Despuntaba un martes turbio. No tuve valor para dormir solo al término de la jornada opresiva, y empujé la puerta de la casa de María Alejandrina Cervantes por si no había pasado el cerrojo. Los calabazos de luz estaban encendidos en los árboles, y en el patio de baile había varios fogones de leña con enormes ollas humeantes, donde las mulatas estaban tiñendo de luto sus ropas de parranda. Encontré a María Alejandrina Cervantes despierta como siempre al amanecer, y desnuda por completo como siempre que no había extraños en la casa. Estaba sentada a la turca sobre la cama de reina frente a un platón babilónico de cosas de comer: costillas de ternera, una gallina hervida, lomo de cerdo, y una guarnición de plátanos y legumbres que hubieran alcanzado para cinco.
Comer sin medida fue siempre su único modo de llorar, y nunca la había visto hacerlo con semejante pesadumbre. Me acosté a su lado, vestido, sin hablar apenas, y llorando yo también a mi modo. Pensaba en la ferocidad del destino de Santiago Nasar, que le había cobrado 20 años de dicha no sólo con la muerte, sino además con el descuartizamiento del cuerpo, y con su dispersión y exterminio. Soñé que una mujer entraba en el cuarto con una niña en brazos, y que ésta ronzaba sin tomar aliento y los granos de maíz a medio mascar le caían en el corpiño. La mujer me dijo: «Ella mastica a la topa tolondra, un poco al desgaire, un poco al desgarriate». De pronto sentí los dedos ansiosos que me soltaban los botones de la camisa, y sentí el olor peligroso de la bestia de amor acostada a mis espaldas, y sentí que me hundía en las delicias de las arenas movedizas de su ternura. Pero se detuvo de golpe, tosió desde muy lejos y se escurrió de mi vida.
– No puedo -dijo-: hueles a él.
No sólo yo. Todo siguió oliendo a Santiago Nasar aquel día. Los hermanos Vicario lo sintieron en el calabozo donde los encerró el alcalde mientras se le ocurría qué hacer con ellos. «Por más que me restregaba con jabón y estropajo no podía quitarme el olor», me dijo Pedro Vicario. Llevaban tres noches sin dormir, pero no podían descansar, porque tan pronto como empezaban a dormirse volvían a cometer el crimen. Ya casi viejo, tratando de explicarme su estado de aquel día interminable, Pablo Vicario me dijo sin ningún esfuerzo: «Era como estar despierto dos veces». Esa frase me hizo pensar que lo más insoportable para ellos en el calabozo debió haber sido la lucidez.
El cuarto tenía tres metros de lado, una claraboya muy alta con barras de hierro, una letrina portátil, un aguamanil con su palangana y su jarra, y dos camas de mampostería con colchones de estera. El coronel Aponte, bajo cuyo mandato se había construido, decía que no hubo nunca un hotel más humano. Mi hermano Luis Enrique estaba de acuerdo, pues una noche lo encarcelaron por una reyerta de músicos, y el alcalde permitió por caridad que una de las mulatas lo acompañara. Tal vez los hermanos Vicario hubieran pensado lo mismo a las ocho de la mañana, cuando se sintieron a salvo de los árabes. En ese momento los reconfortaba el prestigio de haber cumplido con su ley, y su única inquietud era la persistencia del olor. Pidieron agua abundante, jabón de monte y estropajo, y se lavaron la sangre de los brazos y la cara, y lavaron además las camisas, pero no lograron descansar. Pedro Vicario pidió también sus purgaciones y diuréticos, y un rollo de gasa estéril para cambiarse la venda, y pudo orinar dos veces durante la mañana. Sin embargo, la vida se le fue haciendo tan difícil a medida que avanzaba el día, que el olor pasó a segundo lugar. A las dos de la tarde, cuando hubiera podido fundirlos la modorra del calor, Pedro Vicario estaba tan cansado que no podía permanecer tendido en la cama, pero el mismo cansancio le impedía mantenerse de pie.
El dolor de las ingles le llegaba hasta el cuello, se le cerró la orina, y padeció la certidumbre espantosa de que no volvería a dormir en el resto de su vida. «Estuve despierto once meses», me dijo, y yo lo conocía bastante bien para saber que era cierto.
No pudo almorzar. Pablo Vicario, por su parte, comió un poco de cada cosa que le llevaron, y un cuarto de hora después se desató en una colerina pestilente. A las seis de la tarde, mientras le hacían la autopsia al cadáver de Santiago Nasar, el alcalde fue llamado de urgencia porque Pedro Vicario estaba convencido de que habían envenenado a su hermano. «Me estaba yendo en aguas -me dijo Pablo Vicario-, y no podíamos quitarnos la idea de que eran vainas de los turcos». Hasta entonces había desbordado dos veces la letrina portátil, y el guardián de vista lo había llevado otras seis al retrete de la alcaldía. Allí lo encontró el coronel Aponte, encañonado por la guardia en el excusado sin puertas, y desaguándose con tanta fluidez que no era absurdo pensar en el veneno. Pero lo descartaron de inmediato, cuando se estableció que sólo había bebido el agua y comido el almuerzo que les mandó Pura Vicario. No obstante, el alcalde quedó tan impresionado, que se llevó a los presos para su casa con una custodia especial, hasta que vino el juez de instrucción y los trasladó al panóptico de Riohacha.
El temor de los gemelos respondía al estado de ánimo de la calle. No se descartaba una represalia de los árabes, pero nadie, salvo los hermanos Vicario, habla pensado en el veneno. Se suponía más bien que aguardaran la noche para echar gasolina por la claraboya e incendiar a los prisioneros dentro del calabozo. Pero aun ésa era una suposición demasiado fácil. Los árabes constituían una comunidad de inmigrantes pacíficos que se establecieron a principios del siglo en los pueblos del Caribe, aun en los más remotos y pobres, y allí se quedaron vendiendo trapos de colores y baratijas de feria. Eran unidos, laboriosos y católicos. Se casaban entre ellos, importaban su trigo, criaban corderos en los patios y cultivaban el orégano y la berenjena, y su única pasión tormentosa eran los juegos de barajas. Los mayores siguieron hablando el árabe rural que trajeron de su tierra, y lo conservaron intacto en familia hasta la segunda generación, pero los de la tercera, con la excepción de Santiago Nasar, les oían a sus padres en árabe y les contestaban en castellano. De modo que no era concebible que fueran a alterar de pronto su espíritu pastoral para vengar una muerte cuyos culpables podíamos ser todos. En cambio nadie pensó en una represalia de la familia de Plácida Linero, que fueron gentes de poder y de guerra hasta que se les acabó la fortuna, y que habían engendrado más de dos matones de cantina preservados por la sal de su nombre.
El coronel Aponte, preocupado por los rumores, visitó a los árabes familia por familia, y al menos por esa vez sacó una conclusión correcta. Los encontró perplejos y tristes, con insignias de duelo en sus altares, y algunos lloraban a gritos sentados en el suelo, pero ninguno abrigaba propósitos de venganza. Las reacciones de la mañana habían surgido al calor del crimen, y sus propios protagonistas admitieron que en ningún caso habrían pasado de los golpes. Más aún: fue Suseme Abdala, la matriarca centenaria, quien recomendó la infusión prodigiosa de flores de pasionaria y ajenjo mayor que segó la colerina de Pablo Vicario y desató a la vez el manantial florido de su gemelo. Pedro Vicario cayó entonces en un sopor insomne, y el hermano restablecido concilió su primer sueño sin remordimientos. Así los encontró Purísima Vicario a las tres de la madrugada del martes, cuando el alcalde la llevó a despedirse de ellos.
Se fue la familia completa, hasta las hijas mayores con sus maridos, por iniciativa del coronel Aponte. Se fueron sin que nadie se diera cuenta, al amparo del agotamiento público, mientras los únicos sobrevivientes despiertos de aquel día irreparable estábamos enterrando a Santiago Nasar. Se fueron mientras se calmaban los ánimos, según la decisión del alcalde, pero no regresaron jamás. Pura Vicario le envolvió la cara con un trapo a la hija devuelta para que nadie le viera los golpes, y la vistió de rojo encendido para que no se imaginaran que le iba guardando luto al amante secreto.