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Tras el portaestandarte y los músicos, que interpretaban música atonal, iban el sumo sacerdote y sus dos acólitos. Estos llevaban gorros de plumas, grandes cuentas y adornos, y blandían cetros. Tras ellos iba un grupo de veinticinco jóvenes guerreros, todos adornados con plumas, cuentas y dibujos pintados en verde, negro y rojo en la cara y el pecho. Tras ellos iba un grupo de sesenta guerreros más viejos. Todos los guerreros iban armados de cuchillos de piedra, tomahawks y azagayas y llevaban arcos y carcajs de flechas. Estaban deseando probar sus nuevas armas con los wuagarondites. Es decir, lo estaban los guerreros más jóvenes. Los más viejos a duras penas ocultaban su menosprecio por las nuevas armas cuando Ulises llegaba hasta ellos y podía oírlos. Pero oía mejor de lo que pensaban.

A un lado, paralelos a los guerreros más jóvenes, iban la docena de wuagarondites. También llevaban armas, y parecían más tristes de lo que debieran. Les había asegurado Singing Bear que su pueblo no les haría ningún reproche por haber caído prisioneros. Al principio, los prisioneros protestaron. Dijeron que no se les permitiría ir a los Felices Campos de Guerra (interpretación hecha por Ulises de una frase misteriosa)

Ulises les había dicho que no tenían elección. Además, ahora las cosas eran distintas. Él, el dios de piedra, había decretado que podían ir a los Campos de Guerra Celestes después de que murieran. Es decir, si no persistían en sus estúpidas protestas. Se callaron, pero aún no podían aceptar emotivamente el nuevo orden de cosas.

La procesión caminó con presteza cruzando los ondulados cerros, siguiendo un sendero que los grupos de caza y los grupos de guerra habían utilizado durante generaciones. Había muchos árboles inmensos de hoja perenne y abedules y robles, pero no tantos como para formar un bosque. Había pájaros: petirrojos, cuervos, cornejas, gorriones, un colibrí esmeralda y miel; había ardillas voladoras negro oscuro y rojo mate; había una pincelada de gris que era la zorra; la puntiaguda cabeza de ojos brillantes de un animal parecido a la comadreja miraba por el borde del tronco de un árbol a unos quince metros sobre ellos; una rata roja se escurrió debajo de un tronco caído; y en lo alto de una colina, unos cincuenta metros a su derecha, un coloso marrón se incorporó y les miró. Era un oso totalmente vegetariano y no molestaba a nadie si no le molestaban a él. Comía el grano y los productos de sus huertos si no los guardaban, pero podían espantarle bastante fácilmente.

Ulises respiró bajo el fresco cielo azul y el aire suave penetró en sus pulmones. Los grandes y saludables árboles, los amenos pájaros y la vida animal. Verde por todas partes, aire limpio y sin corrupción, sentimiento de tener ca^a-cio bastante, todo esto combinado le hizo feliz por unos instantes. Pudo olvidar el dolor de saber que quizás fuese el único humano vivo. Podía olvidar… y entonces se detuvo. Tras él, el portaestandarte lanzó una orden, cesó el tambor, se extinguió la flauta, los guerreros bajaron sus murmullos.

Le faltaba algo. ¿Qué era?

No qué. ¿Quién? Se volvió y dijo a Aizira:

– Awina, tu hija, ¿dónde está?

Aizira le miró imperturbable.

– ¿Señor? -dijo.

– Quiero que Awina venga conmigo. Ella es mi voz y mis ojos. La necesito.

– Le dije que se quedara, mi Señor, porque las hembras no van en los viajes importantes entre aldeas, ni en expediciones de paz ni de guerra.

– Pues tendrás que acostumbrarte al cambio -dijo Ulises-. Envía a buscarla. Esperaremos.

Aizira le miró con expresión extraña pero obedeció. Aisama, el guerrero más rápido, corrió hasta la aldea, a kilómetro y medio de distancia. Al cabo de un rato volvió trotando con Awina a unos pasos de él. Llevaba una gorra cuadrada con tres plumas y un triple collar de grandes cuentas verdes al cuello. Corría como lo hacen las hembras humanas, y cuando disminuyó el paso a un ritmo de paseo rápido a unos cien metros de distancia, se movía como se mueve una hembra humana. Sus negras orejas, su rostro, su cola, sus antebrazos y piernas se movían al sol bajo una capa de pálido rojo, y su piel blanca brillaba como si fuese nieve bajo un luminoso sol de primavera. Sus grandes ojos azules y oscuros se posaron en él, y sonreía, mostrando sus dientes como estiletes muy separados.

Cuando llegó a él, se puso de rodillas y le besó la mano, diciendo:

– Mi Señor, lloré porque me dejabas atrás.

– Pronto se secaron tus lágrimas -dijo él.

Prefería pensar que ella había llorado, le resultaba más agradable, pero no podía estar seguro de si ella exageraba o le decía lo que creía que más le gustaría oír. Aquellos nobles salvajes eran tan capaces de disimulo como los más civilizados. Además, ¿debería él desear que ella se ligase a él emocionalmente hasta tal punto? Un lazo así podría conducir a un sentimiento más profundo, sobre cuyas consecuencias ya había él fantaseado. Las imágenes de sus fantasías le estimulaban y le repugnaban al mismo tiempo.

Ella ocupó su lugar a la diestra de él y guardó silencio. Luego empezó a hablar, vacilante, y, al cabo de un rato, charlaba ya por los codos tan divertida y comunicativa como siempre. El se sintió mucho más feliz; el sentido de pérdida se evaporó entre el aire claro y el sol brillante.

Caminaron todo el día, deteniéndose de vez en cuando a descansar o comer. Había suficientes arroyos y riachuelos para disponer de toda el agua que necesitasen. Los wufeas, aunque quizás descendiesen de los gatos, se bañaban siempre que podían. También lamían su propio cuerpo, tal como hacen los auténticos gatos. Eran gente limpia en lo que a sus cuerpos respecta, pero indiferentes a las plagas de sus aldeas, cucarachas, moscas y otros insectos. Y, aunque enterraban sus excrementos, no eran tan limpios con los de sus perros y cerdos y otros animales que poseían.

Al oscurecer, Ulises, sudoroso y cansado, decidió que acamparían para hacer noche junto a un arroyo. Tenía el agua bastante fresca y tan clara que podían verse los peces por el fondo a siete metros de profundidad. Se tendió junto a un árbol caído que cruzaba el arroyo y observó largo rato los peces. Luego se quitó la ropa y se puso a nadar mientras wufeas y wuagarondites le observaban detenidamente como siempre hacían cuando estaba desnudo. Se preguntó si sentirían una secreta repugnancia por su falta de pelo y por la distribución de éste. Quizás no. No podía esperarse que fuese como ellos pues, en realidad, era un dios.

Cuando salió, todos los otros, salvo los guardias que permanecían de vigilancia, y Awina, se bañaron. Ella le secó con un pedazo de piel peluda y luego pidió permiso para bañarse también. Cuando todos salieron él miró hacia el agua desde el tronco. Habían espantado a los peces. Pero unos cien metros más arriba los encontró de nuevo. Utilizó una gran vara de una madera que no conocía, pero que era muy liviana, una cordada hecha de tripa y un anzuelo de hueso con un gusano que Awina le consiguió. Era un animal de grueso cuerpo, del largo de su mano, de un rojo sangre y cuatro grandes ojos falsos compuestos de tres círculos concéntricos de blanco, azul y verde.

Echó el anzuelo doce veces sin éxito. A la treceava vez, picó uno. Entonces, tuvo que tirar directamente de la tripa, pues amenazaba con desprenderse. El pez tenía sólo treinta centímetros de largo, pero era muy fuerte y luchaba con denuedo. Tardó por lo menos veinte minutos en cansarlo. Cuando lo sacó y vio el cuerpo plateado con manchas escarlata y verde pálido, mirándole fijamente con amarillos ojos y cortas y cartilaginosas «patillas», se sintió más feliz incluso. Según Awina, que lo llevó a cocinar, el aipawafa estaba delicioso. Lo estaba.

Aquella noche, tendido en su saco de dormir, contemplando en el cielo la inmensa luna verdiazul y blanca entre las ramas de un abeto, pensó que sólo le faltaban dos cosas para sentirse del todo feliz. Una de ellas era un buen trago de una cerveza oscura y fuerte, alemana o danesa, o un buen whisky. La segunda era una mujer que le amase y a la que él pudiera amar.

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