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—Veo que está usted preparado, vestido para salir y con el sombrero al alcance de la mano. ¿Quién le ha prevenido? ¿Hipólito?

—Sí —balbució el príncipe, más muerto que vivo—. Me indicó...

—Vamos. Ya sabe usted que preciso su compañía. Supongo que estará en condiciones de salir...

—Sí, pero ¿es posible...?

Se interrumpió y no supo decir más. No hizo nuevas tentativas para convencer a la insensata joven y la siguió como un esclavo. Pese a la confusión de sus ideas el príncipe comprendía que, de no acompañarla, ella acudiría sola a la cita, y por consecuencia su deber consistía en ir con ella. No osó luchar contra una decisión que juzgaba irrevocable. Apenas cambiaron una palabra mientras andaban. Michkin advirtió que su compañera conocía bien el camino. Cuando le proponía seguir una calle menos frecuentada, ella respondía con sequedad: «No importa».

Al acercarse a casa de Daría Alexievna, que era un edificio de madera viejo y grande, salían de ella una dama elegante y una muchacha joven. Ante la puerta esperaba un coche magnífico. Las dos mujeres subieron a él, riendo y hablando en voz muy alta, sin mirar siquiera a los que se acercaban, como si no los viesen. Cuando el carruaje se fue, la puerta se abrió. Michkin y Aglaya fueron recibidos por Rogochin, quien esperaba ya su llegada. Una vez dentro, Rogochin cerró apresuradamente la puerta.

—Estamos solos los cuatro en la casa —dijo, mirando a Michkin con extraña expresión.

En la primera estancia los aguardaba Nastasia Filipovna, muy sencillamente ataviada, con un vestido negro. Se levantó al entrar los visitantes, pero sin sonreír ni siquiera tender la mano a Michkin. Su mirada fija e inquieta se posó en Aglaya. Ambas se acomodaron a cierta distancia una de otra. Aglaya en un diván del rincón, Nastasia Filipovna junto a la ventana. Los dos hombres quedaron en pie; nadie los invitó a sentarse. Michkin fijó en Rogochin una mirada perpleja y angustiada. Parfen Semenovich conservaba su extraña sonrisa. El silencio se prolongó algunos instantes.

De pronto, los rasgos del semblante de Nastasia Filipovna adquirieron una expresión siniestra. Sus ojos, ahora tenaces, rencorosos y duros, parecían clavarse en el rostro de Aglaya. Ésta se hallaba confusa, sin duda, pero no intimidada. Al entrar no miró apenas a su rival y, al sentarse, inclinó la vista y así permaneció, como si no supiese decidirse a empezar. Dos veces, involuntariamente al parecer, miró en torno suyo y su rostro manifestó un disgusto muy intenso, como si temiese contaminarse allí. Arreglóse el vestido con ademán maquinal y en un momento determinado incluso cambió de postura y se apartó más en el diván. Probablemente todo aquello era más inconsciente que meditado, pero esa misma inconsciencia lo hacía más ofensivo. Al fin contempló con resolución a Nastasia Filipovna y en el acto leyó claramente cuanto expresaban los ojos ardientes de su rival. La mujer comprendía a la mujer. Aglaya se estremeció.

—Sabe usted seguramente... por qué la he invitado... a esta entrevista, ¿verdad? —comenzó en voz baja e insegura. Incluso se interrumpió dos veces antes de concluir tan breve frase.

—No sé nada —respondió Nastasia Filipovna con voz seca.

Aglaya se ruborizó. Quizás el hecho de encontrarse con «aquella mujer» en la casa de «aquella otra mujer» le pareciera de improviso tan extraño, tan inverosímil, que necesitase, por decirlo así, la respuesta de su interlocutora. Apenas su antagonista abrió la boca, un estremecimiento recorrió el cuerpo de la visitante. «Aquella mujer» lo notó perfectamente.

—Usted lo comprende todo, aunque finge a propósito no comprenderlo —dijo Aglaya, bajando la voz todavía más y mirando al suelo con aire sombrío.

—¿Por qué había yo de hacer semejante cosa? —repuso Nastasia Filipovna, con leve sonrisa.

La contestación de Aglaya fue torpe y por demás grotesca.

—Quiere usted abusar de mi situación, de mi presencia en su casa...

—Si se halla en tal situación, la culpa es suya y no mía —respondió con violencia Nastasia Filipovna. No soy yo quien ha solicitado esta entrevista, sino usted. Y hasta ahora ignoro con qué objeto.

Aglaya alzó la cabeza y adoptó un talante altivo.

—Refrene la lengua. Usted sabe manejar esa arma mejor que yo y no me propongo mantener con usted un combate de ese género.

—Pero en todo caso, por lo que dice parece que viene a entablar un combate. Yo creía que usted era más... espiritual.

Miráronse con enemistad recíproca y ya franca. Una de aquellas mujeres era la misma que poco atrás había escrito a la otra las cartas que conoce el lector. Y he aquí que, en su primer encuentro, a las palabras iniciales que cambiaron, todos sus sentimientos se desvanecían. Sin embargo, ninguno de los allí reunidos pareció considerarlo extraño. La víspera, Michkin hubiera juzgado imposible y absurda semejante escena, y ahora, empero, estaba allí, mirando y escuchando con el aire de un hombre que ve realizarse un antiguo presentimiento. El sueño más disparatado habíase convertido de repente en la más tangible realidad. Una de aquellas mujeres despreciaba a la cara de tal modo, y deseaba decírselo con tanto afán (acaso no hubiese acudido más que para eso, como opinó Rogochin al día siguiente), que la otra, a pesar de su carácter extravagante, su espíritu descarriado y su alma enferma, hubo de prescindir de toda idea que pudiese haber concebido de antemano, al hallarse con el amargo desprecio, genuinamente, de su rival. Michkin tenía la certeza de que Nastasia Filipovna no hablaría de las cartas, y hubiera dado la mitad de su vida porque Aglaya hiciese lo mismo.

La joven pareció recobrar su aplomo.

—No me ha entendido usted. No he venido aquí para que disputemos, aunque reconozco que no la estimo. He venido para... para que hablemos como seres humanos. Cuando le pedí la entrevista, había decidido ya de qué le hablaría y lo que había de decir aun cuando usted no me comprendiese en absoluto. Ello será peor para usted, no para mí. Deseo contestarle en persona a lo que me decía en sus cartas, porque me parece más adecuado hacerlo así. Escuche, pues, mi contestación: yo empecé por compadecer al príncipe León Nicolaievich desde el mismo día en que le conocí, y más aún cuando supe lo que había sucedido en casa de usted. Le compadecí porque es un hombre muy cándido y en su ingenuidad creyó posible ser feliz con... una mujer de semejante carácter. Lo que yo temía ha sucedido: usted no ha podido amarle, le ha hecho sufrir y al fin le ha abandonado. Y no puede amarle porque es usted demasiado orgullosa... Me engaño: no orgullosa, sino vanidosa... Y también esta expresión resulta inexacta. Es usted egoísta hasta la locura, y las cartas que me ha escrito lo demuestran. Ni le es posible amar a un hombre tan inocente como éste. Acaso, en el fondo, le desprecie y se burle de él. Usted no ama más que a su oprobio, la constante idea de que está usted deshonrada y de que hay una persona que tiene la culpa. Si su deshonra no fuera tan grande o se sintiera usted de pronto libre de ella, sería más infeliz.

Aglaya se complacía en sus palabras y hablaba con extrema volubilidad. Cuanto decía habíalo preparado de antemano, incluso, antes de que soñara siquiera en semejante cita. Sus ojos seguían, ávidos y aviesos, el efecto, que tales frases producían en la interpelada. Ésta oyéndola, había cambiado de expresión.

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