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En el interior del ministerio, la cola corre por el patio, luego por la escalera y desemboca en una sala de conferencias abarrotada de gente. Ahí los campesinos llenan toda la platea, y los funcionarios del ministerio constituyen algo así como una presidencia o tribunal de exámenes.

A cada uno de los que pasan, lo anotan en un registro y le preguntan de dónde ha venido, qué tenía, cuál es su familia, qué rama de la agricultura conoce bien, qué oficio domina.

Los funcionarios tienen prisa. Interrumpen los locuaces relatos de los refugiados sin mirarles los ojos, abiertos como ruedas de molino, sin escuchar la cantinela de los amargos calvarios de los campesinos. El torrente de infortunios humanos los desconcierta. Han de atender a toda la cola, pero la cola no se acaba, crece cada vez más, no se le ve el fin. Todo un pueblo campesino ha sido arrancado de sus lares, ha sido arrancado con obuses de artillería, con bombas de aviación, con huracanado fuego de ametralladora. Los campesinos descolgaron sus viejas escopetas de dos cañones. Apuntaron cuidadosamente contra los rapaces trimotores que llevaban una cruz negra en la cola. Pero los perdigones de caza nada pueden contra los aparatos de bombardeo del tipo Junker.

Acuden a Madrid a salvarse y a quejarse. Destacamentos de castigo de los terratenientes españoles, fusilamientos en masa, confiscación completa y sin indemnización de toda la cosecha de los campesinos; así se llama ahora el «problema agrario».

En el extranjero escriben, refiriéndose a España, que aquí se ha producido un motín espontáneo de campesinos y braceros dirigido contra todos y contra todo en el mundo. En realidad, se ha producido un motín de terratenientes contra la moderada reforma agraria de la República...

El Ministerio divide en grupos a todos los campesinos evacuados que se registran. A los más conscientes en el aspecto político y con mayor capacidad combativa, se les concede el derecho de ingresar en la milicia popular. El gobierno se encarga de la manutención y cuidado de sus familias. Con otros forman convoyes y los mandan a las provincias de la retaguardia. Ahí ayudan a los campesinos de la localidad en las faenas del campo. A un tercer grupo los destinan como obreros a las fábricas de guerra que se amplían. El cuarto grupo está constituido por los que quedan en la capital para las obras de fortificación. Estos son pocos; en Madrid bastan los propios obreros de la construcción, y los víveres escasean mucho.

La gente de la cola va pasando por delante de la comisión, reciben en seguida hojas de ruta y vales de comida, para sí y para sus familias. Muchos, en realidad, no estarían en contra de discutir acerca de los destinos que se les asignan. Pero ahí mismo, al lado de la comisión, se encuentra toda la platea, llena de personas que esperan. Al que comienza a discutir le gritan: «¡Todos esperamos, no hay tiempo de discutir!» Él, confuso, menea la cabeza, confirmando que no hay tiempo para discutir. Pero, apartándose a un lado, encuentra de todos modos a alguno de los funcionarios, en el pasillo, y procura convencerle en voz baja de que sería posible que le mandaran más cerca de su localidad. Sería muy útil en el frente, sobre todo para ir de descubierta, y, lo más importante, sería el primero en entrar en su pueblo... No sabe que de su pueblo no quedan más que tizones e informes montones de piedras.

Mando con más frecuencia telegramas a Moscú, los envío varias veces en el transcurso del día y de la noche —la situación ha comenzado a exigirlo así—. Transmitir por cable a través de Marsella o de Londres se ha hecho difícil y premioso. Trabaja mucho mejor el telégrafo por radio, sobre todo la Transradio Española,que enlaza directamente con Moscú.

Sin embargo, ha habido un caso desagradable que he decidido no dejar sin consecuencias. Un telegrama urgente, importante, ha sido retenido seis horas y ha llegado tarde al periódico. Al tener noticia de ello, exigí explicaciones y no satisfecho con las que me daban mandé el siguiente telegrama a Pravda:.«Mi número doscientos quince ha llegado tarde a consecuencia de un sabotaje en Transradio.» Adjunté, como siempre, la traducción española. La censura dejó pasar el telegrama, pero el jefe, a quien le llevaron una copia desde la sala de aparatos, se puso hecho un basilisco y se quejó al ministro de Comunicaciones. El ministro prohibió la transmisión de este nuevo telegrama, pero ya era tarde, el telegrama ya había llegado a Moscú. Se celebró una reunión de los empleados de Transradio. Examinaron lo ocurrido con mi primer telegrama y comprobaron que el retraso había sido inmotivado, premeditado. Se decidió expulsar del trabajo a dos individuos, culpables de lo ocurrido.

El presidente del comité obrero se ha entrevistado conmigo y en nombre de todos los empleados me ha prometido su concurso total y su ayuda para poder informar a los lectores soviéticos acerca de la lucha del pueblo español.

Hace tiempo que se está preparando el enlace radiotelefónico entre Madrid y Moscú, pero no se sabe cuándo comenzará a trabajar.

He visitado el palacio del duque de Alba en compañía de Andrée Viollis. Cuando se hizo la distribución de los edificios, éste tocó al Partido Comunista. El Comité Central renunció a utilizarlo como oficinas, creó un destacamento de milicianos voluntarios para la guarda de la casa y de sus riquezas artísticas. En el palacio hay valiosísimas telas de Velázquez, Goya, Tiziano y Murillo. Asombra la biblioteca, con antiguos manuscritos, con incunables. Los duques de Alba, vieja dinastía española de conquistadores medievales, de bandidos coloniales, de ladrones titulados, siempre había rivalizado con la familia real; ahí, en esas salas, se fue sedimentando el botín obtenido a lo largo de seculares expoliaciones coloniales —oro, piedras preciosas, maderas exóticas, mosaicos, porcelana china, marfil...—. Gobelinos enormes alcanzan decenas de metros. Se han conservado las andas de los viejos Alba, sus carrozas, sus armas y sillas de montar... Luego llega la decadencia, la degeneración; los bravos corsarios se convierten en propietarios gotosos de caballos de carreras y cuentas corrientes bancarias. Los «primeros Grandes de España» se enlazaron hace cuarenta años con la familia de los lores de Berwick, ingleses, y desde entonces los escudos de los Berwick y de los Alba se entretejen. Siguen las estancias destinadas a vivienda de la última generación —canapés, pequeños pufs, fotografías con marco, doguillos de porcelana, gramófonos, novelitas de bulevar—. Un cuarto de baño vulgarísimo, con aspecto de templo, de mármol negro y dorado. La guardarropía del duque: botitas para montar a caballo, botitas para baile, botitas para ir a la iglesia, botas altas para ir de caza, botitas suaves para la biblioteca, reservas de pasta para los dientes, de polvos, de talco, de betún para los zapatos. El duque vivió aquí hasta el mismo día de la sublevación; ahora está en Londres, ostenta la representación del general Franco, se lamenta de que su palacio ha sido saqueado. Pero el palacio sigue enterito, los obreros lo han conservado todo, hasta el último hurgón, hasta el más pequeño trozo de jabón en el cuarto de baño. Dicen: «Esto es un museo de la historia del capitalismo.» En efecto, aquí se organizan, ahora, visitas —iqué puede ser más aleccionador para el pueblo español!—. Sólo en las cavas, también intactas, el comité obrero ha tomado la resolución de ofrecer a la noble representante del pueblo francés y al noble representante de nuestro amigo, el pueblo ruso, una botella a cada uno de borgoña del año 1821. Por más que hemos renunciado a tomarla, insistieron en su acuerdo. He cogido esta valiosísima botella y he prometido destaparla a la salud de los obreros españoles con motivo de la primera victoria.

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