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—Es posible, en efecto, que no la quisiera —repuso el bufón—. Pero hay alguien que sí la querría: el príncipe. No hace usted más que lamentarse; pero mire al príncipe... Hace rato que le estoy observando.

Nastasia Filipovna se volvió al joven con curiosidad.

—¿Es cierto? —preguntó.

—Sí —dijo él, en voz baja.

—¿Me querría usted así, sin nada?

—Sí, Nastasia Filipovna.

—¡Hola! —exclamó el general—. ¡Un nuevo incidente! Era de esperar.

Michkin fijó una mirada triste, penetrante y severa, sobre Nastasia Filipovna, que seguía examinándole.

—¡Mira lo que he encontrado! —dijo ella, dirigiéndose otra vez a Daría Alexievna—. Un bienhechor, y que habla de todo corazón lo sé. Pero es posible que acierten los que dicen que... que no es un hombre corriente. ¿De qué vivirías, príncipe, si estuvieras lo bastante enamorado para casarte con la amante de Rogochin?

—Casándome con usted, Nastasia Filipovna, me casaría con una mujer honrada y no con la amante de Rogochin —repuso Michkin.

—¿Acaso soy honrada?

—Sí.

—Eso se ve en las novelas, príncipe. Todo ello son cuentos viejos... Hoy la gente se ha vuelto más razonable y sabe que todo eso es absurdo. Además, ¿cómo se te ocurre pensar en casarte? Más falta te hace una enfermera que una mujer.

El príncipe se levantó y con voz tímida y temblorosa, pero también con el tono de un hombre profundamente convencido de lo que dice, respondió:

—No sé nada, Nastasia Filipovna, y no he visto nada de la vida; puede que tenga usted razón... Pero yo me tendría por muy honrado si usted me aceptase, en vez de creer que la honraba casándome con usted. Yo no soy nadie; mas usted ha conocido el sufrimiento y ha salido pura de un infierno semejante. Eso es mucho. ¿Por qué se siente, pues, avergonzada y dispuesta a aceptar a Rogochin? Lo ha dicho usted bajo el influjo de la fiebre. Acaba usted de devolver al señor Totzky setenta y cinco mil rublos y ha expuesto el propósito de dejarle cuanto hay en su casa. Nadie haría lo mismo. Yo... Nastasia Filipovna..., yo la amo... Soy capaz de morir por usted, Nastasia Filipovna. No permitiré a nadie que hable mal de usted, Nastasia Filipovna... Si somos pobres, yo trabajaré, Nastasia Filipovna...

Al oír las últimas palabras del príncipe, Ferdychenko y Lebediev estallaron en risas y hasta el propio general manifestó su mal humor con una especie de gruñido. Ptitzin y Totzky no lograron contener una sonrisa, aunque tan discreta como pudieron. Los demás permanecían con la boca abierta, asombrados.

—Pero acaso en vez de ser pobres seamos muy ricos, Nastasia Filipovna —prosiguió el príncipe con la misma voz tímida—. Cierto que no sé nada concreto y es lástima que nadie me haya proporcionado informes en todo el día; pero el caso es que, estando en Suiza, recibí una carta de un señor de Moscú, llamado Salazkin, y, según me dice, debo entrar en posesión de una herencia muy importante. Aquí está la carta...

Y Michkin, mientras hablaba, sacó un papel del bolsillo.

—¿Es posible que tenga los sentidos cabales? —exclamó el general—. ¡Esta es una verdadera casa de locos!

Se produjo un momento de silencio.

—Creo, príncipe, que ha dicho usted que esta carta se la enviaba Salazkin —intervino Ptitzin—. Salazkin es un hombre muy conocido en su ambiente y tiene gran reputación como agente de negocios. Si esa noticia procede de él, puede darla por segura. Afortunadamente, conozco la letra de Salazkin, porque he tenido con él relaciones financieras hace poco... Si me permite usted examinar esa carta, podré darle algún informe.

El príncipe, sin proferir una palabra, tendió el papel a Ptitzin, con mano temblorosa.

—Pero, ¿qué es esto?, ¿qué es esto? —repetía el general, con el aspecto de un demente—. ¿Es posible que exista semejante herencia?

Mientras Ptitzin leía la carta, todas las miradas se fijaron en él. Aquel nuevo incidente sobrevenido a continuación de tantas circunstancias enigmáticas intrigaba en alto grado a todos los reunidos. Ferdychenko no paraba un instante; Rogochin, inquieto, miraba ora al príncipe, ora a Ptitzin. Daría Alexievna parecía, en su expectación, pisar sobre ortigas. En cuanto a Lebediev, perdió toda su ecuanimidad, y saliendo de su rincón acercóse a Ptitzin y, doblándose en triángulo, comenzó a leer la carta sobre el hombro del prestamista, con el talante de un hombre que espera un bofetón en recompensa de lo que está haciendo.

XVI

—Es cierto —declaró Ptitzin doblando la carta y alargándola a Michkin—. En virtud de un testamento de una tía suya, testamento no discutido por nadie, va usted a poder entrar sin la menor dificultad en posesión de una gran herencia.

—¡Imposible! —barbotó el general.

La palabra restalló como un pistoletazo.

De nuevo el asombro se pintó en todos los semblantes. Ptitzin explanó, dirigiéndose en especial a Epanchin, que cinco meses antes había muerto una tía del príncipe a quien éste no conocía personalmente. La difunta, hermana mayor de la madre de Michkin, era hija de un mercader moscovita de la tercera corporación, llamado Papuchin, que había fallecido en la mayor miseria después de quebrar. Pero el hermano mayor de Papuchin, muerto también hacía poco, era un comerciante muy rico. Un año antes, sus dos hijos habían fallecido con el intervalo de un mes, y el viejo, disgustadísimo, no tardó en seguirles a la tumba. Como era viudo, toda su fortuna pasó a su sobrina, la tía del príncipe, mujer muy pobre a la sazón y recogida en casa de unos extraños. Al recibir la herencia de Papuchin, esta mujer, enferma de hidropesía, se hallaba casi moribunda; pero, con todo, hizo testamento y encargó a Salazkin que buscase al príncipe. Ni el doctor ni Michkin habían querido esperar la comunicación oficial y el último, en consecuencia, se puso en camino una vez recibida la carta de Salazkin.

—Sólo puedo decirle una cosa —concluyó Ptitzin, dirigiéndose a Michkin—, y es que todo esto debe ser completamente exacto, y que puede usted dar por hecho cuanto Salazkin le escribe respecto a la validez del testamento en su favor. Le felicito, príncipe. Va usted a recibir millón y medio, si no más. Papuchin era muy rico.

—¡Bravo por el último de los Michkin! —aulló Ferdychenko.

—¡Hurra! —añadió Lebediev con voz vinosa.

—¡Y yo que he prestado esta mañana veinticinco rublos al pobre muchacho! ¡Ja, ja, ja! Parece un cuento de hadas —dijo el general en el colmo de la estupefacción—. En fin, le felicito, le felicito.

Y abandonando su asiento fue a abrazar al príncipe. Los demás, levantándose, le rodearon también. Hasta los compañeros de Rogochin que habían abandonado el salón comenzaron a regresar. Siguió un tumulto de exclamaciones confusas; todos se empujaban; sonaban voces pidiendo champaña. Por un momento, Nastasia Filipovna fue relegada al olvido. Nadie recordaba el hecho de estar en su casa y en su reunión. Pero luego todos se acordaron a la vez de que el príncipe acababa de ofrecer casarse con ella. De modo que el último incidente daba al asunto un aspecto más extravagante todavía. Totzky, muy sorprendido, se encogía de hombros. Era el único que había quedado en su lugar mientras el resto de los reunidos se agrupaba, tumultuoso, en torno a la mesa. Todos declararon más tarde que a partir de aquel momento pareció iniciarse la locura en Nastasia Filipovna. La joven no se había levantado de su asiento y paseaba sobre todos los asistentes una mirada de asombro y sorpresa, como si no comprendiese la situación, y se esforzase en explicársela. De repente volvióse al príncipe, arrugó el entrecejo, amenazadora, y examinó a Michkin con atención. Aquello sólo duró un segundo. Tal vez hubiera pensado que todo ello constituía una broma; mas, en cualquier caso, tal idea se disipó al ver el aspecto del príncipe. Tornóse pensativa y una sonrisa, al parecer involuntaria, plegó sus labios.

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