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– ¿Qué te ha hecho? Pero contesta cuando se te pregunta algo.

Roland sollozaba. Balbució "que dormía, que no se había dado cuenta de nada".

– ¿De qué hubiera podido darse cuenta? -preguntó Xavier-. De pronto me sentí inquieto por él, vine para cerciorarme de que no estaba enfermo.

– ¿No lo estaba?

– No, dormía tranquilamente.

– Dijiste hace un rato que no sabías lo que hacías en este cuarto. Necesitaste tiempo para encontrar un pretexto.

Xavier seguía con la cabeza baja.

– ¿Por qué te quedaste cuando viste que dormía tranquilamente? Xavier dijo:

– No sé… -vaciló un instante y a media voz-: Creo que rezaba…

Mirbel se encogió de hombros y empezó a recitar, cantando como un colegial:

Un ángel de rostro radiante,

inclinado sobre la cuna,

parecía contemplar su imagen

como en la linfa de un arroyo.

"Niño encantador que eres mi imagen

– le dijo-, oh, ven conmigo,

ven, seremos dichosos juntos…"

Mirbel se interrumpió presa de una risa cacareante. Xavier se había inclinado hacia Roland y le repetía en voz baja:

– Cierra los ojos, eso no significa nada, duerme. Le impedimos dormir -dijo, volviéndose hacia Mirbel.

– Es un escrúpulo un poco tardío, ¿no te parece?

Sin embargo, Xavier envolvía al niño, le ponía la sábana sobre el hombro, le decía:

– Vuélvete del lado de la pared…

– Ahora dejémoslo.

Salió, pero sentía casi el soplo de Mirbel, a tal puntó lo seguía de cerca. No pudo impedirle que entrara detrás de él en su cuarto. Mirbel cerró la puerta, se volvió hacia Xavier y dijo:

– Es hora de que los separe.

Xavier no apartaba los ojos de aquel hombre sentado en el sillón, como si hubiera querido pasar allí la noche.

– Haría bien yendo a acostarse -dijo.

– ¡Oh, el sueño y yo! -suspiró Mirbel, y extendió las piernas, flacas y velludas-. No tienes conciencia, por supuesto, pero es hora de que separe al chico y a ti. No quieres tener conciencia de ello. Ah, la evasión por lo sublime, el disfraz de lo peor por lo mejor: eres un ejemplo famoso. Felizmente para tu salvación, estoy aquí.

Xavier callaba y lo observaba.

– En fin, el dieciocho de este mes devuelvo el chico a donde lo he sacado. Es asunto resuelto.

Xavier preguntó si "se trataba de una amenaza".

– No, pero te repito que es un asunto resuelto.

Todo lo que había ocurrido en el cuarto de Roland y esa vergüenza que lo abrumaba, Xavier lo olvidó. Pensó con una precisión seca en ese proyecto que había planeado con Dominique: ella se lo recordaba en la última carta. Él dispondría en favor de Roland de los ciento cincuenta mil francos que había heredado de su tío Cordés. Se lo confiarían a esa colega de Dominique que aceptaba niños en pensión. Seguiría las clases en la escuela libre de Saint-Paul. No escuchaba a Mirbel.

– Volveremos a encontrarnos solos frente a frente como en el tren. La corriente tendrá que volver a pasar. Las mismas circunstancias suscitarán la misma simpatía, ya verás. Por supuesto estaremos menos tranquilos aquí para conversar que en un compartimiento… Ya sabemos: está Michele. Pero en seguida llegarás al punto en que uno ya no ve a la gente con, quien vive. Suprimiremos a Michéle -exclamó con alegre ferocidad.

– Pienso que podría… -interrumpió Xavier-. Usted no me negará eso… Quisiera acompañar yo mismo a Roland el dieciocho.

Mirbel se levantó y se dirigió hacia Xavier.

– No me hables más de ese chico: una mojarrita que vuelve a echarse al agua. Lo devuelvo a su elemento natural: los asilos, los hospicios. ¿En qué te ocupas? ¿Qué temes por él? ¡Me parece que tienes muy poca confianza en la Providencia!

Y recobró su tono de colegial que canta, para recitar este dístico:

A los pajaritos les da su alimento

y sobre toda la naturaleza se extiende Su

bondad.

– Estos dos versos de Racine se titulaban Bondad de Dios en El cesto de la infancia en que las monjitas buscaban los textos de nuestras lecciones.

– Usted y Michéle le han dado el gusto de cierta vida, costumbres -dijo Xavier-. Ustedes son responsables…

– No te contestaré cuando me hables de ese ser atroz. Confiesa que estás curiosamente obsesionado…

Xavier, con los ojos cerrados, ceñudo, repetía a media voz, casi suplicante:

– Vayase. Déjeme.

– ¡Ah, cristianito que no te atreves a mirarte de frente!

Xavier pensaba: "¡Dios mío, que este hombre no arroje en mí el germen de la abominación!, No permitas que envenene mi fuente…" Se asombró de lo que decía en voz alta:

– ¿Me curaré alguna vez de haberlo conocido a usted?

– Por fin -gritó Mirbel-. ¡Era tiempo! Reconoces que estás tocado. No pido más -agregó riendo-, por lo menos esta noche. Tranquilízate, voy a dejarte dormir. Ahora vas a poder dormir. La verdadera vida empezará para nosotros a partir de mañana.

Caminaba a través del cuarto con excitación y se restregaba las manos.

– Y sobre todo no te ocupes más de hacer estudiar a Roland. Déjalo gozar en paz de lo que le queda. Ya no está a tu cargo. Te pido que lo convengas conmigo.

Xavier respondió con voz neutra:

– Ya no estoy encargado de hacerle aprender sus lecciones ni de corregir sus deberes.

– ¡Ah, cabeza dura! -exclamó de pronto Mirbel-. ¡Ah, la romperé a puntapiés…!

Tendió hacia delante las manos semicerradas de estrangulador. Ante aquella cara convulsa Xavier había retrocedido un paso. Mirbel pareció despertar. Dejó caer las manos.

– ¿No lo creíste? -preguntó en voz baja-. ¿Dime? ¿No creíste que quería hacerte daño?

– No tenía miedo.

– No crees que pueda hacerte nunca daño. No se mata lo que se ama.

– Quizá debamos elegir -dijo Xavier-. Matar lo que amamos o morir por lo que amamos.

Mirbel suspiró:

– Hay algo en medio: ser amado de lo que uno ama. ¿Crees que esa dicha existe en este mundo?

Xavier dijo apartando la vista:

– Sí, esa dicha existe. Vaya a dormir ahora. Mirbel, casi tímido, preguntó:

– ¿No me guardas rencor? ¿Me perdonas? -Xavier inclinó la cabeza; luego cerró con pasador y se sentó a su mesa. Fue aquella noche cuando escribió sobre la página arrancada de un cuaderno de colegial: "Lego a Roland, hijo de la Asistencia Pública…", y la continuación.

XIV

Aunque no era dia de misa, en cuanto Xavier vio despuntar un resplandor a través de las persianas se levantó, se fue a la iglesia y permaneció de pie un rato contra la pared del coro, con los pies sobre la hierba espesa y mojada, hasta la hora en que abrió el correo. Escribió un telegrama para Dominique: le rogaba que lo llamara por teléfono aquella misma mañana. Según sus cálculos, la campanilla sonaría antes que Mirbel hubiera bajado de su cuarto, y era la hora del día en que Michéle no salía de la cocina.

Pudo, en efecto, descolgar el receptor antes que el timbre alertara a nadie. Dominique lo escuchaba con una docilidad inesperada. Se citaron para dos días más tarde en la curia de Baluzac. Él le llevaría al chico. Ella había hablado de él a su colega, que aceptaba tenerlo en pensión. Dominique realizaría los trámites necesarios en la Asistencia Pública, donde el padre de una de sus alumnas ocupaba un puesto importante. Todo era sencillo: el camino parecía despejarse ante Xavier. Había que convencer al chico, pero cedería ante el solo nombre de Dominique. Sin embargo, había que prepararlo. ¿Dónde encontrarlo? No estaba en ninguna parte de la casa. Octavie lo había visto correr hacia el arroyo: iba a mojarse los pies. Tanto peor si se enfriaba: "Con tal que no demore nuestra partida…" Ella también lo aborrecía porque había que servirlo a pesar de ser un expósito.

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