– Ni te moleste -le dijo Pedro Vicario-: de todos modos es como si ya estuviera muerto.
Era un desafío demasiado evidente. Los gemelos conocían los vínculos de Indalecio Pardo y Santiago Nasar, y debieron pensar que era la persona adecuada para impedir el crimen sin que ellos quedaran en vergüenza. Pero Indalecio Pardo encontró a Santiago Nasar llevado del brazo por Cristo Bedoya entre los grupos que abandonaban el puerto, y no se atrevió a prevenirlo. «Se me aflojó la pasta», me dijo. Le dio una palmada en el hombro a cada uno, y los dejó seguir. Ellos apenas lo advirtieron, pues continuaban abismados en las cuentas de la boda.
La gente se dispersaba hacia la plaza en el mismo sentido que ellos. Era una multitud apretada, pero Escolástica Cisneros creyó observar que los dos amigos caminaban en el centro sin dificultad, dentro de un círculo vacío, porque la gente sabía que Santiago Nasar iba a morir, y no se atrevían a tocarlo. También Cristo Bedoya recordaba una actitud distinta hacia ellos. «Nos miraban como si lleváramos la cara pintada», me dijo.
Más aún: Sara Noriega abrió su tienda de zapatos en el momento en que ellos pasaban, y se espantó con la palidez de Santiago Nasar. Pero él la tranquilizó.
– ¡Imagínese, niña Sara -le dijo sin detenerse-, con este guayabo!
Celeste Dangond estaba sentado en piyama en la puerta de su casa, burlándose de los que se quedaron vestidos para saludar al obispo, e invitó a Santiago Nasar a tomar café.
«Fue para ganar tiempo mientras pensaba», me dijo. Pero Santiago Nasar le contestó que iba de prisa a cambiarse de ropa para desayunar con mi hermana. «Me hice bolas -me explicó Celeste Dangond- pues de pronto me pareció que no podían matarlo si estaba tan seguro de lo que iba a hacer». Yamil Shaium fue el único que hizo lo que se había propuesto. Tan pronto como conoció el rumor salió a la puerta de su tienda de géneros y esperó a Santiago Nasar para prevenirlo. Era uno de los últimos árabes que llegaron con Ibrahim Nasar, fue su socio de barajas hasta la muerte, y seguía siendo el consejero hereditario de la familia. Nadie tenía tanta autoridad como él para hablar con Santiago Nasar. Sin embargo, pensaba que si el rumor era infundado le iba a causar una alarma inútil, y prefirió consultarlo primero con Cristo Bedoya por si éste estaba mejor informado. Lo llamó al pasar. Cristo Bedoya le dio una palmadita en la espalda a Santiago Nasar, ya en la esquina de la plaza, y acudió al llamado de Yamil Shaium.
– Hasta el sábado -le dijo.
Santiago Nasar no le contestó, sino que se dirigió en árabe a Yamil Shaium y éste le replicó también en árabe, torciéndose de risa. «Era un juego de palabras con que nos divertíamos siempre», me dijo Yamil Shaium. Sin detenerse, Santiago Nasar les hizo a ambos su señal de adiós con la mano y dobló la esquina de la plaza. Fue la última vez que lo vieron.
Cristo Bedoya tuvo tiempo apenas de escuchar la información de Yamil Shaium cuando salió corriendo de la tienda para alcanzar a Santiago Nasar. Lo había visto doblar la esquina, pero no lo encontró entre los grupos que empezaban a dispersarse en la plaza. Varias personas a quienes les preguntó por él le dieron la misma respuesta:
– Acabo de verlo contigo.
Le pareció imposible que hubiera llegado a su casa en tan poco tiempo, pero de todos modos entró a preguntar por él, pues encontró sin tranca y entreabierta la puerta del frente. Entró sin ver el papel en el suelo, y atravesó la sala en penumbra tratando de no hacer ruido, porque aún era demasiado temprano para visitas, pero los perros se alborotaron en el fondo de la casa y salieron a su encuentro. Los calmó con las llaves, como lo había aprendido del dueño, y siguió acosado por ellos hasta la cocina. En el corredor se cruzó con Divina Flor que llevaba un cubo de agua y un trapero para pulir los pisos de la sala. Ella le aseguró que Santiago Nasar no había vuelto. Victoria Guzmán acababa de poner en el fogón el guiso de conejos cuando él entró en la cocina. Ella comprendió de inmediato.
«El corazón se le estaba saliendo por la boca», me dijo. Cristo Bedoya le preguntó si Santiago Nasar estaba en casa, y ella le contestó con un candor fingido que aún no había llegado a dormir…
– Es en serio -le dijo Cristo Bedoya-, lo están buscando para matarlo.
A Victoria Guzmán se le olvidó el candor.
– Esos pobres muchachos no matan a nadie -dijo.
– Están bebiendo desde el sábado -dijo Cristo Bedoya.
– Por lo mismo -replicó ella-: no hay borracho que se coma su propia caca.
Cristo Bedoya volvió a la sala, donde Divina Flor acababa de abrir las ventanas. «Por supuesto que no estaba lloviendo -me dijo Cristo Bedoya-. Apenas iban a ser las siete, y ya entraba un sol dorado por las ventanas». Le volvió a preguntar a Divina Flor si estaba segura de que Santiago Nasar no había entrado por la puerta de la sala. Ella no estuvo entonces tan segura como la primera vez. Le preguntó por Plácida Linero, y ella le contestó que hacía un momento le había puesto el café en la mesa de noche, pero no la había despertado. Así era siempre: despertaría a las siete, se tomaría el café, y bajaría a dar las instrucciones para el almuerzo. Cristo Bedoya miró el reloj: eran las 6.56.
Entonces subió al segundo piso para convencerse de que Santiago Nasar no había entrado. La puerta del dormitorio estaba cerrada por dentro, porque Santiago Nasar había salido a través del dormitorio de su madre. Cristo Bedoya no sólo conocía la casa tan bien como la suya, sino que tenía tanta confianza con la familia que empujó la puerta del dormitorio de Plácida Linero para pasar desde allí al dormitorio contiguo. Un haz de sol polvoriento entraba por la claraboya, y la hermosa mujer dormida en la hamaca, de costado, con la mano de novia en la mejilla, tenía un aspecto irreal. «Fue como una aparición», me dijo Cristo Bedoya. La contempló un instante, fascinado por su belleza, y luego atravesó el dormitorio en silencio, pasó de largo frente al baño, y entró en el dormitorio de Santiago Nasar. La cama seguía intacta, y en el sillón estaba el sombrero de jinete, y en el suelo estaban las botas junto a las espuelas. En la mesa de noche el reloj de pulsera de Santiago Nasar marcaba las 6.58. «De pronto pensé que había vuelto a salir armado», me dijo Cristo Bedoya. Pero encontró la Magnum en la gaveta de la mesa de noche. «Nunca había disparado un arma -me dijo Cristo Bedoya-, pero resolví coger el revólver para llevárselo a Santiago Nasar». Se lo ajustó en el cinturón, por dentro de la camisa, y sólo después del crimen se dio cuenta de que estaba descargado.
Plácida Linero apareció en la puerta con el pocillo de café en el momento en que él cerraba la gaveta.
– ¡Santo Dios -exclamó ella-, qué susto me has dado!
Cristo Bedoya también se asustó. La vio a plena luz, con una bata de alondras doradas y el cabello revuelto, y el encanto se había desvanecido. Explicó un poco confuso que había entrado a buscar a Santiago Nasar.
– Se fue a recibir al obispo -dijo Plácida Linero.
– Pasó de largo -dijo él.
– Lo suponía -dijo ella-. Es el hijo de la peor madre.
No siguió, porque en ese momento se dio cuenta de que Cristo Bedoya no sabía dónde poner el cuerpo. «Espero que Dios me haya perdonado -me dijo Plácida Linero-, pero lo vi tan confundido que de pronto se me ocurrió que había entrado a robar». Le preguntó qué le pasaba. Cristo Bedoya era consciente de estar en una situación sospechosa, pero no tuvo valor para revelarle la verdad.
– Es que no he dormido ni un minuto -le dijo.
Se fue sin más explicaciones. «De todos modos -me dijo- ella siempre se imaginaba que le estaban robando». En la plaza se encontró con el padre Amador que regresaba a la iglesia con los ornamentos de la misa frustrada, pero no le pareció que pudiera hacer por Santiago Nasar nada distinto de salvarle el alma. Iba otra vez hacia el puerto cuando sintió que lo llamaban desde la tienda de Clotilde Armenta. Pedro Vicario estaba en la puerta, lívido y desgreñado, con la camisa abierta y las mangas enrolladas hasta los codos, y con el cuchillo basto que él mismo había fabricado con una hoja de segueta. Su actitud era demasiado insolente para ser casual, y sin embargo no fue la única ni la más visible que intentó en los últimos minutos para que le impidieran cometer el crimen.