Sin moverse apenas en su silla, sólo alguna que otra vez se miraba el dedo del corazón de la mano derecha, donde una sortija que poco antes le quitaran había dejado visible señal. Serena, indiferente a cuanto la rodeaba, miraba al cielo, único vestigio de pura belleza que en el sórdido conjunto de aquella sala se ofrecía a sus ojos.
Los jueces sentían compasión por Serguéi Golovin, pero en cambio odiaban a Musia.
Había otro personaje, que, según propia declaración, se llamaba Verner, y que permanecía inmóvil, con las manos en las rodillas. Contemplaba el sucio entarimado, y nadie hubiera podido decir si su pensamiento estaba allí o si, desasiéndose de cuanto le rodeaba, habíase ausentado de aquel lugar. Tratábase de un hombre de mediana estatura. Su rostro, de singular hermosura y nobleza, era tan blanco y pálido, que recordaba las noches de luna a orillas del mar. Parecía reunir a una fuerza extraordinaria una fría seguridad en sí mismo. Contestaba breve y cortésmente a las preguntas que se le hacían; pero aun entonces había en él no sé qué de peligrosa superioridad, que se advertía hasta en sus más ligeros movimientos. Se envolvía en el capote que usan los carcelarios, pero esta prenda parecía despegársele del cuerpo. Cuando fue detenido se le encontró únicamente un revólver, en tanto que a sus compañeros se les halló un verdadero arsenal de armas y materias explosivas. Los jueces, sin embargo, le suponían el jefe de los conspiradores y, a pesar suyo, le manifestaban alguna deferencia.
Muy próximo a él hallábase un individuo de aspecto cadavérico, llamado Vasili Kashirin, que luchaba denodadamente por ocultar el terror que le dominaba. Desde la hora de la mañana en que los habían conducido ante el tribunal, el descompasado ritmo de su corazón amenazaba con ahogarle; tenía la frente bañada en sudor y helados los pies y las manos. Pudo, con sobrehumano esfuerzo, evitar que los miembros le temblasen y hacer que su voz pareciese firme y segura, así como serena su mirada. No veía lo que le rodeaba, y las palabras y las frases que allí se pronunciaban, llegaban a él como a través de la niebla, casi apagadas por espesas y acolchadas paredes; para replicar a las preguntas que se le hacían había de poner toda su voluntad en despertar de aquella especie de ensueño entre nieblas. Luego no volvía a acordarse de preguntas ni respuestas y volvía a sumirse en sus meditaciones y a empeñarse en su lucha interior. La muerte parecía rondarle ya, y esta circunstancia desviaba de su rostro las miradas del tribunal. Lo mismo podía ser joven que viejo: tan difícil era calcular su edad como si se tratase de un cadáver que comienza a descomponerse. Sus documentos, sin embargo, atestiguaban que tenía veintitrés años. Verner le daba de vez en cuando una palmadita en las rodillas, y él le replicaba:
—No es nada.
Algunas veces experimentaba irresistible deseo de gritar, de aullar, como un animal desesperado; cuando esto le ocurría, pasaba un rato cruel. Arrimábase silenciosamente a Verner, y éste le decía, sin mirarle:
—Paciencia, Vasia 1 .Pronto dejaremos de sufrir.
La quinta terrorista, Tania 2Kovalchuk, preocupada e inquieta, miraba a sus compañeros con expresión maternal y solícita. Y parecía, en efecto, madre de todos ellos, pese a su extremada juventud y a la lozanía de sus mejillas, tan encendidas como las de Serguéi Golovin; pero sus ojos tenían una expresión de ternura inefable, de infinito amor.
Apenas si se dignaba mirar al tribunal. Estaba pendiente de las declaraciones de los demás, preocupada de que no les temblase la voz, de que no tuviesen miedo.
A Vasili, Tania ni siquiera se atrevía a mirarlo. A Musia y a Verner los contemplaba con mezcla de orgullo y respeto, y su rostro adquiría entonces expresión de patética gravedad. En cambio, cuando miraba a Serguéi sonreía y se decía:
—¡Eleva tus ojos al cielo, amigo mío! Pero ¿qué va a ser de Vasia? ¡Ay, Señor, Señor! ¿Qué podría hacer por él? ¿Decirle algo? Acaso fuera peor. A lo mejor se echa a llorar.
Así como las nubes viajeras se reflejan a la hora del crepúsculo en las serenas aguas de un lago, del mismo modo en aquel semblante todo bondad se reflejaban todos los sentimientos, todas las ideas, aun las más leves, aun las más fugaces, de los cuatro amigos de Tania. Ni siquiera se le ocurría pensar que también ella estaba acusada, que asimismo habían de juzgarla y que igualmente la ahorcarían. No le preocupaba gran cosa. En su domicilio fue precisamente donde habían sido hallados las armas y los explosivos, y, aunque parezca raro, ella misma fue quien recibió a tiros a la policía e hirió a un agente en la cabeza.
A las ocho de la noche terminó la sesión. Musia y Serguéi seguían mirando al cielo, que poco a poco iba obscureciéndose. No tenía ese tinte rosado, esa luminosidad sonriente, de los atardeceres estivales; habíase tornado de repente hosco y ceñudo, nuboso y lóbrego, como cielo de invierno. Golovin lanzó un suspiro y miró de nuevo a través de la ventana. Mas ya nada se veía; era noche cerrada, una noche negra y helada. Entonces, el joven, sin dejar de acariciarse la incipiente barba, volvió los ojos, curiosos como los de un niño, hacia los jueces, y los fijó luego en los guardias que estaban allí custodiándolos, rígidos, con sus fusiles prevenidos. Miró, finalmente, a Tania y sus labios insinuaron una sonrisa. También Musia apartó la mirada del cielo cuando éste se obscureció, y la fijó en una telaraña. Así permaneció durante la lectura de la sentencia.
Cuando se hubo cumplido este requisito, los defensores de los condenados se despidieron de éstos, que no quisieron mirar los ojos, entre avergonzados y tristes, de los abogados. Al salir cambiaron algunas palabras.
—No es nada, Vasia —dijo Verner—; todo acabará pronto.
—Sí, amigo, todo —replicó Kashirin, sereno, casi alegre.
Había perdido su aspecto cadavérico, y su semblante se había coloreado levemente.
—¡Ah, diablos! ¡Al fin han conseguido hacernos ahorcar! —exclamó el candoroso Golovin.
—¡Bah! —contestó Verner—. Eso estaba descontado.
Tania quiso consolarlos, y les dijo:
—Mañana se ratificará la sentencia y nos encerrarán a todos juntos, y ya no nos separaremos hasta la hora de morir.
Musia callaba. Al fin echó a andar con decisión.
III ¡No tienen que ahorcarme!
Por el mismo tribunal que sentenció a los terroristas había sido condenado dos semanas antes un tal Iván Yanson a la última pena.
Prestaba sus servicios este hombre como peón en casa de un rico labrador, y era uno de tantos jornaleros, sin nada que le distinguiese de los demás. Era estonio, de Vesenberg, y había pasado su vida de hacienda en hacienda, pero acercándose cada vez más a Petrogrado. Apenas conocía el ruso, y como quiera que en casa de Lásarev —que así se apellidaba su amo— no había ningún otro estonio, Yanson pasó los dos años que estuvo en aquella casa casi sin hablar.