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La señora Polozoff guardó silencio un instante, y dejó a un lado el abanico; luego prosiguió así:

—Otra cosa le diré: no detesto el meditar... es divertido y, además, para eso se nos ha dado el entendimiento. Pero en cuanto a reflexionar las consecuencias de mis acciones, jamás lo hago; y no me importa un bledo de mí misma, y no me quejo... ¿para qué me serviría? Tengo un proverbio para mi uso: “Esto no tiene consecuencias”. No sé cómo traducir esto al ruso. Y en verdad, ¿qué es lo que tiene consecuencia? Aquí, en la tierra, no me pedirán cuenta de mis acciones; y allá arriba (levantó un dedo)... allá arriba que suceda lo que Dios quiera. ¿Me escucha usted? ¿No le aburre esto?

Sanin escuchaba inclinado; levantó la cabeza.

—Esto no me aburre de ningún modo, María Nicolavna, y la escucho con curiosidad. Sólo que... lo confieso... me pregunto por qué me dice usted todo esto.

La señora Polozoff se aproximó a él imperceptiblemente.

—Se pregunta usted... ¿Es usted tan tardo de comprensión... o tan modesto?

Sanin levantó más la cabeza.

—Le digo todo esto —continuó María Nicolavna con un tono tranquilo nada en armonía con la expresión de su cara— porque me gusta usted mucho. Sí, no se asombre, no es broma; porque después de haberle encontrado, desagradaríame el pensar que usted conservase de mí una impresión... no favorable ni desfavorable, eso me sería igual... sino falsa. Por eso le he traído aquí; por eso estoy a solas con usted y le hablo con tanta franqueza... Sí, sí, con franqueza. Yo no miento. Y fíjese usted bien, Demetrio Pavlovitch; sé que se halla usted enamorado de otra y que va a casarse con ella... Así, ¡haga usted justicia a mi desinterés!

Echóse a reír, pero se detuvo de pronto y permaneció inmóvil, como ensimismada en sus propias palabras; sus ojos, por lo común tan alegres y atrevidos, adquirieron por un instante una expresión como de timidez y hasta de tristeza.

“¡Serpiente! ¡Ah, qué serpiente! —dijo Sanin para sus adentros—. ¡Qué hermosa serpiente!”

—Deme usted mis gemelos —dijo de pronto la señora Polozoff—. Tengo ganas de ver si esa dama joven es en realidad tan fea. De veras, parece que el gobierno la ha elegido con un propósito moral, con el fin de moderar el ardimiento de la juventud.

Sanin le dio los gemelos. Al cogerlos ella, envolvió con ambas manos los dedos del joven, con una presión fugaz y casi insensible. No tenga usted esa cara tan mustia murmuró sonriéndose—. Atienda: yo no tolero que se me pongan cadenas, pero tampoco quiero encadenar a los demás. Me gusta la libertad y rechazo las ligaduras, pero no para mí sola. Y ahora, apártese un poco y oigamos la comedia.

La señora Polozoff asestó los gemelos al escenario y Sanin hizo lo mismo sentado junto a ella en la penumbra del palco y revolviendo en la cabeza, de un modo, involuntario, todo lo que aquella mujer le había dicho en el transcurso de la velada, sobre todo en los postreros minutos.

XXXIX

La representación duró aún más de una hora, pero Sanin y la señora Polozoff no tardaron en separar la vista del escenario. Reanudóse entre ellos la conversación, siempre sobre el mismo asunto; pero aquella vez estuvo menos silencioso Sanin. Interiormente se sentía molesto contra sí mismo y contra la señora Polozoff, esforzándose en probarle la poca solidez de su “teoría”: ¡como si a ella se le diese un ardite de teorías! Se puso a discutir con ella, cosa que la regocijó en sus adentros: cuando se discute, se hacen concesiones o se van a hacer.

Los muy conocedores de la señora Polozoff aseguraban que cuando su firme y potente naturaleza parecía de pronto teñirse con una especie de reservada ternura y casi de pudor virginal (no se sabía de dónde lo sacaba), entonces, ¡oh!, entonces, el asunto tomaba un giro peligroso.

Evidentemente, aquella noche se encontraba en ese caso con Sanin... ¡Cómo se hubiera despreciado éste si hubiese podido mirarse por dentro a sí mismo! Pero no tenía tiempo de mirarse por dentro, ni de menospreciarse.

Ella, por su parte, no perdía un segundo. ¡Y todo, únicamente porque Sanin era guapísimo mozo! Algunas veces no se puede menos que decir: “¡De qué depende la pérdida o la salvación!” Terminada la obra, la señora Polozoff rogó a Sanin que le pusiese el chal. Luego se cogió del brazo de Sanin, salió al corredor, y en poco estuvo que no diese un grito: en la misma puerta del palacio surgió Dónhof como un fantasma, y detrás la ruin persona del crítico wiesbadenés. La oleosa cara del Litteratirradiaba maligna satisfacción.

—¿Quiere usted, señora, que haga acercar su coche? —dijo el oficialito con un temblor de ira mal reprimida en la voz.

—No, gracias; mi lacayo se ocupará de eso respondió ella en voz alta y añadió quedo, con voz imperiosa:

—¡Déjeme!

Y se alejó con presteza, arrastrando consigo a Sanin.

—¡Váyase usted al diablo! ¿Por qué me lo encuentro a usted hasta en la sopa? vociferó de pronto Dónhof, encarándose con el Litterat; necesitaba descargar contra alguien su rabia.

—¡Sehr gut, sehr gut!masculló el Litterat, eclipsándose.

El lacayo, que esperaba en el vestíbulo, hizo acercarse el coche en un santiamén; subió ligera la señora Polozoff, y Sanin se lanzó en pos de ella. Cerróse con estrépito la portezuela, y María Nicolavna soltó la carcajada.

—¿De qué se ríe usted?

—¡Ah! perdóneme, se lo ruego...; pero se me ha ocurrido la idea de que si Dónhof se batiese con usted por segunda vez y por mi causa... Eso sería muy chusco, ¿no es así?

—¿Tiene usted mucha intimidad con él? —preguntó Sanin.

—¿Con él? ¿Con ese mocoso? Me hace el oso, nada más. Estése usted tranquilo...

—¡Pero si estoy perfectamente tranquilo!

—Sí, sé que usted está tranquilo —dijo la señora Polozoff, exhalando un suspiro—. Pero voy a decirle una cosa... Usted, que es tan galante, no puede rechazar mi último ruego. No olvide que parto dentro de tres días para París, y que usted regresa a Francfort. ¡Quién sabe cuándo volveremos a vernos!

—¿Qué petición me quiere usted hacer?

—¿De seguro que sabrá usted montar a caballo?

—Sí.

—Pues bien; hela aquí. Mañana por la mañana me lo llevo a usted conmigo; iremos a darnos un paseo por las afueras de la ciudad. Llevaremos excelentes caballos. Volveremos después, terminamos el negocio y... Amén. No reclame usted, no me diga que eso es un capricho, que estoy loca. Quizá todo ello sea verdad, pero limítese a decir: “Acepto”.

La señora Polozoff se había vuelto de cara a él. El interior del carruaje estaba oscuro, pero sus ojos brillaban en la oscuridad. —Pues bien; acepto —dijo Sanin suspirando.

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