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—¿Y bien?

Se detuvo, con los brazos cruzados, los ojos fijos en la puerta.

—¿Y bien?

Había en esta pregunta un desafío, un adiós a todo su pasado, una declaración de guerra a todos, incluso a los suyos, y una queja dulce.

Luba volvió, siempre agitada, sobreexcitada.

—¿No vas a enfadarte, querido? He invitado a las demás mujeres... No a todas; a algunas. Quiero presentarte como mi bien amado. Son buenas muchachas. Nadie las ha elegido esta noche y están solas en el salón. Los oficiales están todos en los cuartos con las otras muchachas. Uno de los oficiales ha visto tu revólver y le ha gustado mucho... ¿No te enfadarás porque las haya llamado? ¿Verdad que no, querido?

Lo cubrió de besos muy fuertes.

Las otras mujeres estaban ya en la habitación haciendo mohines y risitas. Se sentaron unas al lado de otras. Eran cinco o seis, feas, muchachas aviejadas casi todas, enjalbegadas, los labios teñidos de rojo. Unas ponían cara de molestia; otras miraban al hombre con un aire tranquilo, le saludaban, le daban la mano y esperaban a que se les diera de beber. Probablemente se iban ya a acostar, pues estaban vestidas con ligeros peinadores de noche; una de ellas, gorda, perezosa y flemática, venía aún en enaguas, mostrando sus gruesos brazos desnudos y su grueso pecho. Ésta, así como otra que parecía un ave de rapiña, con abundante cosmético en la mejilla, estaban ya completamente ebrias; las demás, un poco. La pequeña habitación se llenó de voces, de risas, de malos olores corporales, de vino, de perfume barato.

Un criado sucio, vestido con un frac demasiado corto, trajo coñac, y todas las mujeres le saludaron a coro:

—¡Markuscha, mi querido Markuscha!

Probablemente era costumbre de la casa saludarle de este modo, pues hasta la mujer gruesa, completamente borracha, le gritó:

—¡Markuscha!

Todo esto era nuevo, extraño. Se empezó a beber; todas las mujeres hablaban a la vez, gritaban. La que parecía un ave de rapiña hablaba con rabia de un visitante que le había hecho no sé qué porquería. Se oían juramentos que las mujeres no pronunciaban con el tono indiferente de los hombres, sino subrayándolo como un desafío, cínicamente.

Al principio casi no ponía atención en el hombre. El mismo callaba y las miraba severamente. Luba, feliz, estaba sentada a su lado, sobre la cama, abrazada a su cuello. Bebía muy poco; pero llenaba sin cesar la copa de él. De vez en cuando le susurraba al oído:

—¡Querido mío!

Él bebía mucho, pero no se emborrachaba. El alcohol en vez de embriagarlo transformaba poco a poco sus sentimientos. Todo lo que había amado en la vida, todo lo que había conocido, sus libros, sus camaradas, su trabajo, se eclipsaba, se derrumbaba; pero a pesar de todo esto él mismo se sentía más fuerte. Se diría que a cada nueva copa se iba acercando más y más a sus antepasados, a aquellos hombres primitivos cuya religión fue la rebeldía y en los que la rebeldía se convertía en religión. La sabiduría que había sacado de los libros se evaporaba, y desde el fondo de su alma se alzaba algo de otro, salvaje yobscuro como la voz de la tierra. Esto recordaba el espacio infinito, los bosques vírgenes, los campos como el océano. Se oía en ello el grito de angustia de las campanas, el ruido de las cadenas de hierro, la plegaria desesperada, la risa diabólica de seres misteriosos.

Permaneció así, con su rostro ancho y pálido, tan próximo a aquellas desgraciadas criaturas que aullaban a su alrededor. Su voluntad se afirmaba en su alma desvastada y se sentía capaz de demolerlo todo

Golpeó la mesa con el puño.

—¡Luba, hay que beber!

Y cuando ella, dócil y sonriente, llenó todas las copas, levantó la suya y proclamó:

—¡A la salud de los nuestros!

—Es decir, ¿de tus camaradas? —preguntó ella muy bajo.

—¡No; bebo a la salud de estos, de los nuestros! ¡A la salud de todos los canallas, de los bribones, de los cobardes, de todos los que están aplastados por la vida, que mueren de sífilis!...

Las mujeres rieron, pero la gorda le dijo con tono de reproche:

—¡Eso es ya demasiado, querido!

—¡Calla tú! —gritó Luba—. Es mi bien amado.

—Bebo a la salud de los ciegos de nacimiento. Saquémonos los ojos porque da vergüenza mirar a aquellos que no ven. Si nuestros ojos no pueden servirnos de linternas para iluminar las tinieblas de la vida arranquémoslos y ¡viva la noche! Si todo el mundo no puede entrar en el paraíso, no lo quiero para mí. ¡Abajo la luz, vivan las tinieblas!

Se tambaleó un poco y vació su copa. Su voz era lenta, pero firme, clara y neta. Nadie comprendió su discurso; pero las mujeres estaban encantadas con aquel hombre pálido que decía cosas chuscas.

—Es mi bien amado —decía Luba con orgullo—. Se quedará aquí conmigo. Era honrado, tiene camaradas; pero se quedará conmigo.

—¡Puede reemplazar aquí a vuestro criado Markuscha! —dijo la gorda borracha.

—¡Cállate, Manka, o te sacudo una bofetada! —gritó Luba—. Se quedará conmigo. Y, sin embargo, era honrado.

—Todas fuimos honradas una vez —dijo la vieja de perfil de pájaro.

Y las otras se pusieron a gritar:

—¡Y yo fui honrada hasta los cuatro años!

—¡Y yo he sido honrada hasta ahora!

Luba lloraba casi de rabia.

—¡Callaos, montón de canallas A vosotras se os ha tomado vuestro honor, mientras que él lo ha sacrificado él mismo, de buen grado. Sí, ha renunciado voluntariamente a su honor; no ha querido más ser honrado. Vosotras sois unas sucias prostitutas, y él, él es todavía inocente como un bebé...

Luba se echó a llorar; las otras, borrachas, rieron a carcajada hasta llenárseles los ojos de lágrimas; al reír se caían unas contra las otras, se retorcían, no podían sostenerse en las sillas. Era una risa loca, como si todos los diablos del infierno se hubieran reunido en aquella pequeña habitación para asistir a los funerales de aquel pobre honor que el hombre acababa de sacrificar. Al fin, él mismo se echó a reír.

Solamente Luba no reía. Temblando de indignación se retorcía las manos y acabó por arrojarse, cerrados los puños, sobre una de las mujeres.

—¡Basta! —gritó él; pero nadie le escuchaba. Por fin se restableció la calma.

—¡Esperad! —dijo—. Os voy a hacer reír todavía.

—¡Déjalas! —protestó Luba enjugándose las lágrimas—. Hay que echarlas a todas.

—¿Tienes miedo? —preguntó él—. ¿Quieres la honradez? ¡No piensas más que en eso, bestia!

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