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El señor Stoppel era un fino conversador, y dijo con la mayor desenvoltura estas palabras. Tikone, pasmado, no sabía qué responder. Escuchaban los herederos al hombre espiritual, que repitió su pregunta. Pero Tredopuskin, con la mirada perdida, no sabía qué responder.

—Le felicito a usted —dijo Stoppel—. Os felicito, nuevo señor. Verdad que pocas personas se aven drían a emplear vuestros medíos de hacer fortuna. Pero cada uno tiene sus gustos, ¿no?

Alguien, en el fondo de la sala, hizo oír una exclamación de asombro. El señor Stoppel supuso que semejante burla era una alabanza, e insistió con ganas: —¿Podría usted decirnos qué clase de mérito le ha hecho a usted digno del pequeño legado? Aquí estamos en familia, hable usted sinceramente.

No comprendió Tíkone las palabras del señor Stoppel, se limitó a menear la cabeza. Otro heredero, hombre joven, con la frente llena de placas amarillas, gritó —Sí, sí, tiene usted razón. Usted seguramente sabe caminar con las manos, o bailar con las piernas al aíre.

—O imita el canto del gallo.

Y otro, después de una risotada: —O tal vez baila sobre esa nariz.

Una voz gritó al fin: — ¡Basta! ¿No tenéis vergüenza de atormentar a este pobre hombre?

Todos se volvieron. Era Chertapkanof. Pariente lejano del difunto, le habían convocado también. Según su costumbre, se había mantenido apartado y no conversaba con nadie.

—¡Basta! —gritó moviendo la cabeza, furibundo.

El elegante Stoppel, al ver en el interruptor un hombre de escasa apariencia, no le tomó en serio.

—¿Quién es? —preguntó.

—Cualquier cosa —le dijeron al oído. Confirmada su sospecha, le habló con altanería: —¿Desde cuándo tenemos un inspector general supremo? ¿Qué clase de pájaro es usted?

Chertapkanof saltó como un cohete y gritó tartamudeando de coraje: —¿Quién soy yo? Pantalei Chertapkanof, de la más rancia nobleza. Mi bisabuelo estuvo en el sitio de Kazán, bajo el Terrible. Y tú, ¿eres noble siquiera?

Adamych palideció. La interpelación, tan espontánea y viva, le había turbado. Chertapkanof se adelantó impetuosamente hacia él, que retrocedió asustado.

—¡Quiero dos pistolas! ¡Armas, pronto! A tres pasos de distancia. O pídeme perdón y lo mismo a este pobre hombre.

—Dadle explicaciones —clamó la asamblea—. Es un loco. ¡Cuidado!

—Perdón —balbuceó Stoppel—. Yo no sabía...

—Y a él, a él, pídele perdón —le impuso Chertapkanof con una voz firme.

—Perdóneme usted también —añadió el otro, que pasaba por el espantoso trance.

Pantelei tomó de la mano al antiguo bufón y cruzó la sala con él. La asamblea, tan ruidosa momentos antes, se había calmado como por ensalmo.

A partir de ese día tan fértil en emociones, los dos señores terratenientes ya no se separaron. Tikone, débil y fofo, profesaba a su amigo una especie l de culto. Consideraba a Pantalei un hombre instruido, inteligente, extraordinario.

Y, sin duda, su educación, aunque deficiente y mala, era muy superior a la de Tikone. Hablaba el ruso y mal el francés. En materia de grandes espíritus rusos, estimaba a Dervajine y tenía pasión por Marlinski.

* * * Días después de mi encuentro con los dos amigos, fui a visitar a Chertapkanof en Bezsonovo. Desde lejos se veía su casa, edificada en un sitio sin árboles, sobre una tierra alta, y parecía un nido de águilas en las rocas inaccesibles.

Las dependencias de la finca formaban cuatro cuartos: el establo, la cochera, los baños y el cobertizo.

Ni foso ni empalizada rodeaban la propiedad ni señalaban el límite del señorío.

Al llegar cerca del cobertizo hallé cuatro o cinco perros ocupados en despedazar el cadáver de un viejo caballo. Uno de ellos levantó un momento su hocico teñido de sangre, miró y volvió a devorar. Junto a los perros había un muchacho de cara pálida, vestido a la manera cosaca. Amenazaba a los animales con un largo látigo.

—¿Está tu amo? —le pregunté.

—Llamad con las manos.

Bajé del coche y entré por la galería.

No tenía apariencia de lujo la casa de Chertapkanof. Las vigas de la armazón, ennegrecidas por el tiempo, habían cedido en más de un lugar; las chimeneas estaban en ruinas. Los pequeños cristales, de azulados reflejos, tenían cierto aspecto melancólico, y encajados en aquellos muros amarillentos, antiguos, daban la impresión de ojos, ojos turbios de viejas malvadas.

Llamé y nadie respondió.

Adentro hablaban, sin embargo. Y oí las siguientes palabras de una voz gritona: —A. B. C. D. Vamos, pues, imbécil.

Volví a llamar y la misma voz gritó: —Entrad, entrad.

Di con una antecámara oscura, inmediata a una pieza con la puerta abierta. Allí estaba Pantalei, abrigado con un batán que se abría sobre largos pantalones y sentado en una vieja silla. Con una mano cerraba el hocico a un perro de aguas y con la otra le acercaba a la nariz un pedazo de pan.

—¡Ah! —dijo con dignidad—, encantado de veros. Estoy dando una lección a Vinzov. ¡Tikone! Ven aquí, hay una visita.

—¡Voy! —respondió Tikone.

—¡Eh, María, dame el látigo!!

Y reanudó tranquilamente la lección de su perro.

Mientras tanto, yo examinaba la habitación. Una mala mesa de cuatro patas disparejas y seis sillas desfondadas componían todo el moblaje. Las paredes, blanqueadas de cal, tenían manchitas que representaban estrellas. Bajo un velo de polvo un antiguo espejo. Y telas de araña colgando del cielo raso resquebrajado.

—A. B. C. D. —pronunciaba lentamente Chertapkanof. Luego exclamó de repente, haciendo una contorsión—: ¡Bestia estúpida, come!

Modestamente, el pobre animal estaba sentado sobre sus patas traseras; manso y bueno, atendía cada movimiento de su amo y procuraba cumplir enseguida sus órdenes. Pantalei le ofrecía de comer, gritando: —¡Come, pues, animal!

Al ver que no se decidía a comer, le dio un puntapié. El perro se alejó sin quejarse, aunque debió de dolerle que le tratasen tan mal delante de una visita.

Se abrió la puerta contigua y entró Tredopuskin haciendo reverencias.

Me levanté y fui hacia él.

—Por favor, os lo ruego, no os levantéis.

Nos sentamos juntos, mientras Chertapkanof se iba a otra pieza.

—¿Hace tiempo que estáis en nuestra tierra de Canaán? —me preguntó Tredopuskin, después de toser discretamente, apoyando la punta de los dedos sobre su labio superior.

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