La revisión de esta declaración absorbió en tal forma su espíritu laborioso que, si no podía olvidar del todo su dolor, por lo menos ya lo trataba como algo extraño.
El hecho de que nadie viniera a echar un vistazo a un prisionero que podía estar muriendo en una hora inoportuna, no sorprendió a Rubín. Había visto bastantes ejemplos como este en las prisiones de contraespionaje y en campamentos de tránsito.
Así, cuando la llave sonó en la puerta, Rubín, con el primer latido de su corazón, tuvo miedo de ser descubierto en medio de la noche realizando una actividad que estaba contra los reglamentos y tener que soportar algún castigo fastidioso y estúpido. Recogió sus papeles, el libro, el tabaco, y se volvió a la habitación semicircular; pero era demasiado tarde. El rudo y corpulento Sargento principal lo vio a través de la ventanilla y lo llamó desde el otro lado de las puertas cerradas.
Inmediatamente Rubin recapacitó nuevamente; sintió que lo recorría otra vez su soledad, su penoso desamparo, su dignidad herida.
—¡Sargento! — dijo despacio, acercándose al ayudante del oficial de guardia—. He estado pidiendo que llamaran a la ayudante del médico durante más de dos horas. Voy a elevar una queja a la administración de MGB, contra la ayudante del médico y contra usted.
Pero el Sargento mayor respondió en tono conciliatorio:
—Rubin, no pude hacer nada antes. No fue culpa mía. ¡Vamos...!
Lo que pasó fue que, tan pronto como supo que no se trataba de alguien que provocara un alboroto menor, sino de uno de los prisioneros más molestos, intentó hacer levantar al Teniente. No había obtenido respuesta durante largo rato; luego la ayudante del médico miró hacia afuera por un momento y desapareció. Por fin, el teniente dejó el dispensario malhumorado y dio permiso al sargento principal para hacer entrar a Rubin.
De manera que Rubin metió sus brazos en las mangas del capote y lo abotonó encima de su ropa interior. El sargento mayor lo llevó por el corredor del sótano y subieron al patio de la prisión por las escaleras, en donde se asentaba una capa de nieve. La noche estaba inmóvil como una pintura, la nieve se amontonaba en blancos pilares contra la oscuridad, mientras el sargento mayor y Rubin cruzaban el patio, dejando profundas huellas en la esponjosa nieve.
Aquí, bajo el hermoso cielo nublado de la noche, ahumado por las luces, sintiendo el inocente contacto de las frías y pequeñas estrellas hexagonales sobre su cara ardorosas y en su barba, Rubin se detuvo y cerró los ojos. Se sintió lleno de una sensación de paz que era tanto más profunda por ser tan breve... todo el poder de la existencia, todo el encanto de no ir a ninguna parte, de no pedir nada, de no desear nada, de permanecer solamente allí toda la noche, feliz bienaventuradamente, como se yerguen los árboles acogiendo copos de nieve.
Y en ese preciso momento oyó un largo y penetrante silbato de locomotora que procedía de las vías que pasaban a menos de un kilómetro de Mavrino, ese especial silbato, solitario en la noche, sobrecogedor, que en nuestros últimos años nos recuerda nuestra infancia, porque en la infancia prometía tanto.
Si uno pudiera quedarse aquí durante media hora, todo desaparecería, cuerpo y alma volverían a ser un todo otra vez, y podría componer versos tiernos sobre los silbatos de locomotoras en las noches.
¡Si tan sólo no tuviera que seguir tras el guardia!
Pero el guardia ya estaba mirando hacia atrás con desconfianza... ¿quizás planeara una fuga nocturna?
Las piernas de Rubin lo llevaron a donde tenía que ir.
La joven ayudante del médico estaba rosada de sueño juvenil, la sangre jugando en sus mejillas. Vestía un delantal blanco, obviamente no sobre su camisa y falda de campaña, sino sobre muy poca ropa. En cualquier otro momento, Rubín, como cualquier otro prisionero, hubiera advertido esto y tratado de mirar su cuerpo, pero en este momento sus pensamientos no se interesaban en esta vulgar criatura que había sido la causa de su tormento durante toda la noche.
—Necesito una píldora "Tres en Una" y también algo para el insomnio, pero que no sea luminal. Tengo que dormir en seguida.
—No hay nada para el insomnio —respondió ella, rehusando automáticamente.
—¡Lo necesito! — repitió con insistencia Rubín—. Tengo un trabajo importante que hacer para el ministro desde la mañana temprano. Y no puedo conciliar el sueño.
La mención del ministro, y la consideración de que Rubín pudiera continuar parado allí, insistiendo en que le diera píldoras, así como el hecho de que algo le decía que el teniente volvería en seguida, la convencieron de que debía darle el remedio.
Sacó las píldoras del botiquín e hizo que Rubín las tragara en su presencia, (porque, de acuerdo a la normas de la prisión, toda medicación estaba considerada como un arma y debía ser depositada, no en las manos de un prisionero, sino directamente en su boca).
Rubín preguntó la hora y se enteró de que ya eran las tres y medía; salió. Volvió al patio y miró con simpatía los tilos nocturnos que estaban iluminados desde abajo por los rayos de los reflectores de 200 y 500 vatios de la zona; respiró muy hondamente el aire que olía a nieve, se inclinó y tomó un puñado de centelleantes copos de nieve y se frotó con ellos el rostro y el cuello y se llenó la boca con la helada sustancia incorpórea y leve.
Y su alma estaba acorde con la frescura del mundo.
LA COSMOPOLITA SIN RAÍCES
La puerta que daba del comedor al dormitorio no estaba cerrada por completo y se pudo oír con claridad un único y fuerte tañido del reloj de pared repercutiendo en ondas armónicas antes de desvanecerse.
Eran las "y media" ¿de qué hora? Adam Roitman quería mirar su reloj pulsera que dejaba oír su suave tic-tac desde la mesa de noche, pero temía que el repentino resplandor de la luz pudiera molestar a su esposa. Su mujer dormía en una posición particularmente graciosa, de costado, curvada hacia él, el rostro pegado al hombre de su marido, y Adam sentía el pecho de ella en su codo.
Hacía cinco años que estaban casados, pero hasta medio dormido sentía una oleada de tierna gratitud de que ella estuviera a su lado, por la forma graciosa en que dormía, calentando sus pequeños pies, siempre fríos entre las piernas de él.
Recién se había despertado de un sueño incoherente. Quería Volver a dormirse, pero comenzó a recordar los boletines de noticias de la tarde y los problemas en la sharáshka, y a medida que los pensamientos se apilaban sobre los pensamientos, sus ojos se abrieron y se quedó mirando fijamente. Se sintió víctima de esa lucidez nocturna que hace imposible e inútil todo esfuerzo por conciliar el sueño.
En el departamento de arriba de los Makarygin hacía tiempo que había cesado el andar de un lado a otro moviendo muebles, que había durado casi toda la tarde.