—Has perdido la cabeza —le dijo en voz baja—. Hazte cargo de la casa en que te encuentras. Estás borracho. Vas a hacer que llamen a la policía.
—Fantasea bajo los efectos de la bebida —insinuó, Nastasia Filipovna.
—No fantaseo. El dinero estará preparado esta tarde. Ptitzin, usurero, cuento contigo. Necesito cien mil rublos para esta tarde al interés que quieras. Yo probaré que no vacilo ante nada —exclamó Rogochin, más exaltado cada vez.
Ardalion Alejandrovich, profundamente irritado, al parecer, se acercó de pronto a Rogochin, y gritó amenazador:
—¿Quiere decirme qué significa esto?
El silencio observado hasta entonces por el general hacía harto grotesca aquella salida imprevista. Se oyeron risas.
—¡Vaya una ocurrencia! —dijo Rogochin, con una carcajada—. Ea, buen viejo, acompáñanos y te pagaremos unas copas.
—¡Qué cobardía! —exclamó Kolia, con lágrimas de vergüenza y de indignación.
—¿Es posible que no haya entre todos un hombre capaz de echar de casa a esa desvergonzada? —gritó bruscamente Varia, temblando de cólera.
—¡Me ha llamado desvergonzada! —comentó Nastasia Filipovna con jovialidad despectiva—. ¡Y yo que venía, como una tonta, a invitarlas a mi velada! ¡Mire cómo me trata su hermana, Gabriel Ardalionovich!
El arranque de Varia había dejado abrumado a Gania por un momento. Pero ahora, viendo que Nastasia Filipovna iba a marcharse en realidad, se lanzó a su hermana como un energúmeno y le cogió la mano.
—¿Qué has hecho? —aulló, mirándola de tal modo que parecía resuelto a darle de golpes.
Estaba realmente fuera de sí; era incapaz de todo raciocinio.
—¿Qué he hecho? ¿Por qué tiras de mí? ¿Quieres que vaya a pedirle perdón después de haberse presentado aquí para insultar a tu madre y deshonrar tu casa, miserable? —respondió Varia, mirando a su hermano con expresión soberbia y provocativa.
Por unos momentos ambos permanecieron frente a frente. Gania seguía oprimiendo la mano de su hermana entre la suya. Por dos veces, Varia intentó soltarse y al fin, ante la impotencia de sus esfuerzos, enfurecióse y escupió en la cara a su hermano.
—¡Valiente muchacha! —gritó Nastasia Filipovna—. ¡Bravo, Ptitzin! ¡Le felicito!
Una nube oscureció los ojos de Gania. Perdiendo el dominio de sí mismo, alzó la mano sobre el rostro de su hermana. Pero cuando iba a descargar el golpe, un brazo sujetó el suyo. Michkin acababa de interponerse.
—¡Basta, basta! —gritó con firmeza, aunque su extraordinaria agitación le hacía temblar de cabeza a pies.
—¿Es que he de encontrarte eternamente en mi camino? —clamó Gania, en el paroxismo de la ira.
Y soltando a su hermana asestó al príncipe un violento bofetón.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Kolia, golpeándose las manos.
Por todas partes se elevaron exclamaciones. Michkin palideció. Miró a Garúa fijamente con una viva expresión de reproche, sus labios temblorosos hicieron un esfuerzo para hablar y al fin se contrajeron en una extraña sonrisa.
—Es igual. Siendo a mí no me importa... Pero no habría tolerado que maltratase a su hermana —murmuró al fin.
Y luego, como si el ver a Gania le causase dolor, se apartó de él y, cubriéndose el rostro con las manos, se retiró a un rincón, volvió el semblante hacia la pared y murmuró, con voz entrecortada:
—Esta acción ha de avergonzarle mucho, Gabriel Ardalionovich.
Gania parecía aterrorizado. Kolia estrechó a Michkin entre sus brazos y le colmó de consuelos. Tras él fueron a agruparse en torno a Michkin, Rogochin, Vania, Ptitzin, Nina Alejandrovna y todos los demás, sin exceptuar al general Ivolguin.
—¡No es nada, no es nada! —decía el príncipe, siempre con la misma extraña sonrisa en los labios.
—¡Gania se arrepentirá! —gritó Rogochin—. ¡Debía darte vergüenza, Gania, haber pegado a este... corderito! —reprochó, sin encontrar frase más adecuada—. Querido príncipe, escúpele a la cara y vente conmigo. ¡Ya verás cómo sabe querer Rogochin!
Nastasia Filipovna había quedado también muy impresionada por la conducta de Gania y la reacción del príncipe. Su falsa alegría, que tan poco armonizaba con su rostro habitualmente pálido y soñador, pareció dejar el sitio a un sentimiento nuevo. Se advertía, sin embargo, que la joven quería luchar contra tal impulso y conservar su expresión irónica.
—Realmente, creo haber visto su cara en algún sitio —observó de pronto con acento grave, recordando que ya se le había ocurrido antes la misma idea.
—¿No le da vergüenza obrar de ese modo? ¿Es posible que sea usted lo que finge ser, Nastasia Filipovna? —exclamó el príncipe repentinamente.
Aquellas palabras de censura y la emoción sincera con que Michkin las pronunció, sorprendieron a Nastasia Filipovna. Sin duda para disimular, sonrió, aunque algo turbada, lanzó una mirada a Gania y se fue del salón. Pero antes de llegar a la antesala volvió de improviso, cogió la mano de Nina Alejandrovna y se la llevó, a los labios.
—El príncipe me ha comprendido: no soy en efecto así —murmuró con voz conmovida y precipitada, mientras un súbito rubor coloreaba su rostro.
Y girando sobre sus talones, salió tan de prisa que nadie pudo acertar el motivo de que hubiese vuelto a entrar. Solamente se le había visto dirigirse en voz alta a Nina Alejandrovna y se había creído observar que le besaba la mano. Pero ni un solo detalle de esta rápida escena había escapado a Varia, y cuando la visitante se fue, la joven la miró con sorpresa.
Gania, recuperando la conciencia de sí mismo, se precipitó en pos de Nastasia Filipovna y pudo alcanzarla en la escalera.
—No me acompañe —dijo ella—. Hasta la noche. No deje de acudir.
Él tornó al piso, turbado, inquieto, oprimido por un enigma que gravitaba sobre su ánimo más pesadamente que nunca. El recuerdo de la ofensa inferida a Michkin relampagueó en su cerebro. A su lado pasó como una tromba toda la banda de Rogochin, que salía hablando acaloradamente. En la precipitación de su marcha casi derribaron a Gania, quien estaba tan absorto que apenas lo notó. Rogochin iba acompañado por Ptitzin, a quien interpelaba con vehemencia, al parecer sobre algo muy importante.
—¡Has perdido, Gania! —gritó al salir.
Gabriel Ardalionovich siguióle con ojos preocupados hasta que le vio desaparecer.
XI
El príncipe abandonó el salón y se retiró a su cuarto, donde Kolia acudió a consolarle. El pobre muchacho, ahora, parecía incapaz de separarse de Michkin.