Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Cuando dicho plazo hubo vencido, representantes del ministerio se lo recordaron a la embajada. En pleno día, los funcionarios de la embajada partieron de Madrid formando una caravana entera de automóviles y camiones. Al salir de la ciudad no fueron registrados, no los hicieron objeto de ninguna inspección, solamente les examinaron los documentos.

Cuando el personal de la embajada se hubo marchado, se presentaron en el edificio funcionarios del Ministerio de la Gobernación y policía para sellar las puertas de entrada. Se quedaron asombrados al ver que la embajada aún se hallaba habitada y en no poca medida.

A las llamadas de la policía, salió de la casa una muchedumbre de personas con las manos en alto en señal de rendición. Resultó que había allí treinta fascistas de mucha nota y muy conocidos, a los que o bien se buscaba o se creía que habían huido hacía tiempo al campo de los facciosos. Hoy se publican sus nombres.

Antes de evacuar, la embajada, en sus automóviles, bajo bandera diplomática, se apresuró a meter en todas partes, por las otras misiones diplomáticas, a algunos de sus inquilinos de más relieve, entre ellos el teniente coronel Avia, el marqués de Urquijo, la condesa de Los Moriles y otras personalidades de alto copete. Los demás aquí quedaron atascados.

Al entrar, siguiendo a los fascistas, en el edificio de la embajada, los madrileños han visto una auténtica fortaleza. Puertas, pasillos, escaleras, todo está defendido con sacos terreros, con obra de cemento, con troneras y parapetos para fusiles y ametralladoras.

La embajada se ha llevado consigo la mayor parte de las armas, pero algo ha quedado: veintiún revólveres, tres ametralladoras portátiles y siete culatas de otras ametralladoras de la misma clase, pistolas automáticas, siete fusiles, doce escopetas de caza, un fusil antiaéreo, un mortero, tres cajas de granadas de mano, caretas antigás, cuatro puñales, una bandera monárquica española y un montón de emblemas fascistas españoles de todas clases. Miguel Martínez, que recorrió las estancias del edificio junto con la policía, pedirá para sus comisarios las pistolas y las ametralladoras portátiles.

En el patio de la embajada habían quedado siete automóviles y un camión. La policía, por toda una serie de indicios, ha reconocido en esos automóviles los «autos fantasma» que por las noches tiroteaban a los viandantes y a las patrullas de la milicia sembrando el pánico por la ciudad.

¡La embajada alemana era el refugio de los bandidos nocturnos motorizados!

Los detenidos han declarado que los funcionarios de la embajada Meyer y Alies, oficiales de reserva, habían formado con ellos una auténtica unidad de combate. Cada uno tenía su propia arma, a cada uno se le habían asignado funciones militares y un determinado puesto. ¡Oficiales alemanes se dedicaban aquí a instruir y a provocar alarmas!

Para constituir en todos sentidos una copia del «tercer imperio», la embajada alemana había organizado aquí, además, un pequeño campo de concentración. Muy pequeño, para una persona. Metieron en él a un judío. Jakob Voos suministraba carne para la mesa de la embajada. Un día dijo en la cocina que simpatizaba con la República española. Al día siguiente le detuvieron en la embajada, le encerraron en la trastera y le tuvieron allí cuarenta y tres días, hasta la misma evacuación, vigilado por dos fascistas españoles, sin interrogarle, pero sometiéndole a burlas y golpes. ¡Por qué no había de ser en Dachau! Ahora Voos está en libertad, loco de alegría. Miguel se ha quedado largo rato contemplándolo con sentimientos encontrados, viendo a ese hombre sencillo, de rala barbita pelirroja y gris, escuálido, a ese pobre viejo del Dvina-Moguilov-Madrid, con quien no puede vivir en armonía, en un mismo planeta, el Reichkanzlery Führer Adolf Hitler.

27 de noviembre

La conversación que sostuve con Rafael Alberti y María Teresa León el 7 de noviembre se ha repetido sobre una base más amplia. En la casa del Quinto Regimiento se han reunido los hombres de ciencia más destacados de la capital española. Ahí se encontraban el doctor Río Ortega, el profesor de la Universidad de Madrid Enrique Moles, el escritor Antonio Machado, el doctor Sánchez Coviza, don Antonio Madinaveitia, el doctor Sacristán, Arturo Duperier y muchos otros. Las blancas cabezas estaban rodeadas de los jóvenes rostros de comunistas, milicianos y jefes de la milicia popular. La reunión ha sido organizada por el Comité Central del Partido Comunista. El Partido procura convencer a la intelectualidad madrileña en la figura de sus representantes más destacados —sabios famosos, escritores, artistas— de que abandonen temporalmente Madrid para poder proseguir su labor en la retaguardia, en una situación más tranquila.

La proposición ha conmovido muy hondamente a los invitados. Ha comenzado un debate acerca de lo que es más justo e importante: permanecer ahora en Madrid o evacuar mientras no cesen los horrores del bombardeo y de los incendios.

Han discutido largo rato. Antonio Machado ha dicho:

—Yo no quería irme. Soy viejo y estoy enfermo. Pero quiero luchar a vuestro lado, quiero acabar mi vida con honor, deseo morir con dignidad, prosiguiendo mi trabajo. Esto es, precisamente, lo que me convence de que he de estar de acuerdo con vosotros. Saldré de Madrid, lucharé a vuestro lado por la obra común que estáis llevando a cabo.

El Quinto Regimiento se ha encargado de todos los trabajos de evacuación de los sabios, facilitará automóviles para sus familias, camiones para bibliotecas y laboratorios.

La conversación terminó muy tarde, todos estaban emocionados; los académicos, con lágrimas en los ojos, abrazaban a los obreros y daban las gracias a la clase obrera por su defensa de la cultura española.

Desde allí, fuimos con Rafael Alberti y María Teresa León a su casa, a la Alianza. El guarda se negó a abrir durante mucho rato.

—¡¿Quién es?! —gritaba.

En respuesta nos pusimos a cantarlos alegres muchachos. [16]

—¡No abriré! —juraba el guarda tras la puerta. El camarada Alberti me ha dicho que no dejará entrar a ningún extraño, y mucho menos a los fascistas.

—¡Mientes, nos dejarás entrar! ¡Quien va por el mundo cantando, nunca ni en ninguna parte se pierde!

Por fin nos reconoció y nos abrió. En el frío comedor, María Teresa sacó la vajilla de plata y el cristal del marqués del Duero. Puso en los platos de los marqueses garbanzos, aliñados con aceite de oliva rancio, frío. Añadimos pan y naranjas, que habíamos conseguido en el Quinto Regimiento. Resultó estupendo.

Ahora en la Alianza reina otra atmósfera. A los viejos, enfermos y llorones los han mandado a Valencia y a Barcelona. Han quedado los jóvenes; de día van a los sectores de combate, hablan a los combatientes; al anochecer se reúnen aquí, a leer versos y a soñar juntos.

El guarda se unió a nuestra frugal pero aristocrática cena, bajo los retratos de los grandes de la más alta alcurnia. Dijo que unos parientes de los marqueses preguntan en secreto si está entera la vajilla de plata, si no se la han llevado los escritores, si no se la llevarán antes de la vuelta del marqués.

103
{"b":"142567","o":1}