—¿Recuerda usted —continuó Aglaya— que el príncipe me escribió cuando vivía con usted? Según él dice, usted conoce la carta. Al recibirla, lo comprendí todo muy bien. Y hace poco él me ha confirmado, palabra por palabra, lo que acabo de decir. Después de la carta, esperé. Yo adivinaba que usted volvería, porque no puede prescindir de San Petersburgo. Es usted demasiado joven y bella para vivir en provincias. Esta expresión no es propia —dijo Aglaya ruborizándose, sin que tornara ya a recobrar sus colores naturales durante toda la conversación—. Cuando volví a ver al príncipe participé de todo corazón en su dolor y ofensa. No se ría, no se ría: es usted indigna de comprender esto. —Bien ve que no me río— contestó Nastasia Filipovna con acento severo y entristecido.
—De todos modos, no me importa. Puede reír cuanto quiera. Cuando interrogué al príncipe me dijo que no la amaba hacía tiempo, que incluso el recordarla le era penoso, pero que se compadecía de usted y al recordarla sentía el corazón desgarrado. Debo añadir que este hombre es el más noble, ingenuo y confiado que he conocido jamás. Desde que le vi adiviné que era capaz de ser engañado por el primero que le hablara, y además capaz de perdonar a todo el que le engaña. Por eso le he amado...
Aglaya se interrumpió por un momento, preguntándose con asombro cómo había emitido semejante palabra. Pero a la vez un infinito orgullo resplandecía en su mirada. Parecía tenerle sin cuidado que «aquella mujer» se mofase de la confesión que acababa de escapársele.
—Ya he dicho cuanto deseaba decir. ¿Ha comprendido lo que espero de usted?
—Acaso —repuso Nastasia Filipovna—. Pero no obstante, dígalo.
Aglaya, con el rostro inflamado por la ira, pronunció con tono firme, recalcando mucho las palabras:
—Quiero preguntarle con qué derecho interviene usted en mis sentimientos, con qué derecho se permite escribirme, con qué derecho declara usted a cada instante al príncipe y a mí, que le ama, después de haberle abandonado de manera tan ofensiva e innoble.
—No le he dicho ni a él ni a usted que le amo —repuso con esfuerzo Nastasia Filipovna—... y es cierto que le he abandonado —añadió con voz casi ininteligible.
—¿Cómo que no? ¿Y sus cartas? —replicó Aglaya con violencia—. ¿Quién le ha pedido que se mezcle en nuestros asuntos? ¿Por qué me excita a casarme con él? ¿Por que se obstina en imponernos su mediación? Al principio pensé que usted, entrometiéndose así, deseaba hacer que yo le odiase y rompiera con él. Pero luego he comprendido la verdad. Usted se figura que con todas esas extravagancias realiza usted una buena acción. Dígame: ¿puede acaso amar a un hombre cuando ama tanto su propia vanidad? ¿Por qué no se ha marchado usted tranquilamente en vez de escribirme esas cartas ridículas? ¿Por qué no se casa usted con el hombre magnánimo que tanto la ama y le ha hecho el honor de pedir su mano? La respuesta es muy sencilla: una vez casada con Rogochin, dejaría de ser usted una mujer envilecida e incluso alcanzaría una posición honrosa en la sociedad. Eugenio Pavlovich dice que usted ha leído mucha poesía y que es «demasiado instruida para su situación». Él la considera una víctima de las lecturas y de la ociosidad. Añada a eso su vanidad, y todo queda claro.
—Y usted, ¿no es una ociosa?
Como se ve, la explicación entre las rivales degeneraba inopinadamente en violenta disputa. Decimos inopinadamente porque Nastasia Filipovna, al dirigirse a Pavlovsk, acariciaba todavía ciertos sueños aun cuando, ello aparte, más bien recelase una entrevista tormentosa que lo contrario. Pero Aglaya se había dejado arrastrar por la impetuosidad de su carácter y no supo negarse a la satisfacción de dar expresión a sus sentimientos. La propia Nastasia Filipovna se extrañó al ver el arrebato de la joven. Mirábala no queriendo creer en lo que sucedía e incluso se sintió llena de desconcierto. Fuese que hubiera leído demasiada poesía como juzgaba Radomsky, o que estuviese loca, según estimaba el príncipe, aquella mujer, a veces tan cínica e insolente en sus maneras, era en el fondo, mucho más púdica, tierna y confiada de lo que pudiera suponerse a primera vista. Cierto que existían en ella aspectos fantásticos, quiméricos y novelescos; pero poseía también energía y profundidad de carácter. Michkin, comprendiéndolo, no pudo ocultar el sufrimiento que le embargaba. Aglaya se estremeció de cólera al advertirlo.
—¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo? —dijo con infinito desdén contestando a la observación de Nastasia Filipovna.
—Debe haberme entendido mal —repuso Nastasia Filipovna, sorprendida—. ¿De qué modo le he hablado?
—Si era usted una mujer honrada, ¿por qué no abandonó a su seductor con sencillez y sin escenas teatrales? —preguntó Aglaya bruscamente.
—¿Y quién es usted ni qué sabe de mí para juzgar de mi situación? —replicó Nastasia Filipovna, pálida y temblorosa.
—Sé que no abandonó a Totzky para ponerse a trabajar, sino que fue con el opulento Rogochin para adoptar aires de ángel caído. ¡No me hubiera extrañado que Totzky hubiese sido hasta capaz de suicidarse para huir de semejante ángel caído!
—¡Basta! —atajó Nastasia Filipovna con voz dolorida y disgustada—. Usted me mira como si fuese... la doncella de Daría Alexievna, que ha ido a reclamar ante el jurado contra su novio... Pero esa misma mujer me comprendería mejor que usted.
—Que yo sepa, quien usted dice es una muchacha honrada y vive de su trabajo. ¿Por qué considera a una doncella con ese desprecio?
—Mi desprecio no se refiere al trabajo, sino a usted cuando habla del trabajo.
—Si usted hubiese querido ser honrada, se habría dedicado a lavandera.
Las dos se levantaron y se miraron cara a cara. Estaban palidísimas.
—¡Cállese, Aglaya! ¡Es usted muy injusta! —exclamó Michkin, fuera de sí.
Rogochin no sonreía ya. Escucliaba atentamente apretando los labios, con los brazos cruzados.
—¡Miren, miren qué señorita! —dijo Nastasia Filipovna, estremeciéndose de ira—. ¡Y yo que la tenía por un ángel! ¿Ha venido usted sin institutriz, Aglaya Ivanovna? ¿Quiere usted que le diga, en el acto y sin rodeos, por qué ha venido aquí? Pues ha venido porque tiene miedo...
—¿Miedo de usted? —repuso la joven, profunda e ingenuamente extrañada al oír a su interlocutora hablarle con tal atrevimiento.
—Sí, de mí. Cuando se ha decidido a visitarme, es porque me teme. A quien se teme no se le desprecia. ¡Y pensar en lo mucho que la he apreciado hasta hace un momento! ¿Sabe usted por qué me teme y cuál es ahora su finalidad principal? Usted ha querido saber en persona cuál de nosotras dos ama más al príncipe, porque está usted horriblemente celosa...
—Él mismo me ha dicho que la odiaba... —articuló Aglaya con dificultad.
—Es posible... Quizá yo no merezca... Pero creo que miente usted. ¡Él no ha podido decir semejante cosa! De todos modos, teniendo en cuenta... su situación, estoy dispuesta a perdonarla. Sólo que tenía mejor opinión de usted; le aseguro que le creía más inteligente... e incluso más hermosa. Ea, llévese su tesoro. Ahí le tiene, mirándole embobado. Lléveselo, pero con una condición: que se vaya de aquí inmediatamente. ¡En el acto!