No ignoraba el capataz que tenía que vérselas con expertos. Por eso gastaba todos sus esfuerzos para conmover a su auditorio. Lo consiguió perfectamente cuando, en una gama alígera, pasó de la voz de barítono a la de tenor. Diki Barin y Obaldoni no pudieron reprimir un grito de admiración.
—¡Muy bien! ¡Más alto todavía!
Nicolai, sentado en el mostrador, movía la cabeza con satisfacción. Obaldoni marcaba el compás cadenciosamente con los hombros.
Estimulado así el virtuoso, echó una cascada de trinos y efectos de garganta. Era una verdadera caída de sonidos brillantes, hasta que, exhausto, volcó hacia atrás la cabeza dando un último grito. El auditorio unánime aplaudió frenéticamente. Obaldoni le saltó al cuello y lo enlazó con sus huesudos brazos, que por poco ahogan al cantor. La cara hinchada de Nicolai enrojeció juvenilmente y Iacka exclamó como loco: —¡Ah, el bravo! ¡Qué bien ha cantado!
Mi vecino, el campesino andrajoso, decía golpeando la mesa con el puño: —¡Qué bien estuvo! ¡Endiabladamente bien! —y escupía.
—¡Qué placer nos has dado! —seguía gritando Obaldoni sin soltar al capataz—. ¡Sí, has ganado! Iacka no tiene tu fuerza. —Y de nuevo abrazó efusivamente al cantor.
—¡Suéltalo! —le gritaron—. ¿No ves, bruto, que está rendido? ¡Anda! Te has pegado a él como una hoja mojada.
—Bueno, que se siente. Voy a beber a su salud. Extenuado el cantor, se dejó caer en un banco. —Cantas bien —dijo Nicolai recalcando la frase, como quien conoce el valor de sus palabras—. Ahora vamos a oír a Iacka.
—¡Sí, ha cantado muy bien, muy bien! —exclamó de pronto Polecka, la mujer del tabernero.
—¡Ah, esa cabeza cuadrada de Polecka! —dijo Obaldoni—. ¿Qué te pasa, Polecka?
Diki Barin le interrumpió: —¡Insoportable bestia! ¿Vas a callarte?
—Yo no hago nada —rezongó Obaldoni—. Si... so. lamente que...
—Basta, cállate.
Y Barin se dirigió a Iacka: —Empieza, hermano.
—No sé lo que es, pero tengo algo aquí, en la garganta. No puedo...
—Nada de remilgos —dijo Nicolai—. Y procura cantar tan bien como el capataz.
Se quedó Iacka durante un rato con la cabeza entre las manos, luego se recostó en la pared. Tenía el rostro pálido como el de un muerto y los ojos abiertos a medias.
Lanzó un largo suspiro y empezó.
Primero fue un sonido débil, tembloroso, algo como un vago y lejano eco. Produjo una singular impresión.
Siguió un sonido más amplio, más atrevido; con admirable destreza el artista abordó el tono alto. Sabía gobernar su voz e hizo vibrar las notas con extraordinario talento.
Todos nos maravillamos cuando entonó este canto melancólico: Muchos senderos llevan al bosque florecido.
Estas palabras hicieron gran efecto. Rara vez había oído una voz tan bella expresar tan bien los acentos de la pasión y de la desesperación, de la calma y de la dicha. Era realmente un canto ruso, una romanza que tocaba el corazón.
Iacka se animaba más y más, se dejaba llevar por la inspiración que lo dominaba y que comunicaba a sus oyentes.
Recordé un día en que yo estaba, a la hora de la pleamar, en una playa donde las olas venían a deshacerse tumultuosamente. Una gaviota de blancas alas bajó a posarse cerca de mí. Estaba vuelta hacia el mar cubierto de púrpura, y de cuando en cuando abría sus grandes alas como saludando a las olas y al disco del sol.
Este recuerdo acudió a mi memoria mientras miraba a Iacka, inmóvil ante nosotros y dando toda su alma en la voz y encantándonos con sus hermosas melodías.
Cada una de sus graves notas tenía algo de grande, de vago, como el horizonte de nuestras estepas. Ya me subían las lágrimas a los ojos, cuando alguien empezó a sollozar cerca de mí. Me di la vuelta; era la mujer de Nicolai, que lloraba apoyándose en la ventana.
Iacka miró hacia ella, y desde ese momento su voz fue aún más bella y arrebatadora. Estábamos todos sobreexcitados. No sé cómo habría concluido aquello si el cantor no se hubiese parado en medio de una nota alta.
Nadie se movió. Nadie dijo una sola palabra. Iacka nos había transportado a un mundo nuevo.
—Iacka —dijo al fin Diki Barin poniéndole una mano en la espalda. Pero no pudo decir más.
El capataz, levantándose, se aproximó, y balbuceó penosamente: —Tú..., eres tú..., ganaste... Y enseguida salió afuera.
Apenas se hubo marchado, el encantamiento en que estábamos sumergidos empezó a disiparse. Obaldoni dio un salto, procurando reír y agitando sus largos brazos. Morgach felicitó al artista y Nicolai no pudo menos que ofrecer un segundo cuartillo. Diki Barin era feliz y la sonrisa que vagaba en sus labios contrastaba singularmente con la expresión habitual de su rostro.
En cuanto al campesino de los andrajos, lloraba como un niño, y de cuando en cuando le oíamos exclamar: —¡Que sea yo un hijo de perra si éste no ha cantado bien!
El cantor gozaba su triunfo. Hizo que buscaran al capataz. Pero no se le encontró. Obaldoni llevó a Iacka hasta el mostrador, clamando: —¡Sigue cantando, canta hasta la noche!
Me retiré después de mirar una vez más a Iacka. Afuera el calor era excesivo, la atmósfera de fuego. En el azul del cielo se hubiera dicho que vagaban puntos luminosos.
No se escuchaba ruido alguno. Y esta calma aumentaba más aún la hermosura de la naturaleza. Agobiado por la fatiga, llegué hasta un cobertizo, donde me tendí sobre las hierbas que acababan de cortar. Tenía el heno un aroma embriagante. Tardé mucho en dormirme. El canto de Iacka resonaba en mis oídos. Pero el cansancio y el calor me dominaron. Desperté cuando ya era de noche. Los últimos resplandores del crepúsculo huían en el horizonte, algunas estrellas brillaban con vivo fulgor. Perduraba en la temperatura mucho calor del día, y con el pecho oprimido se ansiaba un soplo de aire.
En la aldea se encendieron algunas luces, y la ventana de la taberna estaba plenamente iluminada. Llevado por la curiosidad, me dirigí hacia la casa de Nicolai. Miré a través de los cristales y tuve una impresión de repugnancia. Aquellos a quienes había visto por la tarde estaban todavía, pero en completo estado de embriaguez. Iacka tartamudeaba una especie de canción, mientras el campesino andrajoso y Obaldoni intentaban bailar.
Solamente Nicolai, en su carácter de tabernero, conservaba su dignidad. Había algunas personas nuevas, pero Diki Barin ya no estaba.
Dejé la ventana y descendí de la altura en que está la aldea.
Ondas de bruma inundaban la llanura y parecían confundirse con el suelo. Andaba a la ventura, cuando una voz infantil sonó en el oído: —¡Antropka! ¡Antropka!