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Sintiendo un gran placer, como el sabio a quien hubiese resultado bien por segunda vez el experimento, examinó al condenado de pies a cabeza: ahora todo iría como era debido. Satanás quedaba avergonzado y se restablecía la santidad de la cárcel y de la ejecución. Preguntó a Yanson con indulgencia y hasta con compasión:

—¿Querrás ver a alguien o no?

—¿Para qué ver?

—Para despedirte. De tu madre, por ejemplo, o de tu hermana.

—Que no me ahorquen —dijo Yanson en voz baja, mirando al inspector de reojo—. No quiero que me ahorquen.

El inspector se limitó a mirarle y se alejó nuevamente.

Por la tarde Yanson se tranquilizó. El día no se distinguía en nada de los demás, como siempre brillaba el sol en el cielo invernal, familiarmente sonaban los pasos y las conversaciones en el pasillo, y como todos los días llegaba el olor agrio de col, y Yanson dejó de creer en la ejecución.

Pero por la noche de nuevo el terror se apoderó de él. Antes la noche no significaba para él más que la obscuridad, un espacio de tiempo tenebroso, durante el cual había que dormir; pero ahora sentía su significado misterioso y amenazador. Para no creer en la muerte tenía que ver y percibir en su alrededor lo familiar: pasos en el pasillo, voces, luz, olor de coles; pero ahora, por la noche, todo era extraordinario y aquel silencio y aquellas tinieblas ya por sí mismas eran trasuntos de la muerte.

Y a medida que pasaba la noche, más terror experimentaba. Con ingenuidad de salvaje o de niño, que todo lo creen posible, Yanson sentía deseos de gritar al sol: ¡brilla! Pero no había fuerza capaz de detener las negras horas de la noche, que se arrastraban lentamente. Y aquella imposibilidad, que por primera vez se presentaba al débil cerebro de Yanson, le llenó de terror: aun no atreviéndose a sentirla claramente, reconocía ya lo inevitable de la muerte cercana y su pie entumecido diríase que pisara el primer escalón del patíbulo.

Durante el día se tranquilizó de nuevo, pero la noche fue nuevamente espantosa; y así continuó hasta que llegó una noche en la que reconoció que la muerte era inevitable y que llegaría al cabo de tres días, al amanecer.

Nunca había pensado en lo que era la muerte, ni tenía ésta para él imagen alguna. Mas ahora la sentía claramente, había Percibido su entrada en la celda, en donde le buscaba para arrebatarle. Y huyendo de ella, comenzó a correr por la celda. Pero era tan pequeña que sus rincones no parecían ángulos agudos, sino obtusos, que le empujaban hacia el centro. No había nada detrás de lo cual poder esconderse y la puerta estaba cerrada. Varias veces se echó con el cuerpo contra las paredes y la puerta, produciendo un ruido sordo y vacío. Después tropezó con algo y cayó de bruces. Y aquí en el suelo, tocando con el rostro el asfalto negro y sucio, sintió que la muerte le atrapaba y empezó a gritar presa de terror, hasta que acudió gente. Aun cuando le hubieron levantado del suelo y le echaron en la cabeza agua fría, no se decidía a abrir los ojos, fuertemente cerrados. Entreabría uno, veía un rincón alumbrado, o la bota del guardián y de nuevo empezaba a gritar.

Por fin el agua fría hizo su efecto y además contribuyeron a calmarlo unos golpes en la cabeza, suministrados a guisa de remedio por el inspector. Y aquella sensación de la vida ahuyentó la muerte. Yanson abrió los ojos, y el resto de la noche la pasó profundamente dormido, aunque con el cerebro turbado.

Estaba tumbado en la camilla, de espaldas, con la boca abierta, roncando con estrépito. Por entre los párpados entornados blanqueaban los ojos sin pupila.

Desde entonces todo, el día, la noche, los pasos, las voces, el olor a coles, constituía para él un horror continuo y le llenaba de asombro. Su débil pensamiento no era capaz de asociar aquellas ideas tan monstruosamente contradictorias: el día familiar y claro, el gusto y el olor de las coles, y que al cabo de dos días él iba a morir. No pensaba en nada, no contaba las horas, sino que permanecía en un mudo terror ante aquella contradicción que desgarró su cerebro en dos partes.

Volvióse pálido, pero su aspecto era tranquilo. Sólo que no comía nada y dejó de dormir. Toda la noche permanecía sentado en su taburete con las piernas cruzadas bajo el asiento, o paseaba furtivamente por el calabozo. Tenía siempre la boca medio abierta, como en un asombro continuo, y, antes de tomar cualquier objeto, lo contemplaba con aire estúpido durante mucho tiempo y luego lo asía en la mano con desconfianza.

Cuando llegó a este estado, los inspectores y los soldados dejaron de preocuparse por él. Aquel estado era natural en los condenados a muerte, y se asemejaba, según aseveración del inspector, a pesar de que éste nunca le había experimentado, al que suele presentar el animal en el matadero, después que le dan con el mazo en la frente.

—Ahora ya está ensordecido y no sentirá nada, ni aun la muerte misma —decía, examinándole con la mirada de hombre experto—. Iván, ¿oyes? ¿Eh, Iván?

—Que no me ahorquen —replicó Yanson con la voz monótona, sin ninguna expresión, y de nuevo dejó caer su mandíbula inferior.

—Si no hubieras matado, no te ahorcarían —dijóle el inspector mayor con tono reprobatorio, hombre joven todavía, pero de aspecto serio y con el pecho cubierto de medallas—. ¿Cómo puedes pretender que no te ahorquen, después de haber matado a tu semejante?

—¡Qué astuto! ¡Quiere matar impunemente! —agregó otro.

—No quiero que me ahorquen —dijo Yanson.

—Quieras o no quieras, lo mismo da —expuso el mayor con indiferencia—. Mejor que hablar tonterías, tendrías que disponer tus cosas. Supongo que tendrás algo.

—Nada tiene. Una camisa, un par de calzones y una gorra de piel. ¡El muy elegante!

Así transcurrió el tiempo hasta el jueves. A las doce de la noche de este día entraron varias personas en el calabozo de Yanson, y un señor con charreteras le dijo:

—Prepárese... Hay que marchar.

Yanson, moviéndose lenta y dificultosamente, vistió todo lo que tenía, y encima puso la bufanda roja y sucia. Mirando cómo Yanson se preparaba, el señor con las charreteras dijo a otro señor que estaba junto a él:

—¡Qué calor hace hoy! Ya llegó la primavera.

Los ojillos de Yanson se le cerraban, movíase con tal lentitud y se encontraba tan adormilado que el inspector le gritó:

—¡Vamos, más de prisa! Parece que estás durmiendo.

De repente Yanson se detuvo.

—¡No quiero! —dijo con su voz monótona de siempre.

Le tomaron de los brazos y él se dejó conducir sumisamente. Afuera le envolvió el aire fresco primaveral y sintió que se le humedecía la nariz. A pesar de la noche la nieve seguía derritiéndose y se oían caer sobre la acera las alegres gotas.

Mientras los guardias subían al coche obscuro, sin ningún farol, agachándose y haciendo sonar sus sables, Yanson se pasaba el dedo por debajo de la nariz mojada y arreglaba la bufanda, que había atado mal.

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