, y no se podía llorar siquiera! ¡Lo estrangulaban a plena luz del día y uno debía permanecer de pie y aplaudir!
Dieron las cinco, no había oído dar la media hora.
Ya no quería dormir y la cama empezaba a molestarle.
Despacio y con cuidado se deslizó fuera del lecho y metió los pies en las zapatillas. Sin hacer ruido, evitó la silla que se hallaba en su paso, y se dirigió a la ventana, separando los cortinados de seda.
Cuánta nieve había caído!
Del otro lado del patio estaba el más lejano y olvidado rincón de los Jardines Neskuchny, una empinada barranca llena de nieve y cubierta con solemnes pinos blancos. El antepecho de la ventana estaba oculto bajo el esponjoso montón de nieve que el viento adhería a los vidrios.
La nieve casi había dejado de caer.
Los radiadores debajo de la ventana calentaban sus rodillas.
Otra de las razones por la cual casi no había llegado a nada en su especialidad durante los últimos años, era que estaba agobiado de reuniones y papeleo. Había instrucción política todos los lunes, e instrucción técnica todos los viernes. Reuniones del Partido dos veces por mes; también reuniones del Bureau del Partido para el Instituto dos veces por mes; y dos o tres veces por mes lo llamaban del ministerio; una vez al mes había un sesión especial sobre seguridad y vigilancia; todos los meses tenía que elaborar un plan para nuevos proyectos específicos, y cada tres meses tenía que enviar un informe de su trabajo; luego, por alguna razón, también cada tres meses tenía que redactar informes individuales sobre cada prisionero... un día entero de trabajo. Y además de todo eso, sus subordinados lo interrumpían cada media hora con pedidos: cada condensador, aunque fuera del tamaño de una pastilla de goma, cada metro de alambre y cada tubo electrónico, tenía que ser requerido en un formulario de solicitud firmado por el jefe del laboratorio; si no el depósito no los entregaba.
¡Ah, si sólo pudiera liberarse de todas esas exigencias y de la lucha asesina para salir a la superficie! Si pudiera él solo estudiar escrupulosamente los diagramas, tomar la herramienta de soldar en su propia mano, sentarse frente a la ventanilla verde del osciloscopio y tratar de conseguir una curva determinada... entonces él, como Pryanchikov, podría tararear un alegre Boogie-woogie. Qué bendición había sido cuando tenía treinta y un años, sin el peso de esas opresivas charreteras, indiferente a las apariencias externas y, como un muchacho, soñando con construir algo.
Se había dicho "como un muchacho", y como a través de una jugarreta de la memoria, recordó cuando era niño. En su mente nocturna, un episodio profundamente enterrado, olvidado durante muchos años, subió a la superficie con despiadada claridad. Adam, de doce años, con su corbata roja de Pionero, con la voz temblorosa de agravio y dignidad, estaba de píe delante de la Asamblea General de los Pioneros, en la escuela, pidiendo que se expulsara y exigía la expulsión, del núcleo de Pioneros y del sistema de la escuela soviética a un agente de la clase enemiga. Mítka Shtitelman había hablado antes que él y Mishka Lyuksemburg después que él, y todos habían denunciado a su compañero estudiante, Oleg Rozhdestensky sobre la base de antisemitismo, que concurría a la iglesia y que tenía un origen de clase extraño. Mientras hablaban, echaban miradas aniquiladoras al tembloroso niño que estaba siendo juzgado.
El año 20 estaba llegando a su fin, y los muchachos de esa época todavía estaban viviendo de la política, periódicos fijados en las paredes y ventanas, gobierno propio y debates. Era una ciudad sureña y los judíos constituían la mitad del grupo. Aun cuando los muchachos eran hijos de abogados, dentistas y hasta de pequeños comerciantes, todos ellos se consideraban, con frenética convicción, miembros del proletariado.
Oleg era pálido, delgado, el mejor estudiante de la clase. Evitaba los temas políticos y se había unido a los Pioneros con una evidente falta de fervor. Los jóvenes entusiastas sospechaban en él, un elemento extraño. Lo observaban, esperando sorprenderlo en un paso en falso. Un día Oleg dijo:
—Cada persona tiene el derecho de decir todo lo que piensa. Shtitelman dio un respingo:
—¿Qué quieres decir con... "todo"? Nikola me ha llamado cara de judío; ¿también está bien eso?
— ¿Decirlo...?—Oleg estiró su cuello fino y no se retractó—. Todos tienen el derecho a decirlo que quieran.
El caso contra Oleg estaba lanzado. Se encontraron amigos que informaron de sus movimientos; Shurik Burikov y Shurik Vorozhbit vieron al acusado entrar a una iglesia con su madre, y lo vieron llegar cierto día a la escuela con una cruz pendiendo de su cuello. Se llevaron a cabo reuniones, sesiones del comité de los alumnos, de comité del grupo, juntas de los Pioneros, desfiles de los Pioneros; y en todos ellos, los Robespierre de doce años, denunciaron a las masas de estudiantes la complicidad de los antisemitas y al conductor del opio de la religión, que no había comido durante dos semanas a causa del terror y había ocultado a su familia el hecho de que ya había sido expulsado de los Pioneros y que pronto sería expulsado de la escuela.
Adam Roitman no había sido el instigador. Había sido arrastrado a ello. Pero aun ahora, vergüenza por la vileza de todo aquello lo hacía ruborizarse de vergüenza.
¡Un anillo de ofensas!, ¡un anillo de ofensas! Y no había manera de quebrar el círculo vicioso. No había salida. De la misma manera que no había salida para su litigio con Yakonov.
¿Por dónde debería empezar uno para arreglar el mundo? ¿Por los otros? ¿O por uno mismo?
Ahora sentía la pesadez en la cabeza y la vaciedad en el pecho, preliminares indispensables para quedarse dormido.
Se llegó hasta la cama y se tendió calladamente debajo de la frazada. Tenía que dormir algo, antes de que dieran las seis.