Aunque todos tuvieron el mismo pensamiento, tal vez por ello mismo ninguno pareció oír; parecía que nadie había dicho nada, o que todos habían dicho lo mismo.
—Póntelo, Vasili; póntelo, que te abrigará —le aconsejó Verner.
Y volviéndose a Yanson:
—Y tú, querido, ¿no tienes frío? —le preguntó.
Musía dijo:
—Lo que quizá quiera es fumar. ¿Quieres fumar, verdad? Pues dilo; tenemos tabaco.
—Sí, sí, quiero.
—Tú, Serguéi, dale un cigarrillo —indicó Verner satisfecho.
Pero Serguéi se había adelantado ya a ofrecérselo. Y todos se pusieron a observar, cual si se tratase de algo extraordinario, cómo Yanson cogía el cigarrillo, cómo ardía la cerilla y cómo de la boca del fumador salía el humo azulado.
Hizo Yanson un gesto de satisfacción y dijo:
—Gracias. Está muy bueno este tabaco.
—¡Qué cosa más rara! —dijo Serguéi.
—¿Raro? ¿El qué? —preguntó Verner.
—El cigarrillo.
Sostenía nerviosamente el cigarrillo entre los dedos y lo miraba con admiración. Todos contemplaban aquel tubito, de cuyo extremo surgía una cinta azulada que se agitaba y se deshacía en otras muchas. Al fin, el cigarrillo se apagó.
—Se ha apagado —exclamó Tania.
—Sí, se ha apagado.
Verner frunció el ceño, y mirando con inquietud a Yanson, cuya mano colgaba exánime, exclamó:
—¡Demonio!
—¡Eh, señor! —díjole a esta sazón «el Gitano» en voz baja, acercándosele y revolviendo los ojos con la fiera expresión en él habitual—. Y ¿si atacásemos a los soldados? ¿Quiere que probemos?
—No —le repuso Verner, en el mismo tono—. Hay que apurar el trago.
—Pero ya que hemos de morir, muramos luchando. Por lo menos, sería más divertido. ¿No te parece? Así sentiríamos menos cómo nos mataban a nosotros.
—No, no; de ningún modo —repitió Verner.
Y volviéndose a Yanson le preguntó:
—Y tú, amigo mío, ¿por qué no fumas?
El rostro de Yanson se contrajo dolorosamente, como si alguien hubiese tirado al mismo tiempo de los hilos que ponían en movimiento sus arrugas. Y con voz tan extraña que parecía fingida comenzó a llorar:
—¡No quiero fumar! ¡No hay que ahorcarme! ¡Ah, ah...!
Todos le rodearon solícitos. Tania, llorando también, le acarició una mano y le arregló la gorra, al tiempo que le decía:
—¡Pobrecito mío! ¡No llores, no llores!
Los vagones moderaron su marcha. Todos, excepto Yanson y Kashirin, se pusieron en pie; pero en seguida volvieron a sentarse.
—¡Ya hemos llegado! —dijo Serguéi.
Todos respiraban con tanta dificultad como si se hubiese hecho el vacío en el coche. El corazón dilatado atravesaba la garganta, brincaba de espanto, gritaba enloquecido, con su voz de sangre. Tenían los ojos fijos en el trepidante suelo; el girar de las ruedas era cada vez más lento. Luego, después de una brusca sacudida, cesaron al fin de moverse. Paró el tren.
Y entonces comenzó para todos aquellos desgraciados un sueño, una verdadera existencia irreal, inconsciente, como ajena. El ser corpóreo cedía su puesto al inmaterial, y éste era el que se movía y hablaba sin voz y padecía sin dolor. En sueños salieron del vagón, por parejas, y aspiraron voluptuosamente el aire primaveral. En sueños, inerte y aturdido, resistióse Yanson, siendo arrastrado silenciosamente fuera del vagón y arrojado a tierra desde el estribo.
—¿Vamos a pie? —preguntó uno de los reos casi con alegría.
—Estamos cerca —contestó otro en el mismo tono.
A través del bosque echó a andar un cortejo sombrío y silencioso. El aire era fresco y fragante. De vez en cuando, algún caminante resbalaba en la nieve y se agarraba instintivamente a los cuerpos de sus compañeros. A su lado, chapoteando en el lodo, jadeantes, caminaban los soldados de la escolta.
Se oyó una voz colérica:
—¡Podían haber arreglado el camino!
Y otra voz contestó, como excusándose:
—Ya lo han arreglado. Pero estamos en época de deshielo, y no puede evitarse el barro.
Y cada cual pensó que, en efecto, no era posible dejar mejor el camino.
A veces el pensamiento se apagaba por completo, y únicamente persistía sensible el olfato, al que impresionaban los olores finos y penetrantes del bosque, la fragancia del aire, la humedad de la nieve... Otras lo percibían todo con gran claridad: el bosque, la noche, el camino y, sobre todo, la idea de que pronto los iban a ahorcar. De vez en cuando surgía el rumor de los diálogos y los cuchicheos.
—Van a dar las cuatro.
—Ya decía yo que habíamos salido muy temprano.
—No amanece antes de las cinco.
—Sí; tendremos que esperar.
Llegaron a un descampado, donde se detuvieron. Entre los árboles, que la descarnada mano del invierno desnudara, movíanse silenciosamente dos farolillos. Aquél era el punto en que se alzaba el patíbulo.
—Se me ha perdido un chanclo —dijo de pronto Serguéi.
—¿Qué dices? —le preguntó Verner.
—Que he perdido un chanclo. Tengo frío.
—¿Y Vasili? ¿Dónde está?
—No lo sé. ¡Ah! Ahí le tienes.
En efecto, Vasili, silencioso y sombrío, se hallaba junto a ellos.
—¿Dónde está Musia?
—Aquí estoy. ¿Eres tú, Verner?
Miráronse unos a otros, sin atreverse a alzar los ojos hacia el lugar donde se movían, en terrible silencio, las lucecitas. A la izquierda se abrían en el bosque algunos claros, que se prolongaban hasta una llanura iluminada y blanquecina, de la que llegaba un viento húmedo.
—¡El mar! —dijo Serguéi Golovin aspirando voluptuosamente el aire—. ¡El mar!
Musia contestó con la canción:
Mi amor, inmenso cual el mar...
—¿Qué estás ahí diciendo, Musia?
—«Mi amor, inmenso cual el mar, no pueden encerrar las riberas de la vida.»
—«Mi amor, inmenso cual el mar...» —repitió Serguéi, marcando con el gesto el ritmo del verso.