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—¿Sus alabanzas? No lo entiendo.

—No sé cómo decírselo. Es difícil de explicar. En todo caso, contaba obtener por nuestra parte testimonios de amistad y estima. Creía sin duda que íbamos a rodearle, conmovidos, suplicándole que no se matase. Es muy posible que pensara en usted más que en nadie, puesto que la mencionaba en un momento así. Pero también puede ser que no se diera cuenta de que pensaba en usted principalmente.

—No comprendo una palabra. ¿Pensaba en mí sin saberlo? No obstante, se me figura entreverlo todo. ¿Sabe usted que yo, a los trece años, imaginé más de treinta veces envenenarme y dejar una carta explicando a mis padres los motivos de mi resolución? Yo pensaba también en el efecto que produciría tendida en el ataúd; me figuraba a mis padres inclinados sobre mi cuerpo, deshechos en lágrimas y reprochándose la dureza que habían mostrado conmigo. ¿Por qué vuelve usted a sonreír? —preguntó vivamente, arrugando el entrecejo—. ¿En qué piensa usted cuando se halla solo? Acaso imagine usted ser mariscal de campo y vencer a Napoleón en batalla.

—¡Palabra de honor que es siempre lo que pienso, especialmente cuando estoy dormido! —repuso, riendo, Michkin—. Pero no bato a Napoleón, sino a los austriacos.

—No tengo ganas de bromear con usted, León Nicolaievich. Pienso ver a Hipólito y entre tanto ruego a usted que le aconseje bien. Pero encuentro mal el lenguaje que usted emplea, porque me parece brutal considerar así las cosas y juzgar un alma humana como juzga usted la de Hipólito. No siente usted la ternura: sólo siente la justicia, y, por consecuencia, es injusto.

Michkin reflexionó.

—Creo —dijo por fin— que es usted quien me considera injustamente. Yo no reprocho a Hipólito el haber tenido esa idea, porque todos suelen inclinarse a pensar así. Además, ello pudo ser un deseo que tuviese sin confesárselo... Quería tratar una última vez con los hombres, ganar su estima y su afecto... Ello acredita buenos sentimientos es verdad. Por desgracia, el resultado no ha respondido. La culpa es de la enfermedad y, por añadidura, de otra cosa. Además, hay gentes a quienes todo les sale bien, mientras otras no llegan a conseguir más que tonterías...

—¿Piensa usted en sí mismo al decirlo? —preguntó Aglaya.

—En efecto —contestó el príncipe, sin reparar en el sarcasmo de la insinuación.

—Pues yo, en su lugar, no me habría dormido ahora. Si se duerme usted de ese modo en cualquier sitio, nadie podrá decir que eso es una cosa correcta.

—Es que no he cerrado los ojos en toda la noche. Después de lo que le he contado, anduve mucho y vine a donde la música...

—¿Qué música?

—A donde la música tocaba ayer. Luego seguí hasta este lugar, y mientras reflexionaba, sentado en el banco, el sueño se apoderó de mí.

—¿Sí? Entonces el caso es más perdonable... ¿Y por qué fue a donde tocaba la orquesta?

—No lo sé. Por nada...

—Bueno, bueno, luego me dirá... ¡No hace usted más que interrumpirme! ¿Qué me importa que fuese usted allí o no? ¿Con qué mujer soñaba usted?

—Con... Usted la ha visto...,

—Comprendo, comprendo..., Usted la... ¿Cómo la vio en sueños? ¿Qué hacía? Aunque, en realidad, no quiero saber nada de eso —exclamó Aglaya de repente, con enojo —¡No me interrumpa!

Se detuvo por un instante, ya para tomar aliento, ya para dejar a su ira tiempo de calmarse. Luego añadió:

—Le he citado sólo para proponerle que seamos amigos. ¿Por qué me mira usted así?

Michkin, en efecto, examinaba a la joven con mucha atención, observando que su rostro empezaba a tornarse del color de la púrpura. Y en los ojos brillantes de Aglaya se leía claramente que cuanto más se ruborizaba más furia sentía contra sí misma. Por regla general, en casos tales solía descargar sobre su interlocutor la indignación que contra sí misma la embargaba. Conocedora de lo fácilmente que perdía la paciencia, Aglaya solía ser más taciturna que sus hermanas, incluso con exceso. Pero cuando no podía callar, se dirigía a sus interlocutores con una arrogancia que parecía desafiar a quien interpelaba. Siempre presentía el momento en que iba a comenzar a ruborizarse.

—¿No quiere usted aceptar mi proposición? —preguntó a Michkin con altivo talante.

—¡Oh, sí, desde luego! Pero —respondió él, confuso— no me parecía necesario formularla...

—¿Qué está usted pensando? ¿Por qué cree que le he invitado a venir aquí? ¿Qué se figura? Puede que me considere usted una locuela, como todos los de casa...

—No sabía que se la considerase de ese modo, y no comparto tal opinión.

—¿No la comparte? Eso demuestra mucha inteligencia por su parte. Y sobre todo lo ha dicho con ingenio.

—A mi juicio —continuó Michkin— acaso usted sea incluso muy inteligente en ocasiones. Hace unos instantes ha hablado usted en términos muy sensatos. Ha dicho: «No siente usted más que la justicia, y por consecuencia es usted injusto.» No olvidaré esa frase; he de pensar mucho en ella.

Aglaya se ruborizó, ahora de placer. Cambios así se producían en ella de modo tan sincero como repentino. Michkin, satisfecho también, rió alegremente, mirándola.

—Escuche —dijo la joven—, llevo mucho tiempo esperando poder decirle todo esto. Espero desde que me envió aquella carta, e incluso desde mucho antes. Ayer le dije la mitad de lo que quería decirle. Le considero un hombre muy recto y honrado, más honrado y recto que nadie, y aunque se diga que su mente... que está enfermo del cerebro, yo juzgo lo contrario, y sostengo mi opinión contra todos. Porque, aun cuando tuviese usted enferma la mente (y le ruego que me perdone, porque sólo hablo en un sentido elevado), en cambio la inteligencia esencial está más desarrollada en usted que en el resto de los hombres y la posee usted en grado que los otros no han entrevisto jamás ni aun en sueños. Digo inteligencia esencial, porque hay dos inteligencias: la esencial y la secundaria. ¿No es eso? ¿No lo cree?

—Acaso pueda ser así, en efecto —logró articular Michkin, cuyo corazón latía con extraordinaria violencia.

—Ya sabía yo que usted me comprendería —dijo ella con gravedad—. El príncipe Ch. y Eugenio Pavlovich no entienden una palabra respecto a esas dos inteligencias. Alejandra tampoco. Y en cambio (¡pásmese!) mamá sí.

—Usted se parece mucho a Lisaveta Prokofievna.

—¿Es posible? —exclamó, con extrañeza, la joven.

—Se lo aseguro.

—Gracias —repuso ella, tras un momento de reflexión—. Me agrada mucho parecerme a maman. ¿La aprecia usted mucho? —añadió, sin reparar en la ingenuidad de la pregunta.

—Mucho, y me alegro de que lo haya comprendido usted tan pronto.

—También me alegro yo, porque he notado, a veces... que no falta quien se mofe de ella. Escuche lo más importante de todo: he reflexionado mucho tiempo y al fin mi elección se ha fijado en usted. No quiero que en casa se burlen de mí, que me consideren como una tontuela, que se rían de mis cosas. Y por pensarlo así, he rechazado de plano a Eugenio Pavlovich. ¡No quiero que mi familia se pase la vida pensando en casarme! Y quiero... quiero... En fin, quiero huir de casa... y le he elegido a usted para que me ayude.

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