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—No, no en verdad, señor Frodo.

—Claro que no. Pero no importa; podrías acompañarme un trecho. Dile a Rosa que no estarás ausente mucho tiempo, no más de dos semanas, y que regresarás sano y salvo.

—Me gustaría tanto ir con usted a Rivendel, señor Frodo, y ver al señor Bilbo —dijo Sam—. Y sin embargo el único lugar en que realmente quiero estar es aquí. Estoy partido en dos.

—¡Pobre Sam! ¡Así habrás de sentirte, me temo! —dijo Frodo—. Pero curarás pronto. Naciste para ser un hobbit sano e íntegro, y lo serás.

Durante los dos o tres días siguientes Frodo, con la ayuda de Sam, revisó todos los papeles y manuscritos, y le dio las llaves. Había un libro voluminoso encuadernado en cuero rojo: las páginas altas estaban ahora casi llenas. Al principio, había muchas hojas escritas por la mano débil y errabunda de Bilbo, pero la escritura apretada y fluida de Frodo cubría casi todo el resto. El libro había sido dividido en capítulos; el capítulo 80 estaba inconcluso, y seguido de varios folios en blanco. En la página correspondiente a la portada, había numerosos títulos, tachados uno tras otro:

Mi Diario. Mi Viaje Inesperado. Historia de una Ida y de una Vuelta.

Y Qué Sucedió Después.

Aventuras de Cinco Hobbits. La Historia del Gran Anillo, compilada por Bilbo Bolsón, según las observaciones personales del autor y los relatos de sus amigos. Nosotros y la Guerra del Anillo.

Aquí terminaba la letra de Bilbo, y luego Frodo había escrito.

LA CAÍDA

DEL

SEÑOR DE LOS ANILLOS

Y

EL RETORNO DEL REY

(Tal como los vio la Gente Pequeña; siendo éstas las memorias de Bilbo y Frodo de la Comarca, completadas con las narraciones de sus amigos y la erudición del Sabio.)

Junto con extractos de los Libros de Tradición, traducidos por Bilbo en Rivendel.

—¡Pero lo ha terminado casi, señor Frodo! —exclamó Sam—. Bueno, ha trabajado en serio.

—Yo he terminado con lo mío, Sam —dijo Frodo—. Las últimas páginas son para ti.

El veintiuno de septiembre partieron juntos, Frodo montado en el poney en que había recorrido todo el camino desde Minas Tirith, y que ahora se llamaba Trancos; y Sam en su querido Bill. Era una mañana dorada y hermosa, y Sam no preguntó a dónde iban. Creía haberlo adivinado.

Tomaron por el Camino de Cepeda hasta más allá de las colinas, dejando que los poneys avanzaran sin prisa rumbo al Bosque Cerrado. Acamparon en las Colinas Verdes, y el veintidós de septiembre, cuando caía la tarde, descendieron apaciblemente entre los primeros árboles.

—¡Fue detrás de ese árbol donde usted se escondió la primera vez que apareció el Jinete Negro, señor Frodo! —dijo Sam, señalando a la izquierda—. Ahora parece un sueño.

Había llegado la noche, y las estrellas centelleaban en el cielo del este, cuando los compañeros pasaron delante de la encina seca y descendieron la colina entre la espesura de los avellanos. Sam estaba silencioso y pensativo. De pronto advirtió que Frodo iba cantando en voz queda, cantando la misma vieja canción de caminantes, pero las palabras no eran del todo las mismas:

Aun detrás del recodo quizá todavía esperen

un camino nuevo o una puerta secreta;

y aunque a menudo pasé sin detenerme,

al fin llegará un día en que iré caminando

por esos senderos escondidos que corren

al oeste de la Luna, al este del Sol.

Y como en respuesta, subiendo por el camino desde el fondo del valle, llegaron voces que cantaban:

A! Elbereth Gilthoniel

silivren penna míriel

ò menel aglar elenath,

Gilthoniel, A! Elbereth!

Aún recordamos, nosotros que vivimos

bajo los árboles en esta tierra lejana,

la luz de las estrellas

sobre los Mares del Oeste.

Frodo y Sam se detuvieron y aguardaron en silencio entre las dulces sombras, hasta que un resplandor anunció la llegada de los viajeros.

Y vieron a Gildor y una gran comitiva de hermosa gente élfica, y luego, ante los ojos maravillados de Sam, llegaron cabalgando Elrond y Galadriel. Elrond vestía un manto gris y lucía una estrella en la frente, y en la mano llevaba un arpa de plata, y en el dedo un anillo de oro con una gran piedra azul: Vilya, el más poderoso de los Tres. Pero Galadriel montaba en un palafrén blanco, envuelta en una blancura resplandeciente, como nubes alrededor de la Luna; y ella misma parecía irradiar una luz suave. Y tenía en el dedo el anillo forjado de mithril, con una sola piedra que centelleaba como una estrella de escarcha. Y cabalgando lentamente en un pequeño poney gris, cabeceando de sueño y como adormecido, llegó Bilbo en persona.

Elrond los saludó con un aire grave y gentil, y Galadriel los miró, con una sonrisa.

—Y bien, señor Samsagaz —dijo—. Me han dicho, y veo, que has utilizado bien mi regalo. De ahora en adelante la Comarca será más que nunca amada y bienaventurada. —Sam se inclinó en una profunda reverencia, pero no supo qué decir. Había olvidado qué hermosa era la Dama Galadriel.

Entonces Bilbo despertó y abrió los ojos. —¡Hola, Frodo! —dijo—. ¡Bueno, hoy le he ganado al Viejo Tuk! Así que eso está arreglado. Y ahora creo estar pronto para emprender otro viaje. ¿Tú también vienes?

—Sí, yo también voy —dijo Frodo—. Los Portadores del Anillo han de partir juntos.

—¿Adónde va usted, mi amo? —gritó Sam, aunque por fin había comprendido lo que estaba sucediendo.

—A los Puertos, Sam —dijo Frodo.

—Y yo no puedo ir.

—No, Sam. No todavía, en todo caso; no más allá de los Puertos. Aunque también tú fuiste un Portador del Anillo, si bien por poco tiempo. También a ti te llegará la hora, quizá. No te entristezcas demasiado, Sam. No siempre podrás estar partido en dos. Necesitarás sentirte sano y entero, por muchos años. Tienes tantas cosas de que disfrutar, tanto que vivir y tanto que hacer...

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