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sino de pelusillas suaves y blancas. Viéndolo en la hamaca, yo pensaba: Ahora no parece un hombre. Ahora parece un cadáver al que todavía, no se le han muerto los ojos.

Cuando habló, su voz fue la misma parsimoniosa voz de rumiante que trajo a nuestra casa, Dijo que no tenía nada que decir. Dijo, como si creyera que lo ignorábamos, que la policía había violado las puertas y había picado el patio sin su consentimiento. Pero aquello no era una protesta. Era apenas una quejumbrosa y melancólica confidencia.

En cuanto a lo de Meme, nos dio una explicación que habría podido parecer pueril, pero

que fue dicha por él con el mismo acento con que habría dicho su verdad. Dijo que Meme se

había ido, eso era todo. Cuando cerró la tienda empezó a fastidiarse en la casa. No hablaba con nadie, no tenía comunicación alguna con el mundo exterior. Dijo que un día la vio arreglando la maleta y no le dijo nada. Dijo que todavía no le dijo nada cuando la vio con el vestido de calle, los tacones altos y la maleta en la mano, parada en el vano de la puerta pero sin hablar, apenas como si se estuviera mostrando así, arreglada, para que él supiera que se iba. «Entonces -dijo- me levanté y le di el dinero que quedaba en la gaveta.»

Yo le dije: «¿Cuánto tiempo hace, doctor?»

Y él dijo: «Calcúlelo por mi cabello. Era ella quien me lo cortaba.»

El Cachorro habló muy poco en esa visita. Desde su entrada a la habitación parecía impresionado por la visión del único hombre que no conoció en quince años de estar en Macondo. Esta vez me di cuenta (y mejor que nunca, acaso porque el doctor se había cortado el bigote) del extraordinario parecido de esos dos hombres. No eran exactos, pero parecían hermanos. El uno era varios años mayor, más delgado y escuálido. Pero había entre ellos la comunidad de rasgos que existe entre dos hermanos, aunque el uno se parezca al padre y el otro a la madre. Entonces me acordé de la última noche en el corredor. Dije:

– Éste es El Cachorro, doctor. Alguna vez usted me prometió visitarlo.

Él sonrió. Miró al sacerdote y dijo: «Es verdad, coronel. No sé por qué no lo hice.» Y siguió mirándolo, examinándolo, hasta cuando El Cachorro habló.

– Nunca es tarde para quien bien comienza – dijo -. Me gustaría ser su amigo.

En el acto me di cuenta de que frente al extraño, El Cachorro había perdido su fuerza habitual. Hablaba con timidez, sin la inflexible seguridad con que su voz tronaba en el pulpito, leyendo en tono trascendental y amenazante las predicciones atmosféricas del almanaque Bristol.

Ésa fue la primera vez que se vieron. Y fue también la última. Sin embargo, la vida del doctor se prolongó hasta esta madrugada porque el Cachorro intervino otra vez a su favor la noche en que le suplicaron que atendiera a los heridos y él ni siquiera abrió la puerta, y le gritaron esa terrible sentencia cuyo cumplimiento yo me encargaré ahora de impedir.

Nos disponíamos a abandonar la casa cuando me acordé de algo que desde hacía años deseaba preguntarle. Dije a El Cachorro que yo seguiría aquí, con el doctor, mientras él intercedía ante las autoridades. Cuando estuvimos solos, le dije:

– Dígame una cosa, doctor: ¿Qué fue de la criatura? El no modificó la expresión. «¿Qué criatura, coronel?», dijo. Y yo le dije: «La de ustedes. Meme estaba encinta cuando salió de mi casa.» Y el tranquilo, imperturbable:

– Tiene razón, coronel. Hasta me había olvide de eso.

Mi padre ha permanecido silencioso. Luego ha dicho: «El Cachorro los habría hecho venir a correazos.» Los ojos de mi padre manifiestan una frenada nerviosidad. Y mientras se prolonga esta espera que va para media hora (pues deben ser alrededor de las tres) me preocupa la perplejidad del niño, su expresión absorta que nada parece preguntar, su indiferencia abstracta y fría que lo hace idéntico a su padre. Mi hijo va a disolverse en el aire abrasante de este miércoles como le ocurrió a Martín hace nueve años, mientras movía la mano en la ventanilla del tren y desaparecía para siempre. Serán vanos todos mis sacrificios por este hijo si continúa pareciéndose a su padre. En vano rogaré a Dios que haga de él un hombre de carne y hueso, que tenga volumen, peso y color como los hombres. En vano todo mientras tenga en la sangre los gérmenes de su padre.

Hace cinco años, el niño no tenía nada de Martín. Ahora lo va adquiriendo todo, desde cuando Genoveva García regresó a Macondo con sus seis hijos, entre los cuales había dos pares de gemelos. Genoveva estaba gorda y envejecida. Le habían salido unas venillas azules en torno a los ojos, que le daban cierta apariencia de suciedad a su rostro anteriormente limpio y terso. Manifestaba una ruidosa y desordenada felicidad en medio de su pollada de zapatitos blancos y arandelas de organdí. Yo sabía que Genoveva se había fugado con el director de una compañía de titiriteros y sentía no sé qué extraña sensación de repugnancia viendo a esos hijos suyos que parecían tener movimientos automáticos, como regidos por un solo mecanismo central; pequeños e inquietantemente iguales entre sí, los seis con idénticos zapatos e idénticas arandelas en el vestido. Me parecía dolorosa y triste la desorganizada felicidad de Genoveva, su presencia recargada de accesorios urbanos en un pueblo arruinado, aniquilado por el polvo. Había algo amargo, como una inconsolable ridiculez, en su manera de moverse, de parecer afortunada y de dolerse de nuestros sistemas de vida tan diferentes, decía, a los conocidos por ella en la compañía de titiriteros.

Viéndola, yo me acordaba de otros tiempos. le dije: «Estás guapísima, mujer.» Y entonces ella se puso triste. Dijo: «Debe ser que los recuerdos hacen engordar.» Y se quedó mirando al niño con atención. Dijo: «¿Y qué hubo del brujo de los cuatro botones?» Y yo le respondí, a secas, porque sabía que ella lo sabía: «Se fue» Y Genoveva dijo: «¿Y no te dejó más que este?» Y yo le dije que sí, que sólo me había dejado al niño. Genoveva rió con una risa descocida y vulgar: «Se necesita ser bien flojo para hacer sino un hijo en cinco años», dijo, y continuó, sin dejar de moverse, cacareando entre la pollada revuelta: «Y yo que estaba loca él. Te juro que te lo habría quitado si no hubiera sido porque lo conocimos en el velorio de un niño. En ese tiempo era muy supersticiosa.

Fue antes de despedirse cuando Genoveva se quedo contemplando al niño y dijo: «De verdad que es idéntico a el. No le falta sino el saco de cuatro botones.» Y desde ese instante el niño empezó a parecerme igual a su padre, como si Genoveva le hubiera traído el maleficio de su

identidad. En ciertas ocasiones lo he sorprendido con los codos apoyados en la mesa, la cabeza ladeada sobre el hombro izquierdo y la mirada nebulosa vuelta hacia ninguna parte. Es igual a Martín cuando se recostaba contra los tiestos de claveles del pasamano y decía: «Aunque no fuera por ti, me quedaría a vivir en Macondo para toda la vida.» A veces tengo la impresión de que lo va a decir, como podría decirlo ahora que está sentado junto a mí, taciturno, tocándose la nariz congestionada por el calor. «¿Te duele?», le pregunto. Y él dice que no, que estaba pensando que no podría sostener los anteojos. «No tienes que preocuparte de eso», le digo, y le deshago el lazo del cuello. Digo: «Cuando lleguemos a la casa te reposarás para darte un baño.» Y luego miro hacia donde mi padre que acaba de decir: «Cataure», llamando al más viejo de los guajiros. Es un indio espeso y bajo, que ha estado fumando en la cama y que al oír su nombre levanta la cabeza y busca el rostro de mi padre con sus pequeños ojos sombríos. Pero cuando mi padre va a hablar de nuevo, se oyen en el cuartito de atrás las pisadas del alcalde que entra en la habitación, tambaleando.

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