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Rubin había cometido la imprudencia de salir al corredor a fumar, pero ahora no tenía dónde ir en la sharashkasin ser molestado.

Para escapar de la inconducente discusión del corredor, cruzó el cuarto, dirigiéndose hacia sus libros, pero alguien desde una litera baja lo tomó de los pantalones y le preguntó: "¡Lev Grigorich! ¿Es cierto que en China las cartas de los delatores son despachadas gratis por correo".

Rubin se escapó, pero el ingeniero en electricidad, que colgaba desde la litera alta, lo tomó por el cuello y quiso volver insistentemente a su discusión anterior: —¡Lev Grigorich! Debemos reconstruir la conciencia del hombre de tal manera, que la gente sólo se enorgullezca del trabajo de sus manos y se avergüence de ser supervisor, comandante, charlatán. Debería ser una desgracia familiar cuando una hija se casa con un empleado. Me gustaría vivir bajo esa clase de socialismo.

Rubín se soltó, se abrió paso hasta su propia litera y se acostó boca abajo, otra vez solo con sus diccionarios.

LA MESA DEL BANQUETE

Siete estaban sentados ante la mesa de cumpleaños, consistente en tres mesas de noche de diferentes alturas, arrimadas y cubiertas con un pedazo de papel verde brillante. Sologdin y Rubin estaban sentados con Pótapov en la litera de este último y Adamson y Kondrashev-Ivanov con Pryanchikov en la de éste, y el agasajado a la cabecera, en el ancho antepecho de la ventana. Sobre ellas, Zemelya ya dormitaba y no había nadie más en los alrededores. Las literas dobles cerraban su compartimento, aislándolo del resto del cuarto.

En el centro de la mesa, en un bol plástico, habían colocado los pastelitos de Nadya, eran delgadas tiras de masa cocidas en grasa hasta quedar secas y crocantes. Esto era algo nunca visto en la sharashka. Para siete hombres, el convite parecía absurdamente chico, pero también había bizcochos comunes y bizcochos untados con crema, y llamados por eso "masas". Y había dulce de leche, preparado hirviendo en una lata cerrada de leche condensada. Y escondido detrás de Nerzhin, en una lata obscura de un cuarto, existía un brebaje tentador para el cual estaban destinados las copas: un poco de alcohol que los "zeks" del laboratorio habían permutado por una pieza de material aislante difícil de conseguir. El alcohol había sido rebajado con agua en la proporción de uno a cuatro y luego coloreado con cacao. El resultado era un líquido marrón con muy poco alcohol, pero que, de todos modos, era esperado con impaciencia.

—Bueno, caballeros —declaró Sologdin echándose dramáticamente hacia atrás, los ojos brillando en la semiobscuridad—. Recordemos la última vez que cada uno de nosotros se sentó a una mesa de banquete.

—Yo lo hice ayer, con los alemanes —dijo bruscamente Rubin, que odiaba la emotividad.

En la opinión de Rubin, el hecho de que Sologdin siempre se dirigiera a un grupo como "caballeros" era consecuencia del trauma de doce años de prisión. Como resultado del mismo trauma, las ideas de Sologdin estaban deformadas en muchos otros sentidos y Rubín trataba siempre de tener esto presente para no estallar de ira, aunque a veces tuviera que escuchar cosas insoportables.

—¡No, no! — insistió Sologdin—. Me refiero a una verdadera mesa, caballeros. Sus particularidades son: un mantel pálido y pesado, vino en jarras de cristal y, por supuesto, mujeres bien vestidas.

Quería disfrutar de su visión y demorar el comienzo de la fiesta, pero Pótapov, mirando la mesa y los invitados con el aire posesivo y ansioso de la dueña de casa, interrumpió con su voz malhumorada:

—Comprenderán, muchachos, que antes de que "el trueno de las patrullas de medianoche" nos pesque con esta poción, es preferible llevar adelante las formalidades oficiales.

Hizo una seña a Nerzhin para que sirviera.

Mientras se repartía el licor permanecieron en silencio y cada uno, a pesar de sí mismo, recordó algo del pasado.

—Hace mucho tiempo —suspiró Nerzhin.

—¡Yo no me acuerdo! — dijo impacientemente Pótapov. Hasta la guerra había estado absorbido por la vorágine loca del trabajo, y aunque algo recordaba sobre el festejo de un casamiento, no podía decir si había sido el suyo o el de algún otro.

—¿Por qué no? — dijo Pryanchikov—. "¡Avec plaisir!" Les diré ahora mismo. En París en 1945 yo...

—Un minuto, Valentulya —lo detuvo Pótapov—. ¿Un brindis?

—¡A la persona responsable de habernos reunido! Kondrashev-Ivanov habló más fuerte de lo necesario y se irguió, aun cuando ya estaba sentado muy derecho. Y que haya...

Pero los invitados no habían alcanzado a tomar sus copones, cuando Nerzhin se paró en el pequeño espacio de la ventana y dijo con calma: "¡Amigos, estoy violando una tradición! Yo..."

Estaba emocionado. Los cálidos sentimientos de los siete hombres, asomados a sus siete pares de ojos, habían revuelto algo en su interior. Siguió sin tomar aliento.

—¡ Seamos, leales! Todo en nuestras vidas no es tan negro. La felicidad que gozamos en este momento —un banquete libre, un libre intercambio de pensamientos sin miedo, sin ocultamientos— no la teníamos cuando estábamos en libertad.

—Sí, estando en libertad, muchas veces carecía de ella —dijo Adamson, sonriendo irónicamente. Desde la infancia había pasado menos de la mitad de su vida en libertad.

—Amigos —dijo Nerzhin, entusiasmándose—, tengo treinta y un años. A lo largo de ellos la vida me ha mimado y me ha degradado. Conforme al principio sinusoidal, puedo esperar nuevos picos de vano éxito, de falsa grandeza; pero, les juro, nunca olvidaré la grandeza genuina de los seres humanos en la forma en que los he llegado a conocer en la prisión. Estoy orgulloso de que mi modesto aniversario de hoy haya reunido tan selecta compañía. ¡No nos avergoncemos de las palabras elevadas. Brindemos por la amistad que florece entre los muros de la prisión!

Las copas de papel tocaron silenciosamente el vidrio y el plástico, Potapov sonrió tímidamente, se ajustó los anteojos y marcando las sílabas recitó:

"Famosos por su aguda elocuencia,

los miembros de esta familia se reunieron

en lo del inquieto Nikita,

en lo del cauto Ilya."

Bebieron el licor marrón lentamente, tratando de saborear el aroma.

—¡Tiene calidad! — dijo Rubin aprobatorio—. ¡Bravo, Andreich!

—Sí, la tiene —aceptó Sologdin. Estaba hoy en ánimo de elogiar cualquier cosa. Nerzhin rió.

—Es un acontecimiento excepcional cuando Lev y Dimitri se ponen de acuerdo sobre algo. No puedo recordar que haya sucedido antes.

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