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—Se puede morir de otro modo que de una puñalada —objetó Sanin.

—Ésas son tonterías. ¿Es usted supersticioso? Yo, ni pizca. Y luego, no se evita usted lo que tiene que suceder. Monsieur Gastonvivía en nuestra casa, encima de mi cuarto. Acontecíame a veces despertarme de noche y oír sus pasos —se acostaba muy tarde—, y mi corazón sentía un deliquio de veneración... o de otro sentimiento muy diferente. Mi padre apenas sabía leer y escribir, pero nos hizo dar una buena educación. ¿Sabe usted que comprendo el latín? —¡Usted! ¿El latín?

—Sí... yo. Me lo enseñó monsieur Gaston: he leído con él toda la Eneida. Es muy aburrida, pero tiene algunos pasajes bonitos. ¿Recuerda usted cuando Dido y Eneas, en el bosque...?

—Sí, sí lo recuerdo —dijo a escape Sanin. Hacía mucho tiempo que tenía olvidada “la lengua de Lacio” y nunca se familiarizó con la Eneida.

Miróle la señora Polozoff, según su costumbre, un poco de lado y de arriba abajo.

—Sin embargo, no vaya usted a creer que soy una sabihonda. ¡Oh, eso sí que no! No soy marisabidilla y no poseo ningún talento. Apenas si sé escribir, ¡de veras! No sé recitar en voz alta, ni tocar el piano, ni dibujar, ni coser, ¡nada! Ahora, ya me conoce usted, ¡se acabó! —dijo separando los brazos—. Le cuento a usted todo esto, en primer término por no oír a esos gaznápiros —dijo señalando el escenario donde el actor había cedido el puesto a una actriz que aullaba lo mismo que él, también con los codos adelante—, y después, porque estaba en deuda con usted: ¡ayer de mañana no me habló usted más que de sí propio!

—Tuvo usted a bien interrogarme —objetó Sanin. María Nicolavna se volvió bruscamente hacia él.

—¿Y usted no tiene deseo de saber qué clase de mujer soy? Por supuesto, no me extraña —añadió dejándose otra vez caer en los almohadones del diván—. Un hombre que va a casarse, y además por amor, y después de un desafío, ¡cómo ha de tener tiempo de pensar en otra cosa!

Con aire pensativo, la señora Polozoff se puso a morder el mango del abanico con sus dientes un poco grandes, pero iguales y blancos como la leche. Y Sanin aún sentía subírsele a la cabeza aquel vapor que le parecía envolverle desde la víspera. La conversación entre la señora Polozoff y él era a media voz, casi cuchicheando; y eso le turbaba y agitaba aún más...

—¿Cuándo concluiría todo aquello?

—Los caracteres débiles nunca concluyen nada por sí solos; siempre esperan que venga por sí mismo el final.

En ese instante, alguien estornudó en el escenario; el autor había acotado en su obra ese estornudo, a manera de “elemento o momento cómico”. Claro está que ése era el único “elemento” cómico de la pieza; y echáronse a reír los espectadores a quienes contentaba ese “momento”.

También esa risa encolerizó a Sanin.

En ciertos ratos no sabía de un modo positivo si estaba alegre o furioso, si se aburría o se recreaba. ¡Ah, si Gemma le hubiese visto! —¡Verdaderamente, es muy extraño! —dijo de pronto María Nicolavna—. Un hombre dice lo más tranquilo del mundo: “Tengo la intención de tirarme al agua”. Y sin embargo, ¿qué diferencia hay? Esto es extraño, ¡de veras!

Sanin hizo un movimiento de paciencia.

—¡Hay gran diferencia, señora! Hay gentes que de ningún modo temen tirarse al agua: los que saben nadar. En cuanto a la extrañeza de ciertos matrimonios... puesto que hemos llegado a hablar de eso...

Detúvose y se mordió la lengua.

La señora Polozoff le dio en la palma de la mano un golpecito con el abanico.

—Siga usted, Dimitri Pavlovitch, siga. Sé lo que me va a decir: “Puesto que hemos llegado a hablar de eso, tenga la bondad, señora, de decirme si puede imaginarse nada más estrafalario que su casa miento, puesto que conozco a su marido desde la infancia”. Eso es lo que me iba a decir usted, que sabe nadar.

—Dispénseme...

—¡Qué! ¿No es así, no es así? —repitió con insistencia—. Vamos, míreme de frente y dígame si me equivoco.

Sanin ya no supo dónde esconder los ojos y al cabo dijo: —Pues bien... ¡sí!... es verdad, puesto que me exige usted que sea franco en absoluto.

María Nicolavna meneó la cabeza.

—Sí... sí... ¿Y no se pregunta usted, que sabe nadar tan bien, cuál ha podido ser el motivo de una acción tan... estrambótica, por parte de una mujer que no es pobre, ni tonta... ni fea? Eso a usted tal vez no le interese. No importa: le diré el motivo; no ahora, sino dentro de poco, cuando se acabe el entreacto. Siempre estoy con miedo de que entre alguno.

En efecto, no bien hubo dicho esta frase la señora Polozoff, entreabrióse la puerta exterior del palco y vieron penetrar en él una cara rubicunda y reluciente, joven aún pero desdentada ya, de nariz colgante, melenas largas y lacias; orejas enormes como las de un murciélago, y unos ojillos miopes y curiosos tras de los lentes de sus quevedos de oro. Dio un vistazo en redondo al palco, vio a la señora Polozoff, tomó una expresión obsequiosa y se inclinó. Alargóse enseguida un pescuezo surcado por gruesas venas salientes...

La señora Polozoff agitó con rapidez el pañuelo, como para ahuyentar un insecto inoportuno.

—¡No estoy aquí! ( Ich bin nicht za Hause... ¡Kch! ¡Kch!)

La carátula se sonrió con aire de asombro y de contrariedad diciendo con voz hiposa, a imitación de Lizt, a los pies del cual se había arrastrado:

—¡Muy bien, muy bien! ( ¡Sehr gut! ¡Sehr gut!) —desapareció.

—¿Quién es ese personaje? preguntó Sanin.

—¿Eso?...Es el crítico de Wiesbaden: Litterato lacayo, como usted guste. Por ahora, está a sueldo del empresario; y, por consiguiente, tiene la obligación de elogiarlo todo y extasiarse con motivo de todo; pero en el fondo, es un amasijo de horrible bilis, que ni siquiera se atreve a derramar. No estoy tranquila. Horriblemente chismoso, va a ir por todas partes contando que estoy en el teatro. ¡Bah! ¡Tanto peor!

La orquesta tocó un vals; levantóse el telón... En el escenario volvieron a empezar a más y mejor las contorsiones y los aullidos.

—Vamos —dijo la señora Polozoff, yéndose de nuevo a recostar en los cojines del diván—; puesto que le tengo cogido y se ve obligado a hacerme compañía, en vez de disfrutar de la sociedad de su novia... No gire usted los ojos, ni se encolerice...; le comprendo a usted, y ya le he prometido devolverle su libertad plena y absoluta, pero ahora escuche mi confesión. ¿Quiere usted saber lo que amo por encima de todas las cosas?

—¡La libertad!

Al oír esta respuesta, la señora Polozoff puso su mano sobre la mano de Sanin, y dijo con particular acento y una voz grave impregnada de evidente franqueza:

—Sí, Demetrio Pavlovitch; la libertad, ante todo y sobre todo. Y no se figure que haga gala: no, no hay por qué alardear; sólo que así es para mí, y así será hasta el día de mi muerte. En mi infancia vi muy cerca la servidumbre y he sufrido en demasía por esa causa. Mi preceptor, monsieur Gaston, fue quien me abrió los ojos. Tal vez comprenda usted ahora por qué me he casado con Hipólito Sidorovitch: con él soy libre, ¡completamente libre, como el aire, como el viento!... Y yo sabía esto antes de casarme: sabía que con él iba a ser libre como un cosaco nunca avasallado.

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