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—¡Gracias, mi querido amigo! —dijo Bilbo—. Es en verdad un gran alivio para mi cabeza. —Y dicho esto volvió a quedarse dormido.

Al día siguiente Gandalf y los hobbits se despidieron de Bilbo en su habitación, porque hacía frío al aire libre; y dijeron adiós a Elrond y a todos los de la casa.

Cuando Frodo estaba de pie en el umbral, Elrond le deseó buen viaje y lo bendijo.

—Me parece, Frodo, que no será necesario que vuelvas aquí a menos que lo hagas muy pronto. Dentro de un año, por esta misma época, cuando las hojas son de oro antes de caer, busca a Bilbo en los bosques de la Comarca. Yo estaré con él.

Nadie más oyó estas palabras, y Frodo las guardó como un secreto.

7

RUMBO A CASA

Por fin los hobbits emprendieron el viaje de vuelta. Ahora estaban ansiosos por volver a ver la Comarca; sin embargo, al principio cabalgaron a paso lento, pues Frodo había estado algo intranquilo. En el Vado del Bruinen se había detenido como si temiera aventurarse a cruzar el agua, y sus compañeros notaron que por momentos parecía no verlos, ni a ellos ni al mundo de alrededor. Todo aquel día había estado silencioso. Era el seis de octubre.

—¿Te duele algo, Frodo? —le preguntó en voz baja Gandalf que cabalgaba junto a él.

—Bueno, sí —dijo Frodo—. Es el hombro. Me duele la herida, y me pesa el recuerdo de la oscuridad. Hoy se cumple un año.

—¡Ay! —dijo Gandalf—. Ciertas heridas nunca curan del todo.

—Temo que la mía sea una de ellas —dijo Frodo—. No hay un verdadero regreso. Aunque vuelva a la Comarca, no me parecerá la misma; porque yo no seré el mismo. Llevo en mí la herida de un puñal, la de un aguijón y la de unos dientes; y la de una larga y pesada carga. ¿Dónde encontraré reposo?

Gandalf no respondió.

Al final del día siguiente el dolor y el desasosiego habían desaparecido, y Frodo estaba contento otra vez, alegre como si no recordase las tinieblas de la víspera. A partir de entonces el viaje prosiguió sin tropiezos, y los días fueron pasando pues cabalgaban sin prisa y a menudo se demoraban en los hermosos bosques, donde las hojas eran rojas y amarillas al sol del otoño. Y llegaron por fin a la Cima de los Vientos; y se acercaba la hora del ocaso y la sombra de la colina se proyectaba oscura sobre el camino. Frodo les rogó entonces que apresuraran el paso, y sin una sola mirada a la colina, atravesó la sombra con la cabeza gacha y arrebujado en la capa. Por la noche el tiempo cambió, y un viento cargado de lluvia sopló desde el oeste, frío e inclemente, y las hojas amarillas se arremolinaron como pájaros en el aire. Cuando llegaron al Bosque de Chet ya las ramas estaban casi desnudas, y una espesa cortina de lluvia ocultaba la Colina de Bree.

Así fue como hacia el final de un atardecer lluvioso y borrascoso de los últimos días de octubre, los cinco jinetes remontaron la cuesta sinuosa y llegaron a la Puerta Meridional de Bree. Estaba cerrada; y la lluvia les azotaba las caras y en el cielo crepuscular las nubes bajas se perseguían. Y los corazones se les encogieron, porque habían esperado una recepción más calurosa.

Cuando hubieron llamado varias veces, apareció por fin el Guardián, y vieron que llevaba un pesado garrote; los observó con temor y desconfianza; pero cuando reconoció a Gandalf, y notó que quienes lo acompañaban eran hobbits, a pesar de los extraños atavíos, se le iluminó el semblante y les dio la bienvenida.

—¡Entrad! —dijo, quitando los cerrojos—. No nos quedemos charlando aquí, con este frío y esta lluvia; una verdadera noche de rufianes, pero el viejo Cebadilla sin duda os recibirá con gusto en El Poney, y allí oiréis todo cuanto hay para oír, y mucho más.

—Y tú oirás más tarde todo cuanto nosotros tenemos para contar —rió Gandalf—. ¿Cómo está Harry?

El Guardián se enfurruñó. —Se marchó —dijo—. Pero será mejor que se lo preguntes a Cebadilla. ¡Buenas noches!

—¡Buenas noches a ti! —dijeron los recién llegados, y entraron; y vieron entonces que detrás del seto que bordeaba el camino habían construido una cabaña larga y baja, y que varios hombres habían salido de ella y los observaban por encima del cerco. Al llegar a la casa de Bill Helechal vieron que allí el cerco estaba descuidado, y que las ventanas habían sido tapiadas.

—¿Crees que lo habrás matado con aquella manzana, Sam? —dijo Pippin.

—Sería mucho esperar, señor Pippin —dijo Sam—. Pero me gustaría saber qué fue de ese pobre poney. Me he acordado de él más de una vez, y de los lobos que aullaban y todo lo demás.

Llegaron por fin a El Poney Pisador, que visto de fuera al menos no había cambiado mucho; y había luces detrás de las cortinas rojas en las ventanas más bajas. Tocaron la campana, y Nob acudió a la puerta, y abrió un resquicio y espió; y al verlos allí bajo la lámpara dio un grito de sorpresa.

—¡Señor Mantecona! ¡Patrón! ¡Han regresado!

—Oh, ¿de veras? Les voy a dar —se oyó la voz de Mantecona, y salió como una tromba, garrote en mano. Pero cuando vio quiénes eran se detuvo en seco, y el ceño furibundo se le transformó en un gesto de asombro y de alegría.

”¡Nob, tonto de capirote! —gritó—. ¿No sabes llamar por su nombre a los viejos amigos? No tendrías que darme estos sustos, en los tiempos que corren. ¡Bien, bien! ¿Y de dónde vienen ustedes? Nunca esperé volver a ver a ninguno, y es la pura verdad: marcharse así, a las Tierras Salvajes, con ese tal Trancos, y todos esos Hombres Negros siempre yendo y viniendo. Pero estoy muy contento de verlos, y a Gandalf más que a ninguno. ¡Adelante! ¡Adelante! ¿Las mismas habitaciones de siempre? Están desocupadas. En realidad, casi todas están vacías en estos tiempos, cosa que no les ocultaré, ya que no tardarán en descubrirlo. Y veré qué se puede hacer por la cena, lo más pronto posible; pero estoy corto de ayuda en estos momentos. ¡Eh, Nob, camastrón! ¡Avísale a Bob! Ah, me olvidaba, Bob se ha marchado: ahora al anochecer vuelve a la casa de su familia. ¡Bueno, lleva los poneys de los huéspedes a las caballerizas, Nob! Y tú, Gandalf, sin duda querrás llevar tú mismo el caballo al establo. Un animal magnífico, como dije la primera vez que lo vi. ¡Bueno, adelante! ¡Hagan de cuenta que están en casa!

El señor Mantecona en todo caso no había cambiado la manera de hablar, y parecía vivir siempre en la misma agitación sin resuello. Y sin embargo no había casi nadie en la posada, y todo estaba en calma; del salón común llegaba un murmullo apagado de no más de dos o tres voces. Y vista más de cerca, a la luz de las dos velas que había encendido y que llevaba ante ellos, la cara del posadero parecía un tanto ajada y consumida por las preocupaciones.

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