6 de junio
Aquí conviene trepar por las posiciones con un bastón y mejor aún con botas herradas de alpinista. El ingeniero militar Basilio, hombre forastero, conoce ya cada montaña, cada hendidura, cada claro del bosque. Por las mañanas, salimos en auto, que dejamos escondido en el punto más próximo de la carretera de montaña, y junto con el chófer, trepamos por el sector.
La aviación fascista está en el aire desde la mañana y vigila atentamente los trabajos de los zapadores y los bombardea para interrumpirlos.
La ofensiva contra Bilbao es el terror implacable e impune de la aviación en masa. Sobre esto cabe leerse centenar y medio de artículos. Mas, para sentirlo y comprenderlo, hay que estar aquí.
Tanto en la teoría militar como en la práctica, la aviación de los ejércitos se había destinado siempre a batir los objetivos en el dispositivo profundo del enemigo. Va a destruir allí donde no llega el fuego de ametralladora y de artillería.
Aquí actúa de manera mucho más sencilla. Elige un pequeño sector del frente, de un kilómetro o dos, y empieza a bombardear desde el punto más avanzado de la defensa, ¡y de qué modo!
Habíamos dejado atrás un tramo de reductos preparados y, por ahora sin ocupar, del «cinturón». A través de un pequeño prado, nos dirigíamos a la primera línea de trincheras. En ese momento, aparecieron los Junkers sobre nuestras cabezas. No eran muchos, cuatro aparatos. Les llamaron la atención unas manchas blancas de tierra removida en la pradera. De este lugar se había sacado arena para echarla encima de los blindajes. Los aviadores sospecharon que había aquí fortificaciones. Nos arrojamos al suelo.
—Es una pena, no hemos tenido tiempo de salvar este prado —dijo Basilio. Bueno, al diablo con ellos, esperaremos. Que bombardeen sobre un lugar vacío será una manera de estropear material, poco o mucho.
—El lugar no está vacío del todo.
—De los presentes no se habla.
El estruendo fue espantoso. Las bombas caían y estallaban en haces, de dos en dos y de tres en tres. La pradera se convirtió en un surtidor de arena y de llamas. La punta en que nos encontrábamos nosotros, no fue alcanzada. Los aviones comenzaron a marcharse. Después de esperar a que la nube de tierra y humo se empezara a sedimentar, nos levantamos para echar una carrerita.
—¡Cuidado! —gritó Basilio—. ¡Al suelo! Por atrás vienen otros.
Era el siguiente relevo. Seguía las huellas del primero y dirigió las bombas aquí mismo, sobre el propio humo, que se iba disipando, de la primera partida. Las explosiones desgarraban los oídos. Se producían ya excesivamente cerca de nosotros. Nosotros permanecíamos muy humildemente echados, cubiertos sólo por la teoría de las probabilidades.
También ese estruendo se acabó, el ruido de los muchos motores se hizo más débil; distinguir los aparatos con la vista era difícil, el humo había cubierto el cielo. Por fin todo quedó limpio. El primero en levantarse y echar a correr fue el chófer; tras él, nosotros dos. Y de súbito, con rechinante chillido, bajando casi verticalmente en picado, con furiosas ráfagas de ametralladora, se arrojaron apuntando a la pradera, tres cazas. El chófer gritó con espantosa voz y cayó. Por lo visto estaba muerto o mortalmente herido. Los cazas nos iban persiguiendo como las gaviotas persiguen a los peces.
—Bonita historia —dijo Basilio—, nos están tomando por una división entera, no menos. Y nosotros no podemos demostrar que somos tres individuos. Ni por escrito ni de palabra. Ahora van a bombardear y limpiar con los cazas, a bombardear y limpiar con los cazas, por turno.
—Hay que ayudar al muchacho, si está vivo. Arrastrémonos hasta él.
Pero él ya se arrastraba hacia nosotros. No le había sucedido nada, sólo que se había asustado mucho. De todos modos, lo enterramos provisionalmente —le aplastamos un poco en la tierra y echamos algo de hierba sobre su camisa blanca y brillante—. Le ordenamos no moverse sin que se lo mandemos.
La tercera pasada de los Junkers ya estaba ahí. Nuestra situación había empeorado —con la carrerita nos habíamos acercado unos cincuenta pasos al centro del bombardeo—. El sitio anterior nos parecía entonces un ideal de comodidad y seguridad.
Se repitió lo que las dos primeras veces. Volvieron otra vez los cazas. No sé por qué, nos ponían más nerviosos que los aparatos de bombardeo. Echado, encendí un pitillo y lo tiré sin haberlo terminado.
—De todos modos, hay que llegar corriendo hasta el refugio —dije.
—Fastidiaremos a los combatientes del fortín, atraeremos hacia ellos a esos canallas. Fíjate, ahora, el fortín casi no se ve.
Aún permanecimos en aquel lugar otras dos horas y media. Las explosiones ora se calmaban ora se reanudaban como monstruosos chubascos pero el ruido de los motores ni una sola vez dejó de oírse por encima de la pradera. Los cazas daban volteretas casi sobre la misma tierra durante los raros intervalos en que habría sido posible correr por el campo. Una torpe pesadez se apoderó de nosotros.
Por fin todo se acabó. Nos levantamos despacio, abrumados, y en silencio nos dirigimos lentamente al reducto. Allí no había ni una alma.
—Los muchachos no lo han aguantado —dijo Basilio—. ¡Cualquiera lo aguanta! Hay que ponerse a cubierto del aire. Claro, si se tiene con qué.
Volví tarde a la ciudad. Encontré una nota del despacho de la presidencia, ruegan que llame por teléfono. Llamé y el secretario me puso en conocimiento que el piloto Yanguas se dispone a emprender mañana el vuelo de regreso. Se me guarda sitio en el avión, y me recomiendan que lo aproveche, pues por ahora no se prevé ninguna otra salida, ni por mar ni por aire.
7 de junio
Hoy Yanguas no ha partido. Sea que el tiempo no le ha gustado, sea por algún otro motivo. No da explicaciones de ninguna clase, parte en vuelo y regresa cuando quiere, aunque tenga el más urgente de los encargos. Se considera que está a disposición del presidente Aguirre, pero ni siquiera el presidente dispone de sus vuelos. Yanguas declaró que sólo a condición de una falta absoluta de control puede efectuar su peligroso servicio.
Karmen ha tomado el volante del coche y me ha conducido largo rato por la ciudad. Es un valiente, buena mezcla de operador cinematográfico y periodista soviético, vivaracho, atrevido y alegre. Llega a tiempo a todas partes, a los sitios necesarios e importantes. Nos hemos alegrado mucho de vernos, después de Madrid, en este Bilbao inquieto y sombrío.
Conmovida, sin aspavientos ni voces, la ciudad atormentada y fatigada vive la lucha que se libra a sus puertas. Una y otra vez, cada media hora, las sirenas dan la señal de alarma aérea y mandan a la gente a los refugios subterráneos. Pero nadie tiene ya deseos y paciencia para permanecer en los sótanos. Reunidos en grupos, los vascos aguzan el oído escuchando, ora con tristeza ora con alegría y esperanza, el estruendo del cañón en los aledaños de la ciudad. Largas colas ante las tiendas para recibir media libra de pan o de grano o medio litro de aceite. Rostros pálidos de mujeres y niños. Las personas se han convertido en sombras.