La última noche que hablamos en el corredor, había más calor que de costumbre. Pocos días después él regresaría para siempre de la peluquería y se encerraría en el cuarto. Pero aquella última noche del corredor, una de las más cálidas y densas que recuerda mi memoria, él se mostró comprensivo, como en muy pocas ocasiones. Lo único que parecía vivir, en medio de aquel horno inmenso, era la sorda reverberación de los grillos soliviantados por la sed de la naturaleza, y la minúscula, insignificante y sin embargo desmedida actividad del romero y el nardo, ardiendo en el centro de la hora desierta. Ambos permanecimos callados un instante, sudando esa sustancia gorda y viscosa que no es sudor sino la suelta baba de la materia viva en descomposición. A veces él miraba las estrellas, el cielo desolado a fuerza de esplendor estival; permanecía después silencioso, como entregado por entero al tránsito de aquella noche monstruosamente viva. Permanecimos así, pensativos, frente a frente, él en su asiento de cuero, yo en el mecedor. De pronto, al paso de una ala blanca, lo vi con la cabeza triste y sola ladeada sobre el hombro izquierdo. Me acordé de su vida, de su soledad, de sus espantosos disturbios espirituales. Me acordé de la indiferencia atormentada con que asistía al espectáculo de la vida. Antes me había sentido vinculado a él por sentimientos complejos,,en ocasiones contradictorios y tan variables como su personalidad. Pero en aquel instante no tuve la menor duda de que había empezado a quererlo entrañablemente. Creí descubrir en mi interior esa misteriosa fuerza que desde el primer momento me indujo a protegerlo y sentí en carne viva el dolor de su cuartito sofocante y oscuro. Lo vi sombrío y derrotado, apabullado por las circunstancias. Y súbitamente, a una nueva mirada de sus duros y penetrantes ojos amarillos, tuve la certeza de que el secreto de su laberíntica soledad me había sido revelado por la tensa pulsación de la noche. Antes de que yo mismo hubiera tenido tiempo de pensar por qué lo hacía, le pregunté:
– Dígame una cosa, doctor: ¿Usted cree en Dios?
e1 me miró. El cabello le caía sobre la frente y ardía todo él en una especie de sofocación interior, pero todavía no mostraba su semblante sombra alguna de emoción o desconcierto. Dijo, enteramente recobrada su parsimoniosa voz de rumiante:
– Es la primera vez que alguien me hace esa pregunta.
– Y usted mismo, doctor, ¿se la ha hecho alguna vez?
No pareció indiferente ni preocupado. Pareció apenas interesado en mi persona. Ni siquiera en mi pregunta y mucho menos en la intención de ella.
– Es difícil saberlo -dijo.
– Pero ¿no le produce temor una noche como ésta? ¿No tiene usted la sensación de que hay un hombre más grande que todos caminando por las plantaciones, mientras nada se mueve y todas las cosas parecen perplejas ante el paso del hombre?
Ahora guardó silencio. Los grillos llenaban el ámbito, más allá del tibio olor vivo y casi humano que se levantaba del jazminero sembrado a la memoria de mi primera esposa. Un hombre sin medidas estaba caminando, solo, a través de la noche.
– No creo que me desconcierte nada de eso, coronel. -Y ahora parecía perplejo, él también, como las cosas, como el romero y el nardo en ›u ardiente sitio. «Lo que me desconcierta», dijo, y se quedó mirándome a los ojos, concretamente, con dureza: «Lo que me desconcierta es que exista una persona como usted capaz de.decir con seguridad que se da cuenta de ese hombre que camina en la noche.»
– Nosotros procuramos salvar el alma, doctor. Ésa es la diferencia.
Y entonces fui más allá de donde me proponía. Dije: «Usted no lo oye porque es ateo.»
Y él, sereno, imperturbable:
– Créame que no soy ateo, coronel. Lo que sucede es que me desconcierta tanto pensar que Dios existe, como pensar que no existe. Entonces prefiero no pensar en eso.
No sé por qué tenía el presentimiento de que era exactamente eso lo que me iba a responder. «Es un desconcertado de Dios», pensé, oyendo lo que él acababa de decirme espontáneamente, con claridad, con precisión, como si lo hubiera leído en un libro. Yo seguía embriagado por el sopor de la noche. Me sentía metido en el corazón de una inmensa galería de imágenes
proféticas.
Allí, detrás del pasamano, estaba el jardincillo que Adelaida y mi hija cultivaban. Por eso ardía el romero, porque ellas lo fortalecían todas las mañanas con sus cuidados, para que en noches como ésa su ardiente vapor transitara por la casa e hiciera más reposado el sueño. El jazminero mandaba su insistente tufo y nosotros lo recibíamos porque tenía la edad de Isabel, porque en cierta manera aquel olor era una prolongación de su madre. Los grillos estaban en el patio, entre los arbustos, porque olvidamos limpiar la maleza cuando dejó de llover. Lo único increíble, maravilloso, era que él estaba allí, con su enorme pañuelo ordinario, secándose la frente abrillantada por el sudor. Después de una nueva pausa, dijo:
– Me gustaría saber por qué me hizo esa pregunta, coronel.
«Se me ocurrió de pronto», dije yo. «Tal vez sea que desde hace siete años estoy deseando saber qué piensa un hombre como usted.»
Yo también me enjugaba el sudor. Decía:
– O tal vez sea que me preocupo por su soledad. -Esperé una respuesta que no hubo. Lo vi frente a mí, todavía triste y solo. Me acordé de Macondo, de la locura de su gente que quemaba billetes en las fiestas; de la hojarasca sin dirección que lo menospreciaba todo, que se revolcaba en su ciénaga de instintos y encontraba en la disipación el sabor apetecido. Me acordé de su vida antes de que llegara la hojarasca. Y de su vida posterior, de sus perfumes baratos, de sus viejos zapatos lustrados, del chisme que le perseguía, como una sombra ignorada por él mismo.
Dije:
– Doctor, ¿usted no ha pensado nunca en tener una mujer?
Y antes de que yo acabara de preguntarle, él estaba respondiendo, iniciando uno de sus largos habituales rodeos:
– Usted quiere mucho a su hija, coronel. ¿No?
Respondí que eso era natural. Él siguió hablando:
– Bueno. Pero usted es distinto. A nadie le gusta más que a usted clavar sus propios clavos. Yo lo he visto poniéndole bisagras a una puerta cuando hay varios hombres a su servicio que podrían hacerlo por usted. Le gusta eso. Creo que su felicidad consiste en andar por la casa con una caja de herramientas, buscando dónde hay una pieza por arreglar. Usted es capaz de agradecerle a uno que le descomponga las bisagras, coronel. Lo agradece porque se le da en esa forma una oportunidad para ser feliz.
«Es una costumbre», dije yo, sin saber qué rumbos perseguía él. «Dicen que mi madre era lo mismo.»
Él había reaccionado. Su actitud era pacífica, pero férrea.
– Muy bien -dijo-. Esa costumbre es buena. Es además la felicidad menos costosa que he conocido. Por eso tiene una casa como la que tiene y ha criado a su hija en esa forma. Digo que debe ser bueno tener una hija como la suya.
Todavía ignoraba yo los propósitos de ese largo rodeo. Pero aun ignorándolo pregunté:
– Y usted, doctor, ¿no ha pensado en lo bueno que sería para usted tener una hija?
– Yo no, coronel -dijo. Y sonrió pero tornó a ponerse serio de inmediato-. Mis hijos no serían como los suyos.
Entonces no quedó en mí el menor rastro de duda: él hablaba con seriedad y esa seriedad, esa situación, me parecieron espantosas. Yo pensaba: Es más digno de lástima por esto que por todo lo demás. Merecía protección, pensaba. -¿Usted ha oído hablar de El Cachorro? -le
pregunté.
Respondió que no. Yo dije: «El Cachorro es el párroco, pero más que eso es un amigo de todo el mundo. Usted debe conocerlo.»
– Ah, sí, sí -dijo él-. Él también tiene hijos, ¿no?
– No es eso lo que me interesa ahora -dije yo-. La gente inventa chismes a El Cachorro porque lo quieren mucho. Pero allí tiene usted un caso, doctor. El Cachorro está muy lejos de ser un rezandero, un santurrón como decimos. Es un hombre completo que cumple con sus deberes como un hombre.