En el transcurso de dos horas, se embotellan rápidamente las calles principales, luego las laterales, después las callejuelas. Una compacta y fluyente masa humana se agita, bulle, se fatiga profiriendo gritos y lamentos. De la muchedumbre sobresalen automóviles atascados, camiones, vagones de tranvía sin gente, carros llenos de trastos. Un auto blindado lleva encima, desvergonzadamente atados con cuerdas, colchones, almohadas, baldes, líos de ropa. Hay un coche fúnebre, con un muerto, al que todos han abandonado, incluso el cochero.
Ahora el pánico se produce espontáneamente. La gente se desespera y llora, habla con los desconocidos, como durante un terremoto, las madres llaman a sus hijos. Un comerciante, llevado de su codicia, ha cargado su mercancía en un carro —telas chillonas—; una pieza de seda se ha desenrollado, ha quedado prendida en alguna parte, su dueño grita, y alguien, con la mayor indiferencia, arranca un trozo de la tela brillante, reluciente, como si se tratara de una tira de serpentina.
Esto es el diluvio, el fin del mundo, la destrucción de Pompeya, una locura de pánico colectivo. De todos modos, también la demencia posee su regularidad.
La infinita masa de gente, aunque ha obstruido todas las calles, se mueve, pese a todo y aunque sea con lentitud, en dirección este.
He dejado el coche y al chófer después de indicar a éste que, cuando el flujo ceda, vaya al Ministerio de la Guerra. Por mi parte, poniendo en acción los codos, he comenzado a abrirme paso hacia el Palace. Quería visitar a Simón.
Más de una hora he tardado en llegar a la Plaza de las Cortes. Junto a la puerta había numerosas ambulancias con heridos, a los que nadie descargaba. ¿Era necesario descargarlos? A quienes primero se ha de evacuar es a los heridos.
Me he precipitado a la sala donde está Simón. La gente de la calle se agrupaba entre las camas, hablaba con los heridos, reflexionaba acerca de lo que debían hacer. Algunos habían acudido con camillas de propia fabricación y recogían a sus parientes heridos, madrileños, y se los llevaban a sus casas para esconderlos de los fascistas.
Simón ya no estaba. Los de las camas contiguas me dijeron que había muerto hacía una hora y que en seguida le habían llevado al depósito de cadáveres.
Se entra en el depósito de cadáveres por una callejuela —aquello había sido un garaje para turistas ricos—. Había muchos cadáveres, ya habían comenzado a colocarlos en dos pisos. Simón estaba arrimado a la pared; sobre él colgaba un gran neumático de automóvil. Se le veía el rostro tranquilo.
Tocaron las sirenas. Aparecieron unos Junkers. Se oyó una explosión, a lo lejos.
Pero luego, el público, interesado y gozoso, en vez de dispersarse, levantó las caras al cielo.
Los aparatos de bombardeo modificaron su curso, dieron la vuelta hacia el occidente y se alejaron a toda prisa. Quedó un grupo de cazas, contra los que se lanzaron, en formación cerrada, unos aparatos pequeños, que se presentaron por un lado, muy rápidos y de mucha capacidad de maniobra.
Los Heinkels comenzaron a dispersarse, el combate se hizo por grupos. Uno de los aviones se desplomó envuelto en llamas, dejando tras de sí una línea de humo negro. La gente de la calle estaba entusiasmada, aplaudía, lanzaba boinas y sombreros hacia arriba.
—¡Los chatos! —gritaban—. ¡Vivan los chatos!
A las dos horas de haber aparecido los nuevos cazas republicanos, el pueblo de Madrid ya les había inventado el nombre de «chatos». Los aparatos tienen, realmente, este aspecto: la parte de la hélice apenas sobresale formando una leve prominencia por delante de las alas.
Los Heinkels huyeron. Para recalcar el hecho, los «chatos» dieron especialmente dos vueltas sobre la capital, descendieron en picado, trazando hermosas figuras de alto pilotaje, mostrando a poca altura los distintivos tricolores de la República. La muchedumbre, en las calles, con gozosa emoción escuchaba el sonoro roncar de los motores amigos. Las mujeres agitaban sus pañuelos y de puntillas, tendido el cuello, enviaban besos al cielo, como si desde arriba pudieran verlas.
Ahora, en Moscú, el desfile de noviembre está en su apogeo. Estarán desfilando o, probablemente, habrán desfilado ya las academias militares. La división proletaria, el Osoaviajim, [14]la caballería, la artillería. Estarán entrando, o quizá ya habrán entrado, por los dos pasos, a ambos lados del Museo de Historia, los ruidosos aludes de tanques. En el mismo instante aparecen en el cielo los primeros grupos de aviones. El público aplaudirá, ya mirando hacia arriba, ya dirigiendo sus miradas sobre las pesadas y rápidas tortugas de acero...
Frente a la entrada principal del Palace, se encuentra desde ayer, sin moverse de allí, un Buick de cinco plazas, completamente nuevo. He pedido que busquen al chófer. Ha resultado ser un hombre de baja estatura, de mediana edad, pulcro, con corbata.
—¿Qué le ocurre a su coche? ¿Está en buen estado?
—Sí. Espero a mi jefe. —Me nombró a un destacado funcionario de la dirección de ingenieros militares.
—Su jefe se fue ayer a Valencia en otro automóvil.
—No puede ser. Me lo habría dicho.
—No sé. Le vi con su mujer y sus hijos. Su mujer llevaba un sombrero azul; su hijo mayor, de unos veinte años, llevaba un aparato fotográfico colgado al hombro. El coche parecía mayor que el suyo.
Me escuchaba, frunciendo el ceño.
—Seguramente está usted en lo cierto. Mi jefe tiene además un Packard de siete plazas. El sombrero azul, el aparato fotográfico... tiene toda la razón. En el Packard probablemente han podido colocar mucho equipaje... Yo también tengo familia. Algunos chóferes han abandonado a sus jefes y han trasladado a sus familiares. Yo no lo he hecho. Anteayer me despedí de mi familia, aunque la tengo aquí, en Madrid.
—¿Cómo se llama usted?
—Dorado.
—Sea mi chófer.
Dio la vuelta al automóvil, muy despacio, como si lo mirara por primera vez. Examinó las ruedas, el radiador, la figurita que lo corona, las manijas de las portezuelas, el portabultos de la parte trasera. Todo se veía nuevo, cuidado, limpio. Abrió la portezuela delantera, se sentó al volante, puso el coche en marcha y preguntó con toda sencillez:
—¿Adonde le llevo?
En la segunda mitad del día, Miguel Martínez intentó hacer algo en el comisariado. De la jefatura, no había quedado nadie, excepto Mije, que estaba ocupado en la Junta de Defensa. Tres mecanógrafas, a las que ayer no dieron cuenta de la evacuación, habían acudido a trabajar en los despachos vacíos. A una de ellas la nombraron secretaria y tomó asiento en la mesa del despacho. Apareció el comisario Gómez, se presentaron dos o tres personas más. Continuaron trabajando, como si no hubiera sucedido nada. Llamaron a Checa pidiéndole que mandara a unos cuarenta hombres para destinarlos como delegados políticos a las unidades que defienden los puentes. Checa respondió que no disponía de un solo comunista libre, pero a la media hora envió ya a cinco hombres. Les entregaron un mandato a cada uno, un bloc, tres lápices tinta, un plano en colores de Madrid y un paquete de cigarrillos, les indicaron los números de los teléfonos a los que debían llamar cada dos horas para informar de la situación en el sector. De una de las columnas llegó un motorista con una nota del jefe. Éste pedía que se le mandara a un comisario en seguida, que el motorista lo llevara en el sidecar. Esto causó a todos muy buena impresión y levantó los ánimos. Gómez y Martínez iban y venían por la estancia con aspecto de personas importantes; hasta se sentían mejor sin los superiores, en situación de responsables. No se sabe cuánto va a durar esto... Checa ha mandado a nueve personas más, icuánto vale este hombre! «¿Qué hacer, de qué debemos ocuparnos?», preguntaban los comisarios de nuevo cuño. Casi todos eran obreros de la construcción. No había tiempo para darles conferencias sobre trabajo político. Miguel decía: «Lo primero es levantar los ánimos a los combatientes, ni un paso atrás. Lo segundo, levantar los ánimos a los jefes. Lo tercero, organizar grupos de dinamiteros y antitanquistas. Lo cuarto, reforzar la segunda y la tercera línea de defensa, que los vecinos de las casas construyan barricadas. En quinto lugar...» Los comisarios tomaban notas con los nuevos lápices en los blocs nuevos. «¿Qué, en quinto lugar?», preguntaron. Miguel no sabía qué era lo quinto. «En quinto lugar —dijo, después de reflexionar un poco— manteneos firmes, sin dar un paso atrás hasta que nos lleguen potentes refuerzos y entonces Franco será totalmente derrotado a las puertas de Madrid.» «Hasta que nos lleguen potentes refuerzos», escribieron con alegría los comisarios en los nuevos blocs. «¿Y si no llegan? —pensó Miguel para sus adentros—. ¿Y si llegan demasiado tarde?»