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Otra vez, como antes, el corazón fue un puño que le vino a la boca y lo empujó a saltar. La luz naciente, el grillo que seguía moliendo la soledad con su organillo destemplado, el aire fresco que subía del universo del jardín, todo contribuyó a hacerlo volver nuevamente al mundo real; pero esta vez podía comprender a qué se debía su sobresalto. Durante los breves minutos de somnolencia y (ahora me doy cuenta), durante toda la noche en que creyó tener un sueño apacible, sencillo, sin pensamientos, su memoria había estado fija en una sola imagen, constante, invariable; en una imagen autónoma que se imponía a su pensamiento a pesar de la voluntad y de la resistencia del pensamiento mismo. Sí. Casi sin que él lo advirtiera «ese» pensamiento se había ido apoderando de él, llenándolo, habitándolo entero, convirtiéndose en un telón de fondo que permanecía fijo detrás de los otros pensamientos, constituyendo el soporte, la vértebra definitiva en el drama mental de su día y de su noche. La idea del cadáver de su hermano gemelo se le había clavado en todo el centro de la vida. Y ahora, cuando ya lo había dejado allá, en su parcela de tierra, con los párpados estremecidos de lluvia, ahora tenía miedo de él.

Nunca creyó que el golpe sería tan fuerte. Por la ventana entreabierta volvió a entrar el olor confundido ya con otro olor a tierra húmeda, a huesos sumergidos, y su olfato le salió al encuentro regocijado, con una tremenda alegría de hombre bestial. Habían pasado ya muchas horas desde el momento en que lo vio retorcerse como un perro malherido debajo de las sábanas, aullando, mordiendo ese grito último que le llenaba la garganta de sal; tratando de romper con las uñas el dolor que se le trepaba por la espalda hasta las raíces del tumor. No podía olvidar sus maceteros de animal agonizante, rebelde ante la verdad que se le había parado enfrente, que se había amarrado a su cuerpo con tenacidad, con una constancia imperturbable, definitivamente como la muerte misma. Él lo vio como en los últimos momentos de su agonía bárbara. Cuando se rompió las uñas contra las paredes, rasguñando ese último pedazo de vida que se le iba por entre los dedos, que se le desangraba, mientras la gangrena se le metía por el costado como una mujer implacable. Después lo vio tumbarse sobre el lecho revuelto, con un mínimo de cansancio resignado, sudoroso, cuando los dientes llenos de espuma le tiraron al mundo una sonrisa horrible, monstruosa, y la muerte empezó a correrle por los huesos como un río de cenizas.

Fue entonces cuando pensé en el tumor que había dejado de dolerle en el vientre. Lo imaginé redondo (ahora sintió él la misma sensación), hinchado como un sol interior, insoportable como un insecto amarillo que alargaba sus filamentos viciosos hacia el fondo de los intestinos. (Sintió que las vísceras se le desajustaron como ante la inminencia de una necesidad fisiológica.) Tal vez yo tenga alguna vez un tumor como el suyo. Al principio será una esfera pequeña pero creciente que se irá ramificando, agrandándose dentro de mi vientre como un feto. Probablemente lo sienta cuando empiece a moverse, a desplazarse hacia adentro con una furia de niño sonámbulo, transitando por mis intestinos, ciego (se llevó las manos al estómago para contener el dolor agudo), con las manos ansiosas tendidas hacia la sombra, buscando la matriz tibia, el útero hospitalario que no ha de encontrar nunca; en tanto que sus cien patas de animal fantástico se irán enredando en un largo y amarillo cordón umbilical. Sí. Quizás yo (¡el estómago!), como este hermano que acaba de morir, tenga un tumor en la raíz de las vísceras. El olor que había mandado el jardín regresaba ahora fuerte, repugnante, envuelto en una tufarada nauseabunda. El tiempo parecía haberse detenido al borde de la madrugada. Contra el cristal el lucero estaba cuajado, en tanto que la pieza vecina, en donde toda la noche anterior estuvo el cadáver, seguía empujando su fuerte mensaje de formaldehído. Era, ciertamente, un olor distinto al del jardín. Éste era un olor más angustioso, más específico que ese confundido olor de las flores desiguales. Un olor que siempre, después de conocido, relacionó con los cadáveres. Era el olor glacial y exuberante que le dejó el aldehído fórmico de los anfiteatros. Pensó en el laboratorio. Recordó las vísceras conservadas en alcohol absoluto; en las aves disecadas. A un conejo saturado de formol se le vuelve dura la carne, se deshidrata y pierde su dócil elasticidad hasta convertirse en un conejo perpetuo, eternizado. Formaldehído. ¿De dónde saldrá ese olor? La única manera de contener la podredumbre. Si los hombres tuviéramos formol entre las venas seríamos como las piezas anatómicas sumergidas en alcohol absoluto.

Oyó, allá afuera, el golpeteo de la lluvia creciente que se venía martillando los cristales de la ventana entreabierta. Un aire fresco, regocijado y nuevo entró cargado de humedad. El frío de las manos se intensificó haciéndole sentir la presencia del formol en las arterias; como si la humedad del patio hubiese entrado hasta sus huesos. Humedad. «Allá» hay mucha humedad. Pensó con cierto disgusto en las noches de invierno en que la lluvia traspasará la hierba y la humedad irá a dormir sobre el costado de su hermano, a circularle por el cuerpo como una corriente concreta. Le parecía que los muertos tuvieran necesidad de otro sistema circulatorio que los fuera precipitando hacia otra muerte irremediable y última. En ese momento deseaba que no lloviera más, que el verano fuera una estación eterna y dominante. Por lo que estaba pensando le disgustaba la persistencia de ese tableteo húmedo sobre los cristales. Quería que la arcilla de los cementerios fuera seca, siempre seca, porque lo inquietaba pensar que pasados quince días, cuando la humedad empiece a correrle por el tuétano, ya no habrá otro hombre igual, exactamente igual a él debajo de la tierra.

Sí. Ellos eran dos hermanos gemelos, exactos, que a primera vista nadie podía diferenciar. Antes, cuando estuvieron los dos viviendo sus vidas separadas no eran sino dos hermanos gemelos, simples y apartados como dos hombres diferentes. Espiritualmente no había ningún factor común entre ellos. Pero ahora, cuando la rigidez, la terrible realidad que se le trepaba por la espalda como un animal invertebrado: algo se había disuelto en su atmósfera integral, algo que se pronunciaba como un vacío, como si a su costado se hubiera abierto un precipicio, o como si, bruscamente, le hubiera sido cercenada de un hachazo la mitad de su cuerpo; no de ese cuerpo exacto, anatómico, sometido a una perfecta definición geométrica; no de ese cuerpo físico que ahora sentía miedo, sino de otro cuerpo que venía más allá del suyo, que había estado con él hundido en la noche líquida del vientre materno y se remontaba con él por las ramas de una genealogía antigua; que estuvo con él en la sangre de sus cuatro pares de bisabuelos y vino desde el atrás, desde el principio del mundo, sosteniendo con su peso, con su misteriosa presencia, todo el equilibrio universal. Podía ser que él estuviera con la sangre de Isaac y Rebeca, que fuera su otro hermano el que nació trabado en su calcañal y que vino dando tumbos de generación en generación, noche a noche, de beso en beso, de amor en amor, descendiendo por arterias y testículos hasta llegar, como en un viaje nocturno, a la matriz de su madre reciente. El misterioso itinerario ancestral se le presentaba ahora doloroso y verdadero, ahora que había sido roto el equilibrio y la ecuación resuelta definitivamente. Sabía que algo faltaba a su armonía personal, a su integridad formal y cotidiana: ¡Jacob se había libertado irremediablemente de sus tobillos!

Durante los días en que su hermano estuvo enfermo no tuvo esta sensación porque el rostro demacrado, transfigurado por la fiebre y el dolor, con la barba crecida, se había diferenciado altamente del suyo.

Pero una vez que estuvo inmóvil, tendido sobre su muerte total se llamó a un barbero para que «arreglara» el cadáver. Él estuvo presente, pegado contra el muro, cuando llegó el hombre vestido de blanco y armado con el limpio instrumental de su profesión… Con la precisión de un maestro cubrió de espuma la barba del muerto (la boca espumosa. Así lo vi antes de morir) y, lentamente, como quien va revelando un secreto tremendo, empezó a rasurarlo. Fue entonces cuando lo asaltó «esa» idea horrible. A medida que, al paso de la navaja, iba surgiendo el rostro pálido y terroso del hermano gemelo, él iba sintiendo que aquel cadáver no era una cosa extraña a él, sino que estaba fabricado de su misma sustancia terrena, que era su propia repetición… Sentía la extraña sensación de que sus parientes habían extraído del espejo la imagen suya, la que él veía reflejada en el cristal cuando se afeitaba. Ahora que esa imagen respondía a cada uno de sus movimientos había tomado independencia. Él la había visto afeitarse otras veces, todas las mañanas. Pero asistía a la dramática experiencia de que otro hombre estuviera quitándole la barba a la imagen de su espejo, prescindiendo de su propia presencia física. Tuvo la certeza, la seguridad de que si en aquel momento se hubiera acercado a un cristal lo habría encontrado en blanco aunque la física no tuviera una explicación exacta para aquel fenómeno. ¡Era la conciencia del desdoblamiento! ¡Su doble era un cadáver! Desesperado, tratando de reaccionar, palpó el muro firme que le subió por el tacto como una corriente de seguridad. El barbero terminó su labor y con la punta de las tijeras cerró los párpados del cadáver. La noche le quedó temblando adentro, en la irrevocable soledad del cuerpo desgajado. Así eran exactos. Dos hermanos idénticos, inquietamente repetidos.

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