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Ferdychenko adueñóse del general y le presentó:

—Ardalion Alejandrovich Ivolguin —dijo el general muy solemne—, un soldado veterano caído en desgracia y padre de una familia que ve con satisfacción la perspectiva de poder llegar a contar entre sus miembros una tan encantadora...

No concluyó. Ferdychenko se apresuró a acercarle una silla sobre la que Ardalion Alejandrovich se dejó caer pesadamente, ya que después de comer solía sentir siempre flojedad en las piernas. Pero esta circunstancia no le desconcertó. Sentado frente a Nastasia Filipovna, lentamente, con una galantería exquisita llevóse a los labios los dedos de la visitante. Ardalion Alejandrovich no perdía el aplomo con facilidad. Aparte cierto descuido en la indumentaria, su apariencia era bastante correcta, y lo sabía muy bien. Por otra parte, había vivido siempre en un ambiente muy distinguido y sólo desde hacía dos años o tres se hallaba excluido de la buena sociedad. A partir de entonces habíase entregado a diversos excesos, pero conservaba su naturalidad y distinción de maneras. Nastasia Filipovna pareció muy complacida por la aparición de Ivolguin, de quien, desde luego, había oído hablar con anterioridad.

—He oído decir que mi hijo... —principió él.

—Sí, sí, su hijo... Pero, ¿sabe que es usted también un papá muy arrogante? ¿Por qué no me visita nunca? ¿Es que se esconde usted o que le esconde su hijo? Usted podría visitarme sin comprometer a nadie...

—Los hijos y los padres del siglo diecinueve... —comenzó otra vez el general.

—Nastasia Filipovna, dispense por un momento a mi marido. Le buscan fuera —intervino Nina Alejendrovna en voz alta.

—¿Que le dispense? ¡Oh, permítame! ¡Hace tanto que deseaba conocer al general! ¡He oído hablar de él tan a menudo! ¿Qué ocupaciones puede tener? ¿No está retirado? ¿Verdad que no me abandonará, general?

—Le prometo que volverá luego. Pero ahora necesita descanso.

—¡Necesita usted descanso, según dicen, Ardalion Alejandrovich! —exclamó Nastasia Filipovna con el rostro descontento y enfurruñado de una niña caprichosa a la que se quita un juguete.

Pero el general no se prestó de buen grado al subterfugio e hizo todo lo posible para convertir su situación en más absurda que antes.

—¡Querida, querida! —dijo con tono de reproche y mucha solemnidad, dirigiéndose a su mujer y llevándose la mano al corazón.

—¿No se irá usted de aquí, mamá? —preguntó Bárbara Ardalionovna en voz alta.

—No, hija: me quedaré hasta el fin.

Nastasia Filipovna no pudo dejar de oír la pregunta y la respuesta, pero no le produjeron otro efecto sino el de ponerla de mejor humor. En seguida comenzó a abrumar a preguntas al general. Cinco minutos más tarde, Ardalion Alejandrovich peroraba en inmejorable disposición de ánimo entre carcajadas de los reunidos.

Kolia tiró de la manga al príncipe.

—¡Debe usted llevárselo de aquí, sea como fuere! ¡Se lo ruego! ¡Parece mentira! —Y en los ojos del pobre muchacho brillaban lágrimas de indignación—. ¡Maldito Gania! —agregó para sí.

El general seguía contestando con gran verbosidad a las preguntas de Nastasia Filipovna.

—He tenido, en efecto, mucha amistad con Ivan Fedorovich Epanchin. Él, yo y el difunto príncipe León Nicolaievich Michkin, a cuyo hijo he abrazado hace poco, después de no verle durante más de veinte años, éramos inseparables, una cosa así como los tres mosqueteros: Athos, Porthos y Aramis. Pero, ¡ay!, uno yace en la tumba, muerto por una calumnia y por una bala, otro se encuentra ante usted luchando también con las calumnias y las balas...

—¿Con las balas? —exclamó Nastasia Filipovna.

—Aquí están en mi pecho, y aun me duelen cuando el tiempo cambia. Las recibí en el asedio de Kars. En los demás sentidos, vivo como un filósofo: paseo, juego a las damas en el café, como un burgués retirado de los negocios, y leo la Indépendence. En cuanto a Epanchin, nuestro Porthos, no mantengo relaciones con él desde un incidente que me sucedió hace tres años en el tren, por culpa de un falderillo...

—¿De un falderillo? ¿Qué le pasó? —dijo, con viva curiosidad, la visitante—. ¿Un incidente a propósito de un faldero? ¿Y en el tren? —añadió, como si las palabras del general le recordasen algo conocido.

—Fue un incidente tonto, que casi no merece mención. Me sucedió con la señora Schmidt, institutriz en casa de la princesa Bielokonsky. Pero no vale la pena de referirlo.

—¡Sí! ¡Cuéntelo! —exclamó Nastasia Filipovna, jovial.

—Yo no había oído hablar de ello antes —observó Ferdychenko «C'est du noveau.»

—¡Ardalion Alejandrovich! —exclamó Nina Alejandrovna, suplicante.

—¡Papá: ahí fuera preguntan por usted! —manifestó Kolia.

—La historia es estúpida y puede ser contada en dos palabras —empezó el general, con aire de suficiencia—. Hace dos años, poco más o menos, se acababa de inaugurar la línea férrea de... Teniendo que hacer un viaje de mucha importancia relacionado con mi retiro, me puse un traje civil y fui a la estación. Tomo allí un billete de primera clase, subo al tren, me siento y empiezo a fumar. O mejor dicho, continúo fumando, porque tenía el cigarro encendido antes de subir al coche. Yo iba solo en el departamento. No está permitido fumar, pero tampoco prohibido, así que es una cosa sentida a medias. Además, estaba abierta la ventanilla. De pronto, en el momento de ir a salir el convoy, dos señoras que llevan un falderillo suben al departamento y se instalan frente a mí. La una ostenta un lujoso vestido azul celeste. La otra, de apariencia más modesta, viste un traje de seda negra, con esclavina. Las viajeras tienen un aspecto importante, miran en torno con altivez y hablan en lengua inglesa. Yo, naturalmente, continúo fumando como si tal cosa. Para ser más exacto, debo decir que vacilé un momento, pero en seguida me dije: «Puesto que la ventanilla va abierta, el humo no puede molestarlas.» El faldero va sobre las rodillas de la señora de azul. Es muy pequeño, no mayor que mi puño, negro, con las patas blancas y muy raro. Luce un collar de plata con una inscripción. Yo prosigo fumando sin preocuparme de mis compañeras de viaje, aunque noto que parecen desazonadas. Sin duda es mi cigarro el que las pone de mal humor. Una de ellas me mira a través de sus impertinentes de carey. Pero yo sigo impasible. ¡Como no dicen nada! Si me hubiesen indicado algo, hecho una alusión, cualquier cosa... ¡Para algo se tiene lengua! Pero no; callan. De improviso, sin la menor advertencia previa, como si se volviese loca repentinamente, la dama del vestido azul me arranca el cigarro de las manos y lo tira por la ventanilla. El tren vuela. Yo la miro asombrado. Es una mujer estrafalaria, realmente estrafalaria, gruesa, de saludable aspecto, corpulenta, rubia, de mejillas rosadas (y hasta demasiado rosadas ¿saben?). Sus ojos, fijos en mí, exhalan relámpagos. Sin pronunciar una palabra, con perfecta cortesía, una cortesía casi refinada, me adelanto hacia el faldero, lo cojo por el cuello y, ¡zas!, lo envío a hacer compañía al cigarro. No tuvo tiempo más que de lanzar un ligero ladrido. Y el tren continuó su carrera...

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