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Clotilde Armenta no había acabado de vender la leche cuando volvieron los hermanos Vicario con otros dos cuchillos envueltos en periódicos. Uno era de descuartizar, con una hoja oxidada y dura de doce pulgadas de largo por tres de ancho, que había sido fabricado por Pedro Vicario con el metal de una segueta, en una época en que no venían cuchillos alemanes por causa de la guerra. El otro era más corto, pero ancho y curvo. El juez instructor lo dibujó en el sumario, tal vez porque no lo pudo describir, y se arriesgó apenas a indicar que parecía un alfanje en miniatura. Fue con estos cuchillos que se cometió el crimen, y ambos eran rudimentarios y muy usados.

Faustino Santos no pudo entender lo que había pasado. «Vinieron a afilar otra vez los cuchillos -me dijo- y volvieron a gritar para que los oyeran que iban a sacarle las tripas a Santiago Nasar, así que yo creí que estaban mamando gallo, sobre todo porque no me fijé en los cuchillos, y pensé que eran los mismos». Esta vez, sin embargo, Clotilde Armenta notó desde que los vio entrar que no llevaban la misma determinación de antes.

En realidad, habían tenido la primera discrepancia. No sólo eran mucho más distintos por dentro de lo que parecían por fuera, sino que en emergencias difíciles tenían caracteres contrarios. Sus amigos lo habíamos advertido desde la escuela primaria.

Pablo Vicario era seis minutos mayor que el hermano, y fue más imaginativo y resuelto hasta la adolescencia. Pedro Vicario me pareció siempre más sentimental, y por lo mismo más autoritario. Se presentaron juntos para el servicio militar a los 20 años, y Pablo Vicario fue eximido para que se quedara al frente de la familia. Pedro Vicario cumplió el servicio durante once meses en patrullas de orden público. El régimen de tropa, agravado por el miedo de la muerte, le maduró la vocación de mandar y la costumbre de decidir por su hermano. Regresó con una blenorragia de sargento que resistió a los métodos más brutales de la medicina militar, y a las inyecciones de arsénico y las purgaciones de permanganato del doctor Dionisio Iguarán. Sólo en la cárcel lograron sanarlo. Sus amigos estábamos de acuerdo en que Pablo Vicario desarrolló de pronto una dependencia rara de hermano menor cuando Pedro Vicario regresó con un alma cuartelaria y con la novedad de levantarse la camisa para mostrarle a quien quisiera verla una cicatriz de bala de sedal en el costado izquierdo. Llegó a sentir, inclusive, una especie de fervor ante la blenorragia de hombre grande que su hermano exhibía como una condecoración de guerra.

Pedro Vicario, según declaración propia, fue el que tomó la decisión de matar a Santiago Nasar, y al principio su hermano no hizo más que seguirlo. Pero también fue él quien pareció dar por cumplido el compromiso cuando los desarmó el alcalde, y entonces fue Pablo Vicario quien asumió el mando. Ninguno de los dos mencionó este desacuerdo en sus declaraciones separadas ante el instructor. Pero Pablo Vicario me confirmó varias veces que no le fue fácil convencer al hermano de la resolución final. Tal vez no fuera en realidad sino una ráfaga de pánico, pero el hecho es que Pablo Vicario entró solo en la pocilga a buscar los otros dos cuchillos, mientras el hermano agonizaba gota a gota tratando de orinar bajo los tamarindos. «Mi hermano no supo nunca lo que es eso -me dijo Pedro Vicario en nuestra única entrevista-. Era como orinar vidrio molido». Pablo Vicario lo encontró todavía abrazado del árbol cuando volvió con los cuchillos. «Estaba sudando frío del dolor -me dijo- y trató de decir que me fuera yo solo porque él no estaba en condiciones de matar a nadie». Se sentó en uno de los mesones de carpintero que habían puesto bajo los árboles para el almuerzo de la boda, y se bajó los pantalones hasta las rodillas. «Estuvo como media hora cambiándose la gasa con que llevaba envuelta la pinga», me dijo Pablo Vicario. En realidad no se demoró más de diez minutos, pero fue algo tan difícil, y tan enigmático para Pablo Vicario, que lo interpretó como una nueva artimaña del hermano para perder el tiempo hasta el amanecer. De modo que le puso el cuchillo en la mano y se lo llevó casi por la fuerza a buscar la honra perdida de la hermana.

– Esto no tiene remedio -le dijo-: es como si ya nos hubiera sucedido.

Salieron por el portón de la porqueriza con los cuchillos sin envolver, perseguidos por el alboroto de los perros en los patios. Empezaba a aclarar. «No estaba lloviendo», recordaba Pablo Vicario. «Al contrario -recordaba Pedro-: había viento de mar y todavía las estrellas se podían contar con el dedo». La noticia estaba entonces tan bien repartida, que Hortensia Baute abrió la puerta justo cuando ellos pasaban frente a su casa, y fue la, primera que lloró por Santiago Nasar. «Pensé que ya lo habían matado -me dijo-, porque vi los cuchillos con la luz del poste y me pareció que iban chorreando sangre». Una de las pocas casas que estaban abiertas en esa calle extraviada era la de Prudencia Cotes, la novia de Pablo Vicario. Siempre que los gemelos pasaban por ahí a esa hora, y en especial los viernes cuando iban para el mercado, entraban a tomar el primer café. Empujaron la puerta del patio, acosados por los perros que los reconocieron en la penumbra del alba, y saludaron a la madre de Prudencia Cotes en la cocina. Aún no estaba el café.

– Lo dejamos para después -dijo Pablo Vicario-, ahora vamos de prisa.

– Me lo imagino, hijos -dijo ella-: el honor no espera.

Pero de todos modos esperaron, y entonces fue Pedro Vicario quien pensó que el hermano estaba perdiendo el tiempo a propósito. Mientras tomaban el café, Prudencia Cotes salió a la cocina en plena adolescencia con un rollo de periódicos viejos para animar la lumbre de la hornilla. «Yo sabía en qué andaban -me dijo- y no sólo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía como hombre». Antes de abandonar la cocina, Pablo Vicario le quitó dos secciones de periódicos y le dio una al hermano para envolver los cuchillos. Prudencia Cotes se quedó esperando en la cocina hasta que los vio salir por la puerta del patio, y siguió esperando durante tres años sin un instante de desaliento, hasta que Pablo Vicario salió de la cárcel y fue su esposo de toda la vida.

– Cuídense mucho -les dijo.

De modo que a Clotilde Armenta no le faltaba razón cuando le pareció que los gemelos no estaban tan resueltos como antes, y les sirvió una botella de gordolobo de vaporino con la esperanza de rematarlos. «¡Ese día me di cuenta -me dijo- de lo solas que estamos las mujeres en el mundo!» Pedro Vicario le pidió prestado los utensilios de afeitar de su marido, y ella le llevó la brocha, el jabón, el espejo de colgar y la máquina con la cuchilla nueva, pero él se afeitó con el cuchillo de destazar. Clotilde Armenta pensaba que eso fue el colmo del machismo. «Parecía un matón de cine», me dijo. Sin embargo, él me explicó después, y era cierto, que en el cuartel había aprendido a afeitarse con navaja barbera, y nunca más lo pudo hacer de otro modo. Su hermano, por su parte, se afeitó del modo más humilde con la máquina prestada de don Rogelio de la Flor. Por último se bebieron la botella en silencio, muy despacio, contemplando con el aire lelo de los amanecidos la ventana apagada en la casa de enfrente, mientras pasaban clientes fingidos comprando leche sin necesidad y preguntando por cosas de comer que no existían, con la intención de ver si era cierto que estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo.

Los hermanos Vicario no verían encenderse esa ventana. Santiago Nasar entró en su casa a las 4.20, pero no tuvo que encender ninguna luz para llegar al dormitorio porque el foco de la escalera permanecía encendido durante la noche. Se tiró sobre la cama en la oscuridad y con la ropa puesta, pues sólo le quedaba una hora para dormir, y así lo encontró Victoria Guzmán cuando subió a despertarlo para que recibiera al obispo.

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