—¿Qué le pasa? —preguntó Michkin al joven, con inquietud.
—Cuando salga el sol descansaré, príncipe; ya lo he dicho. ¡Palabra de honor! —repuso Hipólito—. ¡Ya lo verá! Pero ¿es posible que no se me crea capaz ni de abrir este paquete? —añadió, paseando indistintamente sobre todos una mirada de desafío.
Michkin notó que el pobre muchacho estaba algo tembloroso.
—Ninguno de nosotros lo supone así —manifestó —¿Cómo se le ocurre una idea tan extraña? ¿Qué sucede, Hipólito?
—¿Qué le pasa? ¿Qué ocurre? —inquirían los visitantes.
Y todos se acercaron, a pesar de que algunos habían empezado ya a comer. El paquete y su sello rojo parecían ejercer un influjo magnético sobre todos.
—Yo he escrito esto ayer, después de prometerle venir a su casa, príncipe. Este trabajo me ha ocupado todo el día de ayer y parte de la noche. Lo terminé por la mañana. Me dormí poco antes de alborear, y tuve un sueño...
—¿No valdría más dejarlo para mañana? —sugirió el príncipe con timidez.
—¡Mañana no habrá tiempo! —e Hipólito rió histéricamente—. Pero no se preocupen: mi lectura sólo durará cuarenta minutos o, a lo sumo, una hora. Fíjense cómo se ha despertado la curiosidad general: todos se acercan, miran el envoltorio... Si yo no hubiese puesto el escrito bajo sobre, el efecto habría sido nulo. ¡Lo que es el misterio! ¿Lo abro o no, señores? —interrogó, riendo como antes—. ¡Un secreto, un secreto! ¿Recuerda príncipe, quien dijo que «ya no habría tiempo»? Lo profetizó en el Apocalipsis un ángel grande y poderoso.
—Vale más no leer eso —declaró Radomsky, con inquieta expresión que extrañó a algunos.
—No lo lea —apoyó Michkin, poniendo la mano sobre los papeles.
—No es momento de lecturas —comentó alguien—. Ahora vamos a comer.
—¿Un artículo destinado a alguna revista? —inquirió otro.
—Seguramente será aburrido —acrecentó un tercero.
—Pero ¿qué es? —preguntaban los demás.
La inquietud que revelaba el ademán de Michkin pareció contagiar al propio Hipólito.
—Así, ¿no leo? —dijo al príncipe en voz baja, con una sonrisa forzada que crispó sus labios lívidos—. ¿No leo? —insistió envolviendo a todos en una mirada donde se leía el ardiente deseo de desahogarse. Y luego, dirigiéndose otra vez a Michkin, interrogó—: ¿Tiene usted miedo?
—¿De qué? —replicó el interrogado, cuya expresión cambió de un modo evidente.
Hipólito se alzó bruscamente, como si le hubiesen arrancado de su asiento.
—¿Hay quien tenga una pieza de veinte kopecs, o una moneda pequeña cualquiera? —preguntó.
—Tome —repuso Lebediev, ofreciendo una a Hipólito, y pensando que el joven debía haber enloquecido.
—Vera Lukianovna —dijo Hipólito con animación—, tome esta moneda y arrójela al aire, sobre la mesa. Vamos a decidir a cara o cruz. Si sale cruz, leo.
La joven, alarmada, miró sucesivamente la moneda, a Hipólito y a su padre. Luego hizo lo que le decían, muy turbada y levantando los ojos, como si fuese cosa prohibida mirar la moneda. Ésta cayó sobre la mesa: era cruz.
La decisión de la suerte pareció consternar a Hipólito.
—¡Hay que leer! —exclamó, pálido como si acabase de serle notificada su sentencia de muerte. Guardó silencio durante unos segundos y luego, estremeciéndose y mirando con singular expresión de franqueza a quienes le rodeaban, continuó—: ¿Qué es esto? ¿Es posible que yo acabe de jugar mi suerte a cara o cruz? ¡Es una particularidad psicológica sorprendente! —exclamó hablando a Michkin con acento delator de una extrañeza profunda. Y, como una persona que recobra la conciencia de sí misma, prosiguió, con animación—: Es... es inconcebible. Tome nota de esto, príncipe, ya que usted, según me han dicho, recoge datos relativos a la pena de muerte. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué absurdo, Dios mío!
Se sentó en el diván, acodóse en la mesa y apoyó la cabeza en las manos.
—Es casi una vergüenza... Pero, ¿qué más da que lo sea? —añadió, casi en el acto, levantando el rostro. Y en seguida, con súbita resolución, anunció—: Voy a rasgar el sobre, señores. Pero conste que no obligo a nadie a escuchar.
Sus manos temblaban de emoción mientras abría el paquete, del que sacó varias hojas pequeñas de papel de cartas cubiertas de una apretada escritura. Una vez puestas ante él, comenzó a ordenarlas.
—¿Qué es eso? ¿Qué pasa? ¿Qué va a leernos? —murmuraban algunos, malhumorados.
Los demás callaban. Todos atendían con curiosidad. Acaso esperasen realmente algo extraordinario. Vera, inmóvil tras la silla de su padre, casi lloraba de temor. Kolia no estaba menos inquieto que la joven Lebediev, que ya se había sentado, incorporóse a medias, y acercó las luces a Hipólito para que leyese mejor.
—Ahora verán lo que es esto, señores —dijo el muchacho iniciando la lectura—: «Explicación necesaria» Lema: Après moi le déluge.
—¡El diablo me lleve! —exclamó vivamente, con un movimiento tal como el que haría de haberse quemado—. ¿Es posible que se me haya ocurrido un lema tan tonto? Atención, señores... Les aseguro que, en resumen, puede que esto no sea sino una colección de monstruosas sandeces. Se trata sólo de ideas personales... Si creen ustedes que hay aquí algo de misterioso, de... en una, palabra, de prohibido...
—Lee sin más preámbulos —atajó Gania.
—¡Cuánta afectación! —añadió otro.
—¡Demasiadas palabras! —apoyó Rogochin, hablando por primera vez en aquella noche.
Hipólito le miró. Cuando los ojos de ambos se encontraron, Rogochin sonrió con amargura y pronunció con voz lenta las siguientes extrañas palabras:
—Ése no es el camino oportuno, muchacho, no es el camino...
Nadie, de cierto, comprendió bien lo que Rogochin quería decir, mas, aun así, su frase produjo una rara impresión en el auditorio. A todos se les ocurrió en el instante la misma idea. Las palabras de Rogochin causaron en Hipólito un efecto tremendo: acometióle tal temblor que Michkin hubo de alargar el brazo para sostenerle, y seguramente habría estallado en gritos, de no ahogársele la voz en la garganta. Durante un minuto no consiguió articular una palabra, ni dejó de mirar a Rogochin. Al fin pudo pronunciar:
—¿Así que era usted... era usted...?
—¿Yo? ¿Yo, qué? —repuso Rogochin, perplejo.
Hipólito, presa de repentina ira, enrojecido el rostro, clamó, con vehemencia:
—¡Era usted quien entró en mi cuarto la semana pasada, por la noche, entre una y dos de la madrugada, el día en que yo le visité por la mañana! ¡Era usted! ¡Confiéselo! ¿Era usted?