—Ha hecho usted bien en irse de la sala —dijo—. Ahora la cosa se va a poner más agria todavía. Esta es nuestra existencia diaria. ¡Y todo por culpa de esa Nastasia Filipovna!
—Veo que aquí tienen ustedes bastantes penas, Kolia —dijo Michkin.
—Sí, muchas. Pero no merece la pena hablar de nosotros. Si sufrimos es por nuestra culpa. En cambio, yo tengo un íntimo amigo... ¡y ése sí que es desgraciado! ¿Quiere usted que se lo presente?
—Con mucho gusto. ¿Es algún camarada suyo?
—Sí, casi un camarada. Ya se lo explicaré todo más adelante. Dígame: ¿qué le parece Nastasia Filipovna? ¿Verdad que es muy hermosa? Yo no la había visto nunca, y no por falta de ganas. Y me ha deslumbrado. Si Gania se casase con ella por amor, se lo perdonaría, pero ¡que haya de recibir dinero! ¡Eso es deplorable!
—No simpatizo mucho con su hermano.
—¡No me extraña! Después que... Pero yo no miro esas cosas como suelen mirarse. Porque un loco, un imbécil, o un granuja, en un paroxismo de locura, dé una bofetada a alguien, éste ya queda deshonrado para toda la vida, a menos que lave la injuria con sangre o su agresor le pida perdón de rodillas. Esto, para mí, es absurdo y despótico. «La mascarada» de Lermontov se funda en esto, mas, a mi juicio, es una estupidez. O, mejor dicho, quiero indicar que no es natural. Claro que Lermontov era casi un niño cuando escribió ese drama...
—Su hermana me parece una mujer muy agradable.
—Es muy valiente. ¡Hay que ver cómo ha escupido a Gania en la cara! Usted no ha hecho lo mismo, aunque estoy seguro de que no por falta de valor. Pero mírela: ahí viene. En hablando del rey de Roma... Ya sabía yo que vendría: es una mujer muy noble, aunque tiene sus defectos...
Varia comenzó por increpar a su hermano.
—¡Ea, largo de aquí! Éste no es tu sitio. Vete con papá. ¿Le ha molestado Kolia, príncipe?
—No, al contrario.
—¡Ya estás con ganas de gruñir, Varia! Esto es lo que tienes de malo. Por cierto que yo pensaba que papá se había ido con Rogochin. Seguramente lamenta ya no haberle acompañado. Voy a ver qué hace —dijo Kolia, saliendo.
—Gracias a Dios, he convencido a mamá de que se acueste y no ha habido más disputas —manifestó Varia—. Gania está avergonzado y muy deprimido. Y tiene motivos para estarlo. ¡Qué lección! He venido, príncipe, para darle las gracias y para hacerle una pregunta. ¿No conocía usted antes a Nastasia Filipovna?
—No, no la conocía.
—Entonces, ¿cómo le ha dicho que no es lo que finge? Parece que ha adivinado usted. Es muy posible, en efecto, que esa mujer no sea así. ¡Pero no seré yo quien me ocupe en descifrar su carácter! Es evidente desde luego que acudía con intención de molestarnos. He oído antes de ahora contar ciertas cosas extrañas a propósito de ella. Y, si quería invitarnos, ¿por qué empezó mostrándose grosera con mamá? Ptitzin la conoce bien y afirma que no comprende la conducta de que alardeó al principio. Y luego, ese Rogochin... Una mujer que se respete no puede tener una conversación así en casa de su... Mamá está muy inquieta por usted...
—No hay motivo —dijo Michkin, con un expresivo ademán.
—¡Hay que ver lo dócil que esa mujer ha estado con usted, príncipe!
—¿Dócil?
—Usted le ha dicho que era una vergüenza para ella obrar así e inmediatamente ha cambiado por completo. ¡Tiene usted mucha influencia sobre ella! —comentó Varia, con una leve sonrisa.
Se abrió la puerta y con gran sorpresa de los interlocutores, Gabriel Ardalionovich entró en la habitación.
La presencia de su hermana no le desconcertó en lo más mínimo. Permaneció unos instantes en el umbral y después adelantó resueltamente hacia Michkin.
—Príncipe, he cometido una cobardía. Perdóneme, amigo mío —dijo con acento emocionado.
Su semblante expresaba vivo sufrimiento. El príncipe le miró con extrañeza y no contestó.
—¡Perdóneme, perdóneme! —suplicó Gania ¡Si quiere, le besaré la mano!
Michkin, muy enternecido, tendió los brazos a Gania, sin decir palabra. Los dos se abrazaron con un sentimiento sincero.
—Yo distaba mucho de juzgarle mal —manifestó el príncipe, respirando con dificultad—. Pero me parecía usted incapaz de...
—¿Incapaz de reconocer mis errores? Y, por mi parte, ¿de qué había sacado yo antes que era usted un idiota? Usted siempre repara en lo que no reparan los demás. Con usted se podría hablar de... Pero más vale callar.
—Hay otra persona ante la que debe usted reconocerse culpable —dijo Michkin, señalando a Varia.
—La enemistad de mi hermana conmigo es definitiva ya. Esté seguro, príncipe, de que hablo con fundamento. Aquí nunca se perdona nada sinceramente —replicó Gania con viveza, apartándose de Varia.
—Te engañas —dijo Varia—. Sí, te perdono.
—¿E irás esta noche a casa de Nastasia Filipovna?
—Iré si me lo exiges, pero yo soy la que te pregunto: ¿No crees absolutamente imposible que la visite en las circunstancias actuales?
—No. Nastasia Filipovna es muy amiga de plantear enigmas. Pero todo ha sido un juego.
Y Gania sonrió con amargura.
—Ya sé que esa mujer no es así y que todo ello constituye un juego por su parte. Pero, ¡qué juego! ¿No ves, además, por quién te toma, Gania? Cierto que ha besado la mano de mamá; admito también que su insolencia fuera ficticia; mas, aparte eso, hermano, se ha burlado de ti. Te aseguro que setenta y cinco mil rublos no compensan semejante cosa. Te hablo así porque sé que eres aún capaz de sentimientos nobles. Tampoco tú debieras ir. Ten cuidado. Esto no puede terminar bien.
Y Varia, muy agitada, salió precipitadamente de la habitación.
—He aquí el modo de ser de los de esta casa —dijo Gania, sonriendo—. ¿Es posible que imaginen que yo ignoro todo lo que me predican? ¡Lo sé tan bien como ellos!
Y se sentó en el diván con evidente deseo de alargar la visita.
—Entonces yo me pregunto —repuso Michkin con timidez— cómo puede ser que esté usted decidido a afrontar un tormento así sabiendo que setenta y cinco mil rublos no lo compensan.
—Yo no hablaba de eso —murmuró Gania—. Pero ya que viene a propósito, dígame: ¿Cree usted que setenta y cinco mil rublos valen la pena de sufrir ese «tormento»?
—A mi juicio, no.
—Ya sabía que usted opinaría así. ¿Y cree vergonzoso casarse en esas condiciones?
—Muy vergonzoso.
—Pues sepa usted que me casaré, y que ahora estoy absolutamente decidido. Hace un rato aún titubeaba, pero ahora, no. No me haga observaciones. Todo lo que usted pueda decirme lo sé de antemano.