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golondrinas? Esto nos retrasó. Cuando llegamos estaban

encendidas las luces del pueblo. Yo entré corriendo a la casa y tropecé en el corredor con las mujeres gordas y ciegas, con las mellizas de San Jerónimo que todos los martes van a cantar para mi abuelo, desde antes de mi nacimiento, según ha dicho mi madre.

Toda la noche estuve pensando en que hoy volveríamos a salir de la escuela y que iríamos al río, pero no con Gilberto y Tobías. Quiero ir solo con Abraham, para verle el brillo del vientre cuando se zambulle y vuelve a surgir como un pez metálico. Toda la noche he deseado regresar con él, solo por la oscuridad del túnel verde, para rozarle el muslo cuando caminemos. Siempre que lo hago siento como si alguien me mordiera con unos mordiscos suaves, que me erizan la piel.

Si este hombre que ha salido a conversar con mi abuelo en la otra habitación regresa dentro de poco tiempo, tal vez podamos estar en la casa antes de las cuatro. Entonces me iré al río con Abraham.

Se quedó a vivir en nuestra casa. Ocupó uno de los cuartos del corredor, el que da a la calle,

porque yo lo creí conveniente; porque sabía que un hombre de su carácter no encontraría la manera de acomodarse en el hotelito del pueblo. Puso un aviso en la puerta (hasta hace

pocos años, cuando blanquearon la casa, todavía estaba en su lugar, escrito a lápiz por él mismo en letra cursiva) y a la semana siguiente fue necesario llevar nuevas sillas para atender

las exigencias de una numerosa clientela.

Después de que me entregó la carta del coronel Aureliano Buendía, nuestra conversación en la oficina se prolongó de tal manera que Adelaida no dudó de que se trataba de un funcionarlo militar en importante misión y dispuso la mesa como para una fiesta. Hablamos del coronel Buendía, de su hija sietemesina y del primogénito atolondrado. No había corrido un trecho largo en la conversación cuando me di cuenta de que aquel hombre conocía bien al Intendente General y que lo estimaba en grado suficiente como para corresponder a su confianza. Cuando Meme vino a decirnos que la. mesa estaba servida, yo pensé que mi esposa había improvisado algunas cosas para atender al recién llegado. Pero estaba muy distante de la improvisación aquella mesa espléndida, servida en mantel nuevo, en la loza china destinada exclusivamente a las cenas familiares de la Navidad y el Año Nuevo.

Adelaida estaba solemnemente estirada en un extremo de la mesa, vestida con el traje de terciopelo, cerrado hasta el cuello, el que usó antes de nuestro matrimonio para atender a los compromisos de su familia en la ciudad. Adelaida tenía hábitos más refinados que los nuestros, cierta experiencia social que desde nuestro matrimonio empezó a influir en las costumbres de mi casa. Se había puesto el medallón familiar, el que lucía en momentos de excepcional importancia, y toda ella, como la mesa, como los muebles, como el aire que se respiraba en el comedor, producía una severa sensación de compostura y limpieza. Cuando llegamos al salón, él mismo, que siempre fue tan descuidado en el vestir y en los modales, debió sentirse avergonzado y fuera de ambiente, porque revisó el botón del cuello, como si hubiera tenido corbata, y una ligera turbación se advirtió en su andar despreocupado y fuerte. Nada recuerdo con tanta precisión como ese instante en que irrumpimos en el comedor y yo mismo me sentí vestido con demasiada domesticidad para una mesa como la preparada por Adelaida.

En los platos había carne de res y de montería. Todo igual, por otra parte, a nuestras comidas corrientes de aquel tiempo; pero su presentación en la loza nueva, entre los candelabros pulidos recientemente, era espectacular y diferente a lo acostumbrado. A pesar de que mi esposa sabía que se recibiría a un solo visitante, puso los ocho servicios, y la botella de vino, en el centro, era una exagerada manifestación de la diligencia con que había preparado el homenaje para el hombre que ella, desde el primer momento, confundió con un.distinguido funcionario militar. Nunca vi en mi casa un ambiente más recargado de irrealidad.

La indumentaria de Adelaida habría podido resultar ridícula de no ser por sus manos (eran hermosas, en realidad; y blancas en demasía) que equilibraban con su distinción real lo mucho de falso y arreglado que tenía su aspecto. Fue cuando él revisó el botón de la camisa y vaciló, cuando yo me anticipé a decir: «Mi esposa en segundas nupcias, doctor.» Una nube oscureció el rostro de Adelaida y lo volvió diferente y sombrío. Ella no se movió de donde estaba, con la mano extendida, sonriendo, pero ya con el aire de ceremonioso estiramiento que tenía cuando irrumpimos en el comedor.

El recién llegado golpeó las botas, como un militar, se tocó la sien con la punta de los dedos extendidos, y caminó después hacia donde ella estaba.

– Sí, señora -dijo. Pero no pronunció ningún nombre.

Sólo cuando lo vi estrechar la mano de Adelaida con una sacudida torpe, caí en cuenta de la vulgaridad y la ordinariez de su comportamiento.

Se sentó al otro extremo de la mesa, entre la cristalería nueva, entre los candelabros. Su presencia desarreglada resaltaba como una mancha de sopa en el mantel.

Adelaida sirvió el vino. Su emoción del principio se había transformado en una nerviosidad pasiva que parecía decir: Está bien, todo se hará como estaba previsto, pero me debes una explicación. Y fue después de que ella sirvió el vino y se sentó en el otro extremo de la mesa, mientras Meme se disponía a servir los platos, cuando él se echó hacia atrás en el asiento, apoyó las manos en el mantel y dijo, sonriendo:

– Mire, señorita, ponga a hervir un poco de hierba y tráigame eso como si fuera sopa.

Meme no se movió. Trató de reír, pero no acabó de hacerlo, sino que se volvió hacia Adelaida. Entonces ella, sonriendo también, pero visiblemente desconcertada, le preguntó: «¿Qué clase de hierba, doctor?» Y él, con su parsimoniosa voz de rumiante:

– Hierba común, señora; de esa que comen los burros.

5

Hay un minuto en que se agota la siesta. Hasta la secreta, recóndita, minúscula actividad de los insectos cesa en ese instante preciso; el curso de la naturaleza se detiene; la creación tambalea al borde del caos y las mujeres se incorporan, babeando, con la flor de la almohada bordada en la mejilla, sofocadas por la temperatura y el rencor; y piensan: «Todavía es miércoles en Macondo.» Y entonces vuelven a acurrucarse en el rincón, empalman el sueño con!a realidad, y se ponen de acuerdo para tejer el cuchicheo como si fuera una inmensa sábana de hilo elaborada en común por todas las mujeres del pueblo.

Si el tiempo de adentro tuviera el mismo ritmo del de afuera, ahora estaríamos a pleno sol, con el ataúd en la mitad de la calle. Afuera sería más tarde: sería de noche. Sería una pesada noche de septiembre con luna y mujeres sentadas en los patios, conversando bajo la claridad verde, y en la calle, nosotros, los tres renegados, a pleno sol de este septiembre sediento. Nadie impedirá la ceremonia. Esperé que el alcalde fuera inflexible en su determinación de oponerse a ella y que pudiéramos retornar a la casa; el niño a la escuela y mi padre a sus zuecos, a su aguamanil debajo de la cabeza chorreando de agua fresca y al lado izquierdo de su jarro con limonada.helada. Pero ahora es diferente. Mi padre ha sido otra vez lo suficientemente persuasivo para imponer su punto de j vista por encima de lo que yo creí al principio una irrevocable determinación del alcalde. Afuera está el pueblo en ebullición, entregado a la labor de un largo, uniforme y despiadado cuchicheo; y la calle limpia, sin una sombra en el polvo limpio y virgen desde que el último viento barrió la huella del último buey, Y es un pueblo sin nadie, con las casas cerradas en cuyos cuartos no se oye nada más que el sordo hervidero de las palabras pronunciadas de mal corazón. Y en el cuarto el niño sentado, tieso, mirándose los zapatos; tiene un ojo para la lámpara y otro para los periódicos y otro para los zapatos y finalmente dos para el ahorcado, para su lengua mordida, para sus vidriosos ojos de perro ahora sin codicia; de perro sin apetitos, muerto. El niño lo mira, piensa en el ahorcado que está puesto de largo debajo de las tablas; hace un ademán triste y entonces todo se transforma: sale un taburete a la puerta de la peluquería y detrás el altarcillo con el espejo, los polvos y el agua de olor. La mano se vuelve pecosa y grande, deja de ser la mano de mi hijo, se transforma en una mano grande y diestra que fríamente, con calculada parsimonia, empieza a amolar la navaja mientras el oído oye el zumbido metálico de la hoja templada, y la cabeza piensa: «Hoy vendrán más temprano, porque es miércoles en Macondo.» Y entonces llegan, se recuestan en los asientos a la sombra y contra la frescura del quicio, torvos, estrábicos, cruzadas las piernas, las manos entrelazadas sobre las rodillas, mordiendo los cabos de tabaco; mirando, hablando de lo mismo, viendo, frente a ellos, la ventana cerrada, la casa silenciosa con la señora Rebeca por dentro. Ella también olvidó algo: olvidó desconectar el ventilador y transita por los cuartos de ventanas alambradas, nerviosa, exaltada, revolviendo los cachivaches de su estéril y atormentada viudez, para estar convencida hasta con el sentido del tacto de que no habrá muerto antes de que llegue la hora del entierro. Ella está abriendo y cerrando las puertas de sus cuartos, aguardando a que el rejol patriarcal se incorpore de la siesta y le agasaje los sentidos con la campanada de las tres. Todo esto, mientras concluye el ademán del niño y vuelve a ponerse duro, recto, sin demorar siquiera la mitad del tiempo que una mujer necesita para la última puntada en la máquina y levantar la cabeza llena de rizadores. Antes de que el niño vuelva a quedarse recto, pensativo, la mujer ha rodado la máquina hasta el ángulo del corredor y los hombres han mordido dos veces los tabacos, mientras observan una ida y vuelta completa de la navaja en la penca; y Águeda, la tullida, hace un último esfuerzo por despegar las muertas rodillas; y la señora Rebeca da una nueva vuelta a la cerradura y piensa: «Miércoles en Macondo. Buen día para enterrar al diablo.» Pero entonces el niño vuelve a moverse y hay una nueva transformación en el tiempo. Mientras se mueva algo, puede saberse que el tiempo ha transcurrido. Antes no. Antes de que algo se mueva es el tiempo eterno, el sudor, la camisa babeando sobre el pellejo y el muerto insobornable y helado detrás de su lengua mordida. Por eso no transcurre el tiempo para el ahorcado: porque aunque la mano del niño se mueva, él no lo sabe. Y mientras el muerto lo ignora (porque el niño continúa moviendo la mano) Águeda debe de haber corrido una nueva cuenta en el rosario; la señora Rebeca, tendida en la silla plegadiza, está perpleja, viendo que el reloj permanece fijo al borde del minuto inminente, y Águeda ha tenido tiempo (aunque en el reloj de la señora Rebeca no haya transcurrido el segundo) de pasar una nueva cuenta en el rosario y pensar: «Esto haría si pudiera ir hasta donde el padre Ángel.» Luego la mano del niño desciende y la navaja aprovecha el movimiento en la penca y uno de los hombres, sentado en la frescura del quicio, dice: «Deben ser como las tres y media, ¿no es cierto?» Entonces la mano se detiene. Otra vez el reloj muerto a la orilla del minuto siguiente, otra vez la navaja detenida en el espacio de su propio acero; y Águeda esperando aún el nuevo movimiento de la mano para estirar las piernas e irrumpir en la sacristía, con los brazos abiertos, otra vez las rodillas dinámicas, diciendo: «Padre, padre.» Y el padre Ángel postrado en la quietud del niño, pasando la lengua por los labios para sentir el viscoso sabor de la pesadilla de albóndiga, viendo a Águeda, diría entonces: «Esto debe ser un milagro, sin duda», y luego, revolcándose otra vez en el sopor de la siesta, gimoteando en la modorra sudorosa y babeante: «De todos modos, Águeda, éstas no son horas para decirles misa a las ánimas del purgatorio.» Pero el nuevo movimiento se frustra, mi padre entra a la habitación y los dos tiempos se reconcilian; las dos mitades ajustan, se consolidan, y el reloj de la señora Rebeca cae en la cuenta de que ha estado confundido entre la parsimonia del niño y la impaciencia de la viuda, y entonces bosteza, ofuscado, se zambulle en la prodigiosa quietud del momento, y sale después chorreante de tiempo líquido, de tiempo exacto y rectificado, y se inclina hacia adelante y dice con ceremoniosa dignidad: «Son las dos y cuarenta y siete minutos, exactamente.» Y mi padre, que sin saberlo ha roto la parálisis del instante, dice: «Está en las nebulosas, hija.» Y yo digo: «¿Cree usted que pueda pasar algo?» Y él, sudoroso, sonriente: «Por lo menos, estoy seguro de que en muchas casas se quemará el arroz y se derramará la leche.»

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