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– Consideraré su petición -dijo Ulises- y contestaré en los próximos días. Entre tanto, a menos que haya algo más de que hablar, sigamos.

– Sólo hay cosas triviales, noticias y rumores que traigo de muchas aldeas de muchas tribus de distintos pueblos -dijo Ghlij-. Algunas pueden resultaros entretenidas e incluso instructivas, mi Señor.

Ulises no sabía sí esto último era una burla a la supuesta omnisciencia de un dios, pero decidió no pararse en ello. Sin embargo, si se hacía necesario, podía agarrar a aquel pequeño y flaco monstruo y retorcerle el cuello como lección. Los hombres murciélagos podían ser sagrados, o al menos privilegiados, pero si aquel tipo se ponía demasiado ofensivo, podía dañar la imagen de Ulises como dios.

Bajaron el cerro y cruzaron el valle, pasando un puente de madera que cruzaba un arroyo de unos cien metros de anchura. Al otro lado, había campos de maíz y otras plantas, y también prados en los que ovejas de lana roja con tres cuernos retorcidos pastaban la larga hierba verde azulada. El gran número de azadas y hoces de piedra y madera abandonados en los campos mostraban que mujeres y niños habían estado trabajando hasta el último momento.

Al compás de los tambores, los wufeas llegaron a las puertas, y allí Ulises se enfrentó a jefes y sacerdotes. El hombre murciélago se había lanzado desde la ladera y había volado sobre ellos mientras cruzaban el valle. Entonces descendió y aterrizó a escasa distancia de Ulises, corriendo un breve trecho después de llegar a tierra. Regresó, balanceándose sobre sus zambas piernas, con sus huesudas y coriáceas alas medio abiertas.

Hubo más conversación, con Ghlij como intermediario. Cuando el jefe supremo, Dchidaumoj, se puso de rodillas y frotó su frente con la mano de Ulises, los otros jefes y sacerdotes le imitaron y Ulises y su cortejo entraron en la aldea.

Hubo varios días de festejos y discursos antes de que Ulises continuase su marcha. Visitó en total diez aldeas wuagarondites. Ulises tenía curiosidad por saber qué pago recibía Ghlij por sus servicios. Ghlij iba ahora con ellos cabalgando a espaldas de un guerrero wuagarondite, sus torcidas piernas alrededor del grueso cuello peludo.

– ¡Mi paga! -dijo, agitando su mano grácilmente-. Oh, me alimentan, me alojan y se cuidan de algunas necesidades más que tengo. Soy persona sencilla. No quiero más que hablar con muchas gentes distintas, conversar, satisfacer mi curiosidad y la suya, ser servicial. De ese servicio es de donde obtengo mi mayor alegría.

– ¿Eso es todo lo que pides?

– Bueno, a veces acepto algunas chucherías, piedras preciosas o figurillas de buena talla, cosas así. Pero mi principal mercancía es la información.

Ulises nada comentó, pero percibió que había más en el negocio del Ghlij de lo que él decía.

En el camino de vuelta a la primera aldea wuagarondite, el jefe, Dchidaumoj, le preguntó qué pensaba nacer con el Viejo Ser de la Mano Larga.

– Las gentes de Nicheimanaj, la tercera aldea que visitamos, han enviado un mensajero diciendo que el Viejo Ser asoló uno de sus campos de nuevo. Mató además a dos guerreros que fueron en su persecución.

Ulises suspiró. No tenía más remedio que actuar.

– Vayamos inmediatamente tras esa criatura -dijo. Llamó a Ghlij a su lado y le preguntó:

– ¿Te han utilizado alguna vez los wuagarondites para localizar al Viejo Ser de la Mano Larga?

– Nunca -contestó Ghlij.

– ¿Por qué no?

– Nunca se les ocurrió, supongo.

– ¿Y tú nunca pensaste decirles lo valioso que podía ser?

– No. Imagino que el Viejo Ser es de más valor para mí vivo que muerto. Si muere, tendré muchas menos noticias interesantes.

– Localiza al Viejo Ser -dijo Ulises.

Ghlij achicó los ojos y sus finos labios se hicieron un hilo. Pero dijo:

– Por supuesto, mi Señor.

Ulises sabía, por conversaciones que había escuchado, que por lo menos cuatro generaciones de wuagarondites habían conocido al Viejo Ser. Pero no siempre estaba en territorio wuagarondite. A veces desaparecía durante años, durante los cuales debía de estar asolando los campos de gentes desconocidas del norte, el oeste, y quizás el gran bosque del este. Era un animal inmenso y tenía un gran territorio que cubrir.

Según la descripción que había ido componiendo entre todo lo que le dijeron, Ulises sabía que el Viejo tenía que ser un elefante de uno u otro género. ¡Pero qué elefante! ¡Debía de tener una altura de siete metros hasta el lomo y cuatro colmillos! Los colmillos superiores curvados hacia arriba y los inferiores hacia abajo y hacia atrás. La Larga Mano era la trompa.

La astucia del Viejo Ser, su habilidad para esquivar las trampas, sus mortíferas emboscadas, su destreza para desaparecer, eran legendarias.

– Es mucho más inteligente de lo que podría esperarse de un ser irracional -dijo Ulises a Ghlij. Awina estaba cerca de ellos.

– ¿Quién dijo que no supiese hablar? -dijo Ghlij.

– ¿Quieres decir que habla? -preguntó Ulises, sorprendido. Ghlij bajó los párpados y dijo:

– No puedo decirlo con seguridad, claro. Quiero indicar sólo que nadie sabe realmente si puede hablar o no.

– ¿Es el único de su género? -dijo Ulises.

– No estoy seguro. Hay quien dice que hay muchos de su género varias jornadas al norte. No sé.

– Deberías saberlo -dijo Ulises-. Andas mucho por ahí, Y vuelas lejos, y aunque tu no vayas al norte, sin duda otros de los tuyos lo hacen.

– No sé -dijo Ghlij, pero Ulises creyó percibir una burla apenas reprimida en su expresión. Contuvo su cólera, sin embargo, y dijo:

– Dime, Ghlij, ¿has visto alguna vez…? -pero se detuvo.

No había palabra en el idioma wufea equivalente a metal. Al menos que él supiera. Pasó a describir el metal. Luego, recordando su cuchillo, lo sacó y lo abrió. Ghlij, los ojos muy abiertos, respirando más apresuradamente de lo que debería, pidió permiso para coger el cuchillo. Ulises le observó mientras pasaba suavemente el borde de su pulgar por el filo, lo probaba con su áspera lengua y lo colocaba liso sobre la velluda mejilla. Por último le entregó de nuevo el cuchillo.

Los nechgais, dijo, contestando a las preguntas de Ulises, eran una raza de gigantes que vivían en una aldea giganta de casas gigantescas hechas de extraño material. Quedaba su ciudad en la costa sur de aquella tierra. Al otro lado de Wurutana. Los nechgais caminaban sobre dos piernas, y sólo tenían dos colmillos, muy pequeños en comparación con los del Viejo Ser. Pero tenían grandes orejas y una nariz tan grande que les llegaba a la cintura. Parecían descender de una criatura parecida al Viejo Ser.

Ulises estaba tan lleno de preguntas que no sabía cuál hacer primero.

– ¿Qué idea tienes tú de Wurutana? -preguntó. Formuló así su pregunta porque no quería que Ghlij supiese de su ignorancia sobre su antiguo enemigo. Ghlij, sorprendido, preguntó a su vez:

– ¿Qué queréis decir? ¿Mi idea?

– ¿Qué es Wurutana para ti?

– ¿Para mí?

– Sí. ¿Cómo le definirías?

– El Gran Devorador. El Todopoderoso. El Que Crece.

– Sí, ya lo sé, pero ¿qué te parece? A ti.

Ghlij debió de suponer que Ulises intentaba obtener una descripción de algo que no conocía. Ghlij sonrió tan sarcásticamente que Ulises sintió deseos de aplastar su pequeño cráneo.

– Wurutana es tan grande que no encuentro palabras para describirlo.

– ¡Tú, chismoso! -dijo Ulises-. ¡Mono con alas! ¿Que no puedes encontrar palabras?

Ghlij le miró hosco pero no dijo nada. Entonces, Ulises añadió:

– Bien, ¿qué esperas? ¡Cuéntame! ¿Hay seres como yo en alguna parte de esta tierra?

– ¡Oh, claro que los hay! -contestó Ghlij.

– Está bien, ¿Dónde?

– Al otro lado de Wurutana. Junto al mar, en la costa, varias jornadas al oeste de los nechgais.

– ¿Por qué no me hablaste de ellos? -gritó Ulises. Ghlij parecía atónito.

– ¿Por qué habría de hacerlo? -dijo-. Vos no me preguntasteis por ellos. Es cierto que se os parecen mucho, pero no son dioses. Son sólo otra raza de seres inteligentes, para mí.

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