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(1950)

La mujer que llegaba a las seis

La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José. Acababan de dar las seis y el hombre sabía que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuando una mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.

– Hola, reina -dijo José cuando la vio sentarse. Luego caminó hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada. Siempre que entraba alguien al restaurante José hacía lo mismo. Hasta con la mujer con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y rubicundo mesonero representaba su diaria comedia de hombre diligente. Habló desde el otro extremo del mostrador.

– ¿Qué quieres hoy? -dijo.

– Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero -dijo la mujer. Estaba sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que José advirtiera el cigarrillo sin encender.

– No me había dado cuenta -dijo José.

– Todavía no te has dado cuenta de nada -dijo la mujer.

El hombre dejó el trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros y olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con los fósforos. La mujer se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos rústicas y velludas del hombre; José vio el abundante cabello de la mujer, empavonado de vaselina gruesa y barata. Vio su hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Vio el nacimiento del seno crepuscular, cuando la mujer levantó la cabeza, ya con la brasa entre los labios.

– Estás hermosa hoy, reina -dijo José.

– Déjate de tonterías -dijo la mujer-. No creas que eso me va a servir para pagarte.

– No quise decir eso, reina -dijo José-. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.

La mujer tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos todavía con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expresión melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.

– Te voy a preparar un buen bistec -dijo José.

– Todavía no tengo plata -dijo la mujer.

– Hace tres meses que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno -dijo José.

– Hoy es distinto -dijo la mujer, sombríamente, todavía mirando hacia la calle.

– Todos los días son iguales -dijo José-. Todos los días el reloj marca las seis, entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo bueno. La única diferencia es ésa, que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino que el día es distinto.

– Y es verdad -dijo la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba al otro lado del mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos, tres segundos. Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos. «Es verdad, José. Hoy es distinto», dijo. Expulsó el humo y siguió hablando con palabras cortas, apasionadas: «Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José».

El hombre miró el reloj.

– Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto -dijo.

– No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis -dijo la mujer-. Vine a las seis menos cuarto.

– Acaban de dar las seis, reina -dijo José-. Cuando tú entraste acababan de darlas.

– Tengo un cuarto de hora de estar aquí -dijo la mujer.

José se dirigió hacia donde ella estaba. Acercó a la mujer su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus párpados.

– Sóplame aquí -dijo.

La mujer echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una nube de tristeza y cansancio.

– Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo.

– Eso se lo vas a decir a otro -dijo-. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han tomado un litro entre dos.

– Me tomé dos tragos con un amigo -dijo la mujer.

– Ah; entonces ahora me explico -dijo José.

– Nada tienes que explicarte -dijo la mujer-. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.

El hombre se encogió de hombros.

– Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí -dijo-. Después de todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.

– Sí importan, José -dijo la mujer. Y estiró los brazos por encima del mostrador, sobre la superficie vidriada, con un aire de negligente abandono-. Y no es que yo lo quiera: es que hace un cuarto de hora que estoy aquí.

– Volvió a mirar el reloj y rectificó:

– Qué digo: ya tengo veinte minutos.

– Está bien, reina -dijo el hombre-. Un día entero con su noche te regalaría yo para verte contenta.

Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.

– Quiero verte contenta -repitió. Se detuvo bruscamente, volviéndose hacia donde estaba la mujer.

– ¿Tú sabes que te quiero mucho? -dijo.

La mujer lo miró con frialdad.

– ¿Síii…? Qué descubrimiento, José. ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?

– No he querido decir eso, reina -dijo José-. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.

– No te lo digo por eso -dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente-. Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya por un millón de pesos.

José se ruborizó. Le dio la espalda a la mujer y se puso a sacudir el polvo en las botellas del armario. Habló sin volver la cara.

– Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.

– No tengo hambre -dijo la mujer. Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario. De pronto la mujer dejó de mirar hacia la calle y habló con la voz apagada, tierna, diferente.

– ¿Es verdad que me quieres, Pepillo?

– Es verdad -dijo José, en seco, sin mirarla.

– ¿A pesar de lo que te dije? -dijo la mujer.

– ¿Qué me dijiste? -dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin mirarla.

– Lo del millón de pesos -dijo la mujer.

– Ya lo había olvidado -dijo José.

– Entonces, ¿me quieres? -dijo la mujer.

– Sí -dijo José.

Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de decirlo, como si hablara en puntillas:

– ¿Aunque no me acueste contigo? -dijo.

Y sólo entonces José volvió a mirarla:

– Te quiero tanto que no me acostaría contigo -dijo. Luego caminó hacia donde ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los poderosos brazos apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos. Dijo-: Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.

En el primer instante la mujer pareció perpleja. Después miró al hombre con atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rió, estrepitosamente.

– Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás celoso!

José volvió a sonrojarse con una timidez franca, casi desvergonzada, como le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran revelado de golpe todos los secretos. Dijo:

– Esta tarde no entiendes nada, reina.

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