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Es un hombre forzudo, de mejillas frescas y coloradas. Ahora está algo grueso, sus cabellos blanquean y los rasgos de su cara están hinchados por la grasa. Pero conserva un aire de gran benevolencia.

Hace más de veinte años que habita en el caserío. Es muy listo y posee el don de atraer a los parroquianos, sin gastar nunca amabilidades extraordinarias.

Le gusta a la gente estarse allí, bajo su mirada paternal y cortés. Tiene finura, es escrutador, conoce a fondo a cuantos le rodean y la vida que llevan. Pero nunca se daría a repartir censuras y halagos. Permanece tranquilamente a la sombra, detrás de su mostrador. Cuando la taberna está vacía, se sienta a la puerta y traba conversación con los transeúntes. Ha visto y observado mucho. ¡Conoció a tantos gentileshombres que venían a proveerse de aguardiente en su casa! ¡Cuántos se han arruinado! ¡Cuántos han muerto! Las autoridades civiles le respetan y el "stanovoi" nunca pasa delante de su "isba" sin entrar a saludarle. Verdad que se le deben servicios. Hace algún tiempo detuvo a un ladrón y le obligó a devolver lo que había Es casado. Su mujer, delgada y flacucha como era, ha engrosado. Supo merecer la entera confianza de su marido y éste le deja llaves y cuidado del negocio, y ella sabe hacerse temer tanto como Nicolai. Tienen hijos todavía pequeños, pero ya inteligentes y astutos, como lo denuncia su cierto aspecto de zorros.

Un día, al empezar la tarde, caminaba yo por lo alto del barranco. Era el mes de julio y hacía un calor tórrido. Volaba en los aires un polvo blanco que sofocaba.

Los cuervos, erizadas las plumas, entreabierto el pico, parecían implorar caridad. Solamente los gorriones no dejaban su griterío y se perseguían piando con la vivacidad de siempre.

Me moría de sed. No tienen pozo los habitantes de esta aldea. Se conforman con el agua barrosa de un estanque cercano. A mí este limo me repugnaba y decidí pedir a Nicolai un vaso de "kvass" o de cerveza.

Sí, como dije, nunca es atrayente el aspecto de la aldea, durante el verano resulta absolutamente espantoso; la deslumbradora claridad del sol hace resaltar toda la fealdad de estos techos de paja. El barranco profundo, una plazuela quemada por el sol y donde se ven algunas gallinas héticas; luego el estanque negro, bordeado de lodo por un lado, y en el otro un dique en ruinas; y más lejos un ribazo donde un rebaño de ovejas busca una brizna de pasto.

Entré en la aldea. Me miraban los chiquillos con aire de asombro. Sus ojos se dilataban para verme mejor y los perros ladraban en todas las puertas. Minutos después llegaba al "prytinni".

Un campesino alto salió a la puerta. Estaba sin sombrero y retenía su capa de frisa un grueso cinturón. Su cara era flaca y una espesa cabellera gris dominaba su frente arrugada; llamaba a alguien y no parecía del todo dueño de sí, indicio cierto de abundantes libaciones.

—¡Ven! —gritaba con voz ronca y realzando las espesas cejas—. Parecería que no puedes arrastrarte siquiera. ¡Vamos, hermano, pronto!

El hombre a quien se dirigía era pequeño, rechoncho y cojo. Venía por el lado derecho de la "isba". Llevaba una larga túnica bastante limpia, un bonete muy puntiagudo, encasquetado, lo que le daba una expresión maliciosa. Una perpetua sonrisa, fina y amable, vagaba constantemente en sus labios.

—¡Voy, querido! —dijo acercándose a la taberna—. ¿Por qué me llamas? ¿Qué ocurre?

—¡Ah!, ¿qué puede hacerse en una taberna, amigo? Hay gente que te espera: Iacka el Turco, Diki Barin y el capataz de Jisdra. Han apostado un cuarto de cerveza a ver quién canta mejor.

—Iacka va a cantar —dijo el recién llegado, es decir, Morgach.

—¿Verdad, hermano? ¿No será molestarse en vano?

—No —dijo el otro, Obaldoni—, cantarán. Hay una apuesta.

—Entremos, entonces —y agachándose pasaron el umbral de la taberna.

Esta conversación me interesó, porque había oído hablar de Iacka el Turco como de un gran cantor. Quise juzgar por mí mismo, alargué el paso y entré en la "isba".

No han entrado muchas personas en una taberna de aldea. Tal vez los cazadores las conozcan porque en todas partes se meten.

Esta clase de establecimientos se componen, ordinariamente, de una entrada oscura. Luego hay una espaciosa pieza dividida por un tabique. Nunca los clientes franquean esta separación, en la que se ha practicado una abertura que permite ver lo que sucede al otro lado. Hay una larga mesa de encina, y sobre esta especie de mostrador el dueño del "prytinni" sirve las bebidas. Detrás del tabique se ven las "chtofs" cuidadosamente tapadas. En la parte donde están los parroquianos no hay, generalmente, más que algunas barricas vacías, un banco y una mesa. Y suspendidas en la pared unas groseras "lubotchnyas".

Mucha gente estaba ya reunida cuando llegué. Nicolai estaba detrás del mostrador, con su aire regocijado, y servía aguardiente a los que iban entrando.

En medio de la pieza estaba Iacka el Turco, hombre de unos veinticinco años, pálida y flaca la cara, de cuerpo delgado y largo. No parecía gozar de buena salud. Sus salientes pómulos, mejillas sumidas y ojos grises, denunciaban un alma apasionada.

Presa de una enorme emoción, temblaban todos sus miembros y su respiración era desigual. Le dominaba la idea de que iba a cantar en público. A su lado había un hombre de más o menos cuarenta años, alto y fuerte. Todo lo contrario de Iacka, sus anchas espaldas hacían juego con sus brazos nerviosos y fuertes. Algo cobrizo el cutis, como el de los tártaros. A primera vista su semblante parecía cruel, pero luego se advertía cierta dulzura reflexiva. Rara vez levantaba los ojos y entonces echaba una ojeada a su alrededor, como un toro bajo el yugo. Su vieja levita parecía raspada, de tan usada, y la corbata era ya una simple hilacha. Así era el llamado Diki Barin por Obaldoni. Frente a ellos estaba sentado el capataz de Jisdra, el rival de Iacka.

Éste era un hombre de estatura mediana, bien formado. Tenía cara cenceña, crespos los cabellos, nariz levantada, era ojizarco y sedosa su barba. Hablaba poco, tenía las manos bajo las piernas, movía un pie, después el otro; y llamaba así la atención sobre sus botas coloradas y sin elegancia. Llevaba un "armiak" de tela gris sobre una camisa roja ceñida al cuello.

A través de la ventana penetraban pocos rayos de sol. Pero eran tales, en la "isba", la oscuridad y la humedad, que no se advertía aquella luz.

El calor sofocante del mes de julio se transformaba allí en una atmósfera de frescura húmeda que le envolvía a uno como en una nube.

Mi llegada molestó al principio a los parroquianos de Nicolai. Pero como vieron que éste me saludaba, todos se inclinaron.

Fui a sentarme en un rincón, al lado de un campesino andrajoso.

—¡Vamos! —gritó Obaldoni, después de haber vaciado de un sorbo su copa de aguardiente. Y añadió algunas palabras extrañas—. ¿Por qué no se comienza? ¿Qué dices, Iacka?

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