—He conocido —decía— a un verdadero intérprete del Apocalipsis: el difunto Gregorio Semenovich Burmistrov. Era un hombre que traspasaba los corazones como un dardo de fuego. Poníase lentes, abría un enorme libro encuadernado en negro, y ello, y su barba blanca, y las dos medallas que pregonaban sus actos caritativos, añadían más prestigio a su persona. Comenzaba a hablar en tono severo. Los generales se inclinaban ante él, las damas se desinayaban. Pero este tipo concluye su discurso con el anuncio de un ágape. ¡Eso rebasa todos los límites!
Ptitzin, cuando calló el general, hizo ademán de buscar su sombrero; pero, si había pensado marcharse ello fue una idea fugaz, ya que no la llevó a efecto. Antes de que los reunidos se levantaran de la mesa, Gania había dejado de beber y apartado su vaso. Una sombra se extendía sobre su rostro. Luego, levantándose también, fue a sentarse junto a Rogochin. Dijérase que existían entre los dos las más amistosas relaciones. Rogochin, que al principio había estado a punto de marcharse sin que los demás lo notaran, permanecía ahora sentado, inmóvil, con la cabeza baja, olvidado de su proyecto de irse. Durante toda la velada no bebió una gota de vino y se le veía sumido en hondas reflexiones. Sólo de cuando en cuando alzaba la vista y examinaba a los presentes. Parecía como si esperase algo muy importante para él y dijérase que únicamente tal espera le había decidido a no retirarse.
Michkin sólo había bebido dos o tres vasos de champaña y en consecuencia no se encontraba sino muy moderadamente alegre. Al levantarse de la mesa sus ojos hallaron los de Radomsky, y, recordando la explicación que debía tener con él, sonrió con gentileza. Eugenio Pavlovich hízole una indicación con la cabeza, mostrándole a Hipólito que dormía tendido en el diván.
—Dígame, príncipe, ¿por qué este condenado mozo ha venido a su casa? —preguntó Radomsky, con evidente malicia—. Apuesto a que trama alguna cosa.
—He observado, o al menos creído observar —repuso Michkin—, que usted, hoy, se preocupa mucho de Hipólito. ¿Es así, Eugenio Pavlovich?
—A lo que puede añadirse que, dada mi situación personal, debía preocuparme de otras cosas. Yo mismo me extraño de que esa desagradable fisonomía atraiga invenciblemente mi atención desde el principio de la noche.
—Yo opino que tiene una cabeza muy hermosa...
—Mire, mire... —exclamó Radomsky, asiendo el brazo del príncipe—. ¡Mire!
Michkin examinó a su interlocutor con redoblada extrañeza.
V
Hipólito, que se había dormido cuando Lebediev llegaba al fin de su discurso, despertó de pronto como si alguien le hubiese descargado un golpe en el pecho. Se estremeció, incorporóse, miró en torno suyo y palideció. Sus ojos se pasearon por los rostros de los circunstantes con cierta expresión de inquietud, y cuando la memoria y la reflexión volvieron a su mente, no fue ya inquietud, sino terror, lo que reflejó su semblante.
—¿Se van ya? ¿Ha terminado todo? ¿Sí? ¿Ha salido el sol? —inquirió ansiosamente, tomando el brazo de Michkin—. ¿Qué hora es? ¡Dígamelo, por el amor de Dios! ¿He dormido mucho? ¿Cuánto tiempo? —añadió con desesperación, como si el dormirse le pusiera en riesgo de perder algún negocio de que dependiese todo su destino.
—Sólo ha dormido usted siete u ocho minutos —contestó Radomsky.
—¡Ah! ¿Sólo eso? Entonces yo...
Y respiró hondamente, como si quedase aliviado de una carga penosa. Acababa de comprender que no había «terminado todo», que aún no era de día, que los presentes no se levantaban para irse, sino para hacer colación y que si algo había concluido era únicamente la perorata de Lebediev. Sonrió, pues, y las manchas rojas sintomáticas de la tuberculosis animaron sus mejillas.
—Veo que ha contado usted los minutos de mi sueño, Eugenio Pavlovich —dijo, con mofa—. Ya he notado o que desde el principio de la velada no me quita usted la vista de encima. ¡Ah, Rogochin! Le he visto hace unos instantes en sueños —murmuró al oído de Michkin, señalándole a Parfen Semenovich, que se sentaba ante la mesa. Y pasando sin transición a una idea diferente, preguntó—: ¿Y el orador? ¿Dónde está Lebediev? ¿Ha terminado de hablar? ¿Qué decía? ¿Es cierto, príncipe, que ha asegurado usted en una ocasión que la belleza salvaría al mundo»? Señores —exclamó, dirigiéndose a todos—, el príncipe afirma que la belleza salvará al mundo. Y yo afirmo, a mi vez, que la causa de que tenga ideas tan curiosas, es que está enamorado. ¡Está enamorado, señores! En cuanto le he visto entrar me he convencido de ello. No se ruborice, príncipe: ¡va usted a darme lástima! ¿Qué clase de belleza será la que salve el mundo? Kolia me lo ha dicho... ¿Es usted cristiano ferviente? Kolia me asegura que sí....
Michkin le miró con atención, en silencio.
—¿Por qué no me contesta? ¿Cree usted que le aprecio mucho? —preguntó bruscamente Hipólito.
—No lo creo. Opino que no me aprecia nada.
—¿Cómo? ¿Ni después de nuestra entrevista de ayer? ¿No he sido franco con usted ayer?
—Ayer ya sabía que usted no me apreciaba.
—¿Por qué? Porque estoy celoso de usted y le tengo envidia, ¿verdad? Siempre lo ha creído usted así, y lo cree ahora, pero... En fin, no sé por qué he hablado de esto. Quiero champaña. ¡Una copa, Keller!
—No puede usted beber más; no lo permitiré.
Y Michkin se apresuró a apartar la copa que el enfermo tenía ante sí.
—En realidad no le falta razón —reconoció Hipólito, pensativo—. ¿Qué se diría, después? Aunque, en rigor, ¿qué importa lo que digan? ¿No es cierto, no lo es? Que digan después lo que quieran, ¿verdad, príncipe? ¿Por qué inquietarnos, yo y todos los demás, por lo que sucede después? Estoy medio dormido aún. Y he tenido un sueño espantoso: ahora lo recuerdo... No le deseo semejantes sueños, príncipe, aunque acaso no le estime en verdad. Pero que no se estime a un hombre no es razón para desearle mal, ¿eh? ¿Y por qué haré estas preguntas? ¡Me paso la vida preguntando! Déme la mano; quiero estrechársela con calor; así... ¡Me ha tendido usted la mano! ¿De modo que sabía que yo iba a estrechársela sinceramente? Bien: no beberé más. ¿Qué hora es? Pero no es preciso que me lo digan: bien sé la hora que es. ¡Ha llegado la hora! ¡Éste es el momento! ¿Van a servir la comida en aquel rincón? ¿Queda libre esta mesa? ¡Muy bien! Señores, yo... Veo que no escuchan. Me proponía leerles una cosa, príncipe. La comida es sin duda muy interesante; pero...
Y de pronto, entre la sorpresa general, Hipólito sacó del bolsillo de su levita un fajo de papel, cerrado con un enorme sello rojo y lo puso en la mesa, ante sí.
Aquella insólita circunstancia produjo mucho efecto. Los reunidos esperaban algo raro, pero no de tal estilo. Eugenio Pavlovich se agitó en su silla. Gania se precipité hacia la mesa y Rogochin hizo lo mismo, con una expresión como de airado enojo, tal que si le constara la finalidad de la escena. Lebediev, que estaba junto a Hipólito, se acercó más, mirando el fajo de papel con sus ojillos curiosos, cual si quisiera adivinar de qué se trataba.