—¡Que quiere huir de su casa! —exclamó Michkin.
—¡Sí, sí, huir de mi casa! —afirmó la joven airadamente—. No quiero, no, no quiero que me hagan ruborizarme a cada momento. No quiero ruborizarme ante mi familia, ni ante el príncipe Ch., ni ante Eugenio Pavlovich, ni ante nadie. Y por eso le he elegido a usted. Quiero poderle decir todo, todo, hablarle incluso de las cosas más importantes cuando se me ocurra; quiero también que usted no tenga tampoco secretos para mí. Quiero un hombre con el que poder hablar como conmigo misma. Todos han comenzado a decir de repente que yo estaba enamorada de usted, que le esperaba... Y ello antes de que usted llegase, y a pesar de que no les había enseñado su carta. Ahora otra vez empiezan, y con más calor. Quiero ser audaz y no temer a nada. No deseo pasar la vida en bailes, como mis hermanas: quiero ser una mujer útil. Hace mucho que sueño en huir. Veinte años hace que vivo encerrada, sin que se piense en otra cosa que en casarme. A los catorce años, por boba que yo fuese entonces, ya tenía la idea de huir. Ahora lo he calculado todo. Y deseo pedirle informes sobre los países extranjeros. No he visto una sola catedral gótica... Y me propongo ir a Roma, visitar los centros culturales, seguir cursos en París. Durante un año he leído multitud de libros, especialmente los prohibidos. Alejandra y Adelaida pueden leer todo lo que se les antoja y a mí, en cambio, aún me vigilan las lecturas. No quiero disputar con mis hermanas, pero hace tiempo ya que declaré a mis padres mi propósito de cambiar de condición social. He resuelto ocuparme en cuestiones de educación y me he interesado en hablar con usted, porque sé cuánto ama a los niños. ¿No podríamos dedicarnos ambos a la enseñanza, si no ahora mismo, en el porvenir? Unidos, podemos ser útiles. No quiero seguir siendo una joven ociosa, de buena familia... Dígame: ¿es usted muy culto?
—Nada de eso.
—Es lástima. Yo le creía muy instruido. ¿Cómo se me habrá puesto esa idea en la cabeza? Pero no importa: usted me guiará, ya que le he elegido.
—¡Pero eso es absurdo, Aglaya Ivanovna!
—¡Quiero huir de casa! ¡Lo quiero! —replicó ella con vehemencia, relampagueantes los ojos—. Si no consiente en eso, me casaré con Gabriel Ardalionovich. No quiero que en casa me consideren una mala mujer y me acusen de Dios sabe qué cosas...
—¡Está usted loca! —exclamó Michkin, a quien, en su emoción, le faltó poco para dar un salto—. ¿De qué le acusan? ¿Quién le acusa?
—Todos: mi madre, mis hermanos, mi padre, el príncipe Ch... ¡Hasta ese odioso Kolia! Si no lo dicen francamente, al menos lo piensan. Y yo lo he dicho así a todos, lo he declarado en la cara a mi padre y a mi madre. Maman ha estado mala todo el día; al siguiente Alejandra y papá me dijeron que yo no sabía el significado de las palabras que empleaba. Le contesté que lo comprendía muy bien y que no era ninguna niña pequeña. Y añadí: «Hace dos años ya que leí dos novelas de Paul de Kock, precisamente para comprenderlo todo.» Maman, al oír esto, estuvo a punto de desmayarse.
A Michkin se le ocurrió de súbito una idea extraña. Miró a Aglaya y sonrió. Parecíale increíble que la mujer que estaba ante él fuese la misma orgullosa joven que leyera con tanto desprecio la carta de Gania. ¿De modo que aquella altanera belleza era tal vez una niña que no sabía el significado de las palabras que empleaba? ¿No lo sabría quizá ni siquiera ahora?
—¿Ha vivido usted siempre en su casa, Aglaya Ivanovna? —preguntó—. Quiero decir si no ha estado alguna vez en un colegio, en un internado.
—Yo no he ido nunca a ningún sitio; he estado siempre metida en casa, como en una redoma, y estaba destinada a pasar directamente de la redoma al matrimonio... ¿Por qué se ríe? Me parece que usted se burla también de mí y se pone en contra mía —añadió la joven, con acento amenazador, frunciendo las cejas—. No me encolerice; ¡bastante irritada estoy ya! Estoy segura de que ha acudido usted aquí en la certeza de que le amaba y le había dado una cita de amor... —acabó, enojada.
—Ayer —confesó cándidamente el príncipe, no poco confuso— lo temía, pero hoy me he persuadido de que...
—¡Cómo! —exclamó Aglaya, cuyo labio inferior comenzó a temblar repentinamente—. ¿Temía usted que yo...? ¿Se atrevía usted a pensar que...? ¡Cielos! ¿Acaso pensaba usted que al citarle le tendía un lazo para que nos sorprendiesen aquí y nos obligaran a casarnos?
—¿No le da vergüenza, Aglaya Ivanovna? ¿Cómo ha podido germinar en su corazón puro e inocente un pensamiento tan innoble? Apuesto a que usted misma no cree una palabra de lo que me ha dicho y que... no se da cuenta de sus palabras.
Aglaya permanecía con los ojos bajos, como asustada de su propio lenguaje.
—No siento vergüenza alguna —repuso—. ¿Y por qué sabe usted que mi corazón es inocente? Y en ese caso, ¿cómo se ha atrevido a escribirme una carta de amor?
—¿Una carta de amor? ¡Mi carta una carta de amor! Brotó de mi corazón en el momento más doloroso de mi vida, y no podía ser más respetuosa. Entonces pensé en usted como en una luz, y...
—Bueno, bueno... —interrumpió la joven, bruscamente, con acento que no era ya el de un momento antes, sino que sonaba como arrepentido y en cierto modo como asustado.
Incluso se inclinó hacia el príncipe, trató de fijar sus ojos en él y se propuso tocarle en el hombro para insinuarle más apremiantemente a que no se enfadara. Añadió, bastante confusa:
—Reconozco que me he servido de una expresión bastante torpe. Era para... probarle. Déla por no dicha. Y si le he ofendido, perdóneme. No me mire a la cara. Vuélvase, se lo ruego. Ha dicho usted que mi pensamiento era innoble; pues bien, lo he hecho a propósito, para molestarle. A veces me asusta lo que voy a decir y de pronto lo digo. Asegura usted que escribió aquella carta en el momento más doloroso de su vida. Ya sé a qué momento alude usted.
Pronunció tales palabras en voz baja, fijando otra vez la vista en el suelo.
—¡Si usted supiera!
—Lo sé todo —repuso ella con súbita fogosidad—. Sé que ha vivido usted un mes entero al lado de esa mala mujer con la que huyó.
Al hablar así Aglaya, de roja que estaba, se había vuelto lívida. Levantóse de improviso con movimiento que parecía maquinal y casi en seguida, recuperando la conciencia de sí misma, volvió, a sentarse. Su labio siguió temblando durante largo tiempo. Hubo unos instantes de silencio. El insólito arranque de la joven dejó atónito a Michkin, que no sabía a qué atribuirlo.
—Cónstele que no le amo —declaró ella bruscamente.
Michkin no contestó. Se produjo otro silencio de un minuto.
—Amo a Gabriel Ardalionovich —dijo Aglaya con voz casi ininteligible, inclinando aún más la cabeza.
—No es verdad —repuso Michkin, bajando también la voz.
—¿Miento, entonces? Pues es verdad; le he dicho que sí anteayer, en este mismo banco.
—No es verdad —repitió con decisión—. Acaba usted de inventar todo eso.