Las puertas de la empalizada estaban abiertas a unos campos de maíz y de otras plantas que había fuera. Trabajaban en ellas las hembras, mientras los niños corrían y jugaban y los jóvenes trabajaban con sus madres. Machos armados montaban guardia entre los campos; había otros en puntos de observación elevados alejados de los campos y dominándolos, y también y había observadores dentro de la empalizada.
El sol y el cielo azul eran los que conocía de toda la vida.
Los hombres gato, evidentemente, esperaban que él hiciese algo. Él esperaba no hacer nada que convirtiese su respeto en hostilidad. Estaba completamente desconcertado, y se hubiese vuelto loco de no ser por la firme base pragmática de su carácter.
La única salida sería aprender el idioma.
Indicó a la hembra a la que había visto primero, la que le recordaba la gata siamesa de su hermana. Se señaló a sí mismo y dijo:
– Ulises Singing Bear.
Ella le miró. Los otros murmuraron y se agitaron inquietos.
– Ulises Singing Bear -repitió.
Ella sonrió, o al menos abrió la boca mucho. Una sonrisa temible. Aquellos dientes podían arrancar un pedazo de carne de un solo mordisco. No es que fuesen proporcionalmente del mismo tamaño que los del gato casero. Eran pequeños en realidad, y los caninos sólo un poco mayores que los otros. Pero eran muy agudos y afilados.
Ella dijo algo, y él repitió su nombre. Era evidente que intentaba repetir las palabras, aunque quizás no supiese que estaba diciendo su nombre.
Al cabo de un rato, ella dijo también:
– Wurisa asiingagna wapiira.
Esto fue lo más que pudo aproximarse a los sonidos del inglés.
El se encogió de hombros. Tendría que adaptarse él. Aprendería su lenguaje.
– Wurisa -dijo, y sonrió.
La mayoría de ellos parecían desconcertados, y sólo mucho después supo por qué. Después de todo, se espera que el dios de uno sepa hablar el idioma de sus adoradores. Pero allí estaba su dios salvador, al que habían estado esperando cientos de años, que no sabía hablar la lengua de los dioses.
Afortunadamente, los wufea eran tan capaces de razonar como los seres humanos. Su sumo sacerdote y la hija de éste, Awina, dieron la explicación de que se hallaba presa de un sortilegio de Wurutana, el Gran Devorador, cuando Wuwiso, el dios de los wufeas, se había convertido en piedra. Wuwiso había olvidado su idioma, pero volvería a aprenderlo rápidamente.
Su principal instructor fue Awina. Ella estaba con él casi siempre, y como le encantaba hablar, aunque fuese con un dios que medio la aterraba, le enseñó enseguida. Ella era inteligente (a veces pensaba si no sería más inteligente que él) e ideó varios medios de acelerar su aprendizaje.
Ella tenía también sentido del humor, y cuando Ulises mostró entender un chiste, ella se dio cuenta de que su alumno avanzaba con rapidez. Él se sintió, por su parte, tan satisfecho de sí mismo y de ella que casi la besó. Pero entonces se cogió a sí mismo, como si dijéramos, por la piel del pescuezo y se empujó hacia atrás. Había llegado a tomar gran cariño a aquella criatura ágil y alegre. Pero no pretendía ir tan lejos. Sin embargo, ella era el punto focal, una isla en un universo desconocido y en un cambiante mar, y era una persona con la que resultaba agradable estar. Cuando ella se iba, sentía agitarse la inquietud en su interior, como lava bajo una puerta de hierro.
Por la época en que reconoció el primer chiste, se había familiarizado con el interior de la aldea y con la zona que la rodeaba en un radio de varios kilómetros. Siempre le acompañaban un sacerdote y una docena de jóvenes guerreros. Caminaban en cualquier dirección durante varios kilómetros, pero pasada cierta distancia se detenían. Él quería seguir, pero por otra parte no se sentía en condiciones de forzar las cosas con los que eran, después de todo, sus guardianes.
Al norte y al oeste la tierra era de cerros altos y redondeados, lagos y pequeños ríos y numerosos arroyos. Era como los alrededores de Syracusa. Al este, tras unos kilómetros de cerros, había un gran bosque de árboles de hoja perenne. Al sur, se extendían unos dos kilómetros de colinas y luego comenzaba de pronto una llanura. Se perdía a lo lejos y ni siquiera desde la cima de un cerro de unos doscientos metros de altura podía ver dónde terminaba la llanura. En el horizonte había una gran masa oscura que pensaba que podría ser una cadena montañosa. Luego, en el segundo viaje, concluyó que se trataba de un banco de nubes. La tercera vez que fue llegó a la conclusión de que no sabía lo que podía ser.
Le preguntó a Awina, y ésta pareció extrañada y dijo: «¡Wurutana!» Parecía como si no entendiese por qué él le preguntaba aquello.
Wurutana, supo entonces, significaba el Gran Devorador. Significaba también algo más, pero no conocía lo bastante bien el idioma para captar ciertas sutilezas.
Según Awina, había otras aldeas Wufeas al norte y al este. Sus enemigos, que se llamaban a sí mismos wuagarondites, vivían al oeste y al norte. En aquella aldea vivían unos doscientos individuos, y había en total unos tres mil wufeas.
Los wuagarondites tenían su propio idioma, que no estaba relacionado con el wufea, pero ambos grupos utilizaban un tercer idioma, un idioma de comercio y comunicación.
Esta lengua se llamaba ayrata.
Los wufeas no tenían tampoco metal propio, ni habían oído hablar de él. El cuchillo de Singing Bear era el primer objeto de acero que veían.
Además, no conocían el arco. El no comprendía cómo era posible tal cosa. Era admisible que no conociesen los metales porque quizás no los hubiese en aquella zona. Pero incluso las gentes de la Edad de Piedra tenían arcos y flechas. Luego recordó que los aborígenes australianos tenían tal retraso tecnológico que no habían descubierto el arco. No había razón alguna por que no lo hubiesen hecho. Eran lo bastante inteligentes. Pero no habían inventado el arco. Y entonces pensó en los indios americanos, algunos de los cuales ponían ruedas a los juguetes de sus hijos y no conocían sin embargo los usos de las ruedas, no habían construido grandes carros ni carretas.
En sus viajes, especialmente hacia el este, buscó madera adecuada y encontró un árbol que le parecía un tejo. Hizo que sus guardias cortasen ramas con sus hachas de piedra, y que llevasen la madera. Luego buscó tripa para la cuerda y plumas, y tras unos cuantos ensayos consiguió fabricar unos cuantos arcos y flechas.
Los wufeas estaban asombrados, pero enseguida captaron la utilidad y aprendieron el manejo, de los nuevos instrumentos. Tras practicar un rato con los blancos que él les construyó, sacaron a un prisionero wugarondite. Lo llevaron hasta pasados los campos y luego le dijeron que siguiese.
Ulises vaciló, porque no sabía hasta dónde podía extenderse su autoridad. Sabía por entonces que él era una especie de dios. Se lo habían dicho y aunque no lo hubieran hecho lo habría sospechado por su actitud. Había tomado parte incluso en varias ceremonias en el templo, aún no reconstruido del todo. Pero no sabía exactamente qué clase de dios era y qué poderes tenía. Parecía un momento adecuado para descubrirlo. No tenía razón alguna para interceder por el prisionero, pero se sintió incapaz de no hacerlo. No podía quedarse allí mientras los jóvenes guerreros probaban su puntería con el hombre mapache.
Al principio, algunos de los wufeas parecían inclinados a discutir. Le miraron con dureza y los hubo que incluso murmuraron algo entre dientes. Pero nadie se le opuso abiertamente, y cuando el sumo sacerdote, el padre de Awina, Aizira, se lanzó hacia ellos, agitando su cetro con sus cabezas de serpientes y de grandes aves y sus guijarros repiqueteantes en una calabaza, logró asustarles. La esencia de su discurso fue que se hallaban bajo un nuevo régimen. Sus ideas de lo que debería hacer un dios no tenían por qué coincidir exactamente con las ideas del propio dios. Si no se sometían rápidamente, podrían verse convertidos en piedra por los rayos lanzados por el dios. Eso invertiría el proceso por el que había despertado el dios de piedra, convirtiéndose en carne y volviéndose a caminar entre ellos.