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—¡De modo que soy princesa! —murmuró para sí, con cierta burla. Y mirando a Daría Alexievna, añadió—: El desenlace es inesperado; ni yo misma lo había previsto... Pero, ¿por qué siguen ustedes en pie, señores? Siéntense y felicítenme por mi casamiento con el príncipe. Creo que alguien ha pedido champaña: vaya a encargarlo, Ferdychenko. Katia, Pacha —exclamó, al ver a las dos doncellas a la entrada del salón—, pasad. ¿Sabéis que voy a casarme? ¡Y con un príncipe! El príncipe Michkin, que posee millón y medio, me toma por esposa.

—¡No dejes escapar la ocasión, y Dios te bendiga, querida! —dijo Daría Alexievna.

—Siéntate a mi lado, príncipe —continuó Nastasia Filipovna—. ¡Así! Y ustedes, señores, denme la enhorabuena. ¡Ah, ya llega el vino!

—¡Hurra! —gritaron muchas voces a coro.

La mayoría, y entre ellos todos los compañeros de Rogochin, se agolparon en torno a las botellas de champaña. Pero aunque no deseasen ni hiciesen otra cosa sino gritar, varios de ellos, en medio de lo extraño de las circunstancias, advertían que la situación se modificaba. Otros, turbados, esperaban con inquietud el lance final. No faltaron quienes dijeran que aquello era lo más corriente que podía darse y que ya se habían visto antes otros príncipes casados con toda clase de mujeres, sin exceptuar muchachas sacadas de campamentos gitanos. Rogochin, con una sonrisa forzada que crispaba su rostro, asistía a la escena y no acababa de discernirla bien.

—Querido príncipe, vuelve en ti —dijo el general, con horror, acercándose a Michkin a hurtadillas y tirándole de la manga.

Nastasia Filipovna, observándolo, rompió, a reír.

—¡Nada de eso, general! Ahora soy princesa, ya lo ha oído usted. El príncipe no consentirá que me injurien. Felicíteme, Atanasio Ivanovich. ¿Qué le parece? ¿No es ventajoso encontrar semejante marido? Un hombre que posee millón y medio y que además, según dicen, es idiota... ¿Qué más se puede pedir? ¡Ahora es cuando voy a empezar a vivir de veras! Has llegado tarde, Rogochin. Coge tu paquete Voy a casarme con el príncipe y a ser más rica que tú.

Rogochin comprendió al fin lo que sucedía. En su semblante se pintó un sufrimiento indecible. Exhaló un gemido y se golpeó las manos.

—¡Renuncia! —gritó a Michkin.

Aquello provocó la hilaridad de todos.

—Quieres que renuncie en tu favor, ¿eh? —dijo con abrumador desdén Daría Alexievna—. ¡Miren a este aldeano, que ha venido a arrojar su dinero en la mesa! El príncipe se casará y tú habrás recibido un buen revolcón.

—También yo me casaré; quiero casarme en el acto. Daré todo lo que tengo...

—Tú sales de la taberna y estás borracho. ¡Debíamos plantarte en la puerta! —contestó Daría Alexievna, indignada.

Las risas aumentaron.

—¿Qué te parece, príncipe? —dijo Nastasia Filipovna a Michkin ¡Ahí tienes a un aldeano queriendo comprar a tu futura!

—Está ebrio —observó el príncipe—, y además la quiere mucho.

—¿Y no te avergonzará después haberte casado con una mujer que ha estado a punto de ser de Rogochin?

—Cuando usted dijo eso, tenía el cerebro turbado por la fiebre. Todavía está agitada —contestó el príncipe.

—¿Y no te avergonzarás tampoco cuando te cuenten que tu esposa ha sido amiga de Totzky?

—No me sentiré avergonzado. La culpa no fue de usted.

—¿Y nunca me harás reproches?

—No se los haré nunca.

—Ándate con cuidado y no te comprometas para toda tu vida.

—Nastasia Filipovna —dijo Michkin, con voz dulce en que vibraba una nota de conmiseración—, ya le he dicho que me consideraría muy honrado obteniendo su mano en vez de juzgar que le hago un honor casándome con usted. Cuando me he explicado así, usted ha sonreído y he oído también risas a mis espaldas. Quizá yo me haya expresado ridículamente, y acaso haya sido ridículo de verdad; pero siempre he creído saber bien en qué consiste el honor y estoy seguro de haber dicho una cosa justa. Hace un momento quería usted perderse irremisiblemente, y estoy cierto de que después lo habría lamentado; pero usted no es culpable de nada. Es imposible que considere usted su vida perdida en definitiva. ¿Qué importa que Rogochin haya venido a su casa de ese modo ni que Gabriel Ardalionovich haya querido engañarla? ¿Por qué insistir tanto en eso? Repito que lo que usted hace, pocas personas serían capaces de hacerlo. Si ha querido usted atender a Rogochin, fue bajo la influencia de la fiebre. Ahora mismo se encuentra usted mal y debiera acostarse. Usted no se habría quedado con Rogochin, de marchar con él. Mañana mismo habría preferido hacerse lavandera. Es usted orgullosa, Nastasia Filipovna, pero tal vez tenga la desgracia de considerarse culpable en realidad. Necesita usted muchas atenciones, Nastasia Filipovna. Yo las tendré con usted. En cuanto he visto su retrato he creído contemplar una cara conocida. Hasta me pareció que su expresión me llamaba... Yo... yo la estimaré toda mi vida, Nastasia Filipovna —concluyó de pronto el príncipe, ruborizándose, sin duda al recordar las personas que había presentes.

Ptitzin, escandalizado, inclinó la cabeza, mirando al pavimento. Totzky pensaba: «Es un idiota, pero sabe por instinto que la adulación es el mejor modo de triunfar con las mujeres.» Michkin notó que Gania le miraba desde su rincón con ojos centelleantes, como si hubiera querido darle de golpes.

—¡Qué hombre tan bondadoso! —exclamó Daría Alexievna, muy afectada.

—Un hombre refinado, pero perdido —murmuró Ivan Fedorovich.

Totzky tomó su sombrero proponiéndose despedirse a la francesa. Él y el general convinieron, mediante una mirada, irse juntos.

—Gracias, príncipe. Hasta ahora nadie me había hablado así —dijo Nastasia Filipovna—. Nunca se había pensado más que en comprarme. Ningún hombre digno me había pedido en matrimonio. ¿Oye usted, Atanasio Ivanovich? ¿Qué le parece el modo de hablar del príncipe? Casi incorrecto, ¿eh? No te vayas aún, Rogochin..., aunque ya veo que no te apresuras a hacerlo... Acaso me marche contigo todavía. ¿Dónde querías llevarme?

—A Ekateringov —respondió Lebediev.

Rogochin, tembloroso, miró a Nastasia Filipovna con los ojos muy abiertos. No podía creer en lo que oía, sentíase incapaz de todo, estaba aturdido, como si le hubiese dado un violento golpe en la cabeza.

—¿Qué locura se te ocurre ahora? —exclamó, espantada, Daría Alexievna.

—¿Creías que hablaba en serio? —rió Nastasia Filipovna, alzándose del sofá de un salto—. ¿Crees que sería capaz de arruinar la vida de un niño como éste? Quédese eso para Atanasio Ivanovich, amigo de buscar niños en capullo... Veámonos, Rogochin. ¡Venga el dinero! Aunque te cases conmigo, dame el dinero. ¿O crees que porque me has ofrecido casarte puedes guardarte tus billetes? ¡Vamos, hombre! Yo soy una mujer sin honor; he sido la amante de Totzky. En cuanto a ti, príncipe, quien te conviene es Aglaya Epanchina y no Nastasia Filipovna. Si te casas conmigo, Ferdychenko te señalaría con el dedo a todos. A ti no te importa, pero no quiero hacerte desgraciado ni sufrir más adelante tus recriminaciones. En cuanto al honor que te haría concediéndote mi mano, Totzky podría decir unas cuantas palabras sobre eso. Y tú, Gania, entérate de que te has engañado con Aglaya Epanchina. Si no hubieses andado regateando con ella, se habría casado contigo. ¡Así sois todos! Hay que escoger entre el trato de las mujeres honradas y el de las que no lo son. Si se anda a la vez con unas y con otras, acaba siempre enredándose todo. Mira al general, con la boca abierta...

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