—¡Es usted un monstruo! —exclamó Nastasia Filipovna, riendo y palmoteando como una niña.
—¡Bravo, bravo! —gritó Ferdychenko.
Ptitzin no pudo reprimir una sonrisa, aunque le había disgustado también la aparición del general. El propio Kolia, que tan intranquilo parecía antes, acogió con aplausos y risas el relato de su padre.
—Y yo estaba en mi derecho y me sobraba la razón —prosiguió triunfalmente el general—, porque si está prohibido fumar en el tren, con mayor motivo está prohibido llevar perros.
—¡Bravo, papá! —exclamó Kolia con entusiasmo—. ¡Es magnífico! Yo habría hecho sin duda lo mismo que tú. ¡Desde luego!
—¿Y qué le pareció aquello a la señora? —preguntó Nastasia Filipovna, impaciente por conocer el desenlace de la aventura.
—Aquí es precisamente donde el incidente se convierte en desagradable —repuso el general arrugando el entrecejo—. Sin decir una palabra, sin advertencia alguna, la señora me asestó una bofetada. ¡Cuando le digo que era una mujer estrafalaria!
—¿Y qué hizo usted entonces?
El general bajó la vista, arqueó las cejas, encogió los hombros, apretó los labios, abrió los brazos y, tras un instante de silencio, dijo bruscamente:
—No pude contenerme.
—Y, ¿le pegó duro?
—Le aseguro que no. Se produjo un escándalo, pero no le pegué con fuerza. Me limité a defenderme, a rechazar el ataque. Desgraciadamente, todo el asunto parecía organizado por el mismo demonio. La señora del vestido azul resultó ser una inglesa, institutriz en casa de la princesa Bielokonsky, y la dama de negro era la mayor de las hijas de la princesa, una soltera de treinta y cinco años. Sabida es la intimidad que existe entre el general Epanchin y esa familia. Hubo lágrimas, desmayos, se vistió luto por el perrillo favorito, las seis hijas de la princesa unieron sus lágrimas a las de la institutriz... En resumen: el fin del mundo. Desde luego yo presenté excusas, escribí una carta... Pero no se me quiso recibir ni a mí ni a mi carta. De allí resulté mi ruptura con los Epanchin y finalmente mi expulsión del ejército.
—Dispénseme —interrumpió Nastasia Filipovna—. ¿Cómo se explica usted que hace seis días se haya publicado exactamente la misma historia en la «Indépendence», periódico con recibo con regularidad? ¡Es exactamente la misma! Esta anécdota sucedió en un tren de una línea renana entre un francés y una inglesa, y en ella figuran también un cigarro arrancado de las manos y un faldero arrojado por la ventanilla, y hasta el desenlace es igual que el de su aventura. Incluso el vestido de la dama era azul celeste...
El general se puso muy encarnado. Kolia, no menos confuso que su padre, se llevó ambas manos a la cabeza. Ptitzin volvió la cara rápidamente. Tan sólo Ferdychenko continuó riendo. En cuanto a Gania, estaba sobre un verdadero potro de tortura desde el principio de la conversación.
—Le aseguro —balbució Ardalion Alejandrovich— que a mí me ha sucedido lo mismo...
—Papá —afirmó altivamente Kolia— tuvo, en efecto, no sé qué disgusto con la Schmidt, la institutriz de los Bielokonsky... ¡Me acuerdo muy bien!
—¡Qué coincidencia tan rara! ¡Los incidentes exactamente iguales en los dos extremos de Europa! —prosiguió Nastasia Filipovna, implacable—. Ya le enviaré la «Indépendence Beige».
—Pero repare —observó el general— que mi aventura sucedió dos años antes...
—Verdaderamente, eso implica una diferencia —repuso la visitante, que lloraba ya a fuerza de tanto reír.
—Quiero decirte dos palabras en privado, papá —intervino Gania con voz temblorosa.
Y maquinalmente asió el hombro de su padre. En la mirada del joven se leía un odio infinito.
En aquel momento resonó un violento campanillazo. Alguien había tirado del cordón hasta casi romperlo, lo que hacía prever una visita excepcional. Kolia se precipitó a abrir la puerta.
X
En la antesala se produjo un vivo barullo, como si hubiesen entrado varias personas en tropel y todavía continuara la invasión. Sonaban diversas voces al mismo tiempo y algunas de ellas en la escalera, de lo que podía deducirse que la puerta no estaba cerrada aún. Todos se miraron unos a otros, como preguntándose de qué género podía ser semejante visita. Gania se precipitó al comedor, donde ya se habían introducido varios sujetos.
—¡Aquí está el Judas! —gritó una voz conocida de Michkin—. ¡Buenos días, Gania, grandísimo granuja!
—¡Es él, él en persona! —exclamó otra voz.
Michkin no podía dudar ya. El primero que había hablado era Rogochin; el segundo Lebediev.
Gania, petrificado en el umbral del salón, asistió silenciosamente a la entrada en el comedor de los diez o doce hombres que componían el acompañamiento de Rogochin, sin que se le ocurriera impedirla. El grupo, muy heterogéneo, se distinguía en particular por su desorden e incoherencia, sí que también por su escasa educación. Varios habían penetrado sin quitarse sus abrigos o pellizas. Aunque no ebrios en absoluto, todos parecían bastante animados. Para tener el valor de entrar, cada uno de ellos necesitaba sentir el contacto de los otros, porque ninguno habría osado invadir la casa por sí solo.
En consecuencia irrumpían en columna cerrada. El mismo Rogochin avanzaba con circunspección a la cabeza de su partida. Pero era evidente que albergaba intenciones concretas; ello se leía en su rostro sombrío y preocupado. Los demás eran simples comparsas que había reclutado para auxiliarle en caso de necesidad. Entre los tales figuraba, además de Lebediev, el fatuo Zaliochev, que se había despojado del abrigo en el recibidor y se mostraba muy afectadamente distinguido y muy orgulloso de su cabello rizado. Le acompañaban dos o tres personajes del mismo estilo, sin duda alguna hijos de comerciantes. También integraban la banda un estudiante de medicina, un polaco que se había incorporado al grupo no se sabia dónde, un hombrecillo grueso que reía incesantemente, un individuo que vestía un sobretodo de hechura militar, y, en fin, un hombre gigantesco, como de seis pies de alto, muy robusto, taciturno y sombrío y que fiaba mucho, según se advertía a primera vista, en el valor de sus puños. Dos señoras desconocidas miraban desde el descansillo, sin aventurarse a entrar. Kolia les cerró la puerta en el mismo rostro.
—Buenos días, grandísimo granuja de Gania. No esperabas a Parfen Semenovich Rogochin, ¿eh? —repitió el joven comerciante mirando a la cara a Gania, que aún continuaba inmóvil en el umbral del salón.
En aquel momento distinguió en la estancia, frente a él, a Nastasia Filipovna. Evidentemente, Rogochin no contaba encontrarla allí, porque el verla le produjo un efecto extraordinario. Palideció de tal modo, que hasta sus labios perdieron el color.