Ella se había detenido en medio de la avenida y lo examinaba de cerca, como si hubiera querido sacarle del ojo un grano de polvo. Él vio que tenía un punto negro sobre la aleta de la nariz, una arruguita en la comisura de los labios, el rastro rojo de un grano en el ancho cuello.
– La que tiene que decidir es usted, señora. Estoy en su casa, después de todo. Me iré hoy mismo si usted lo desea.
– Oh -protestó-, no sería la tradición de Larjuzon. Somos más hospitalarios.
La mujer se echó a reír, y él vio un diente oscuro, casi azul.
Xavier callaba. Caminaba junto a ella y era peor que si hubiera estado ausente. Ella exclamó de pronto:
– Oh, estuve mal, estuve mal… -Xavier pareció despertar y la miró-. No debí hacer esa reflexión delante del chico. Perdóneme, señor. Nunca he sabido hablar con los chicos. Eso se aprende con los suyos, me imagino, pero yo…
"¡ Con tal que no llore!", pensaba Xavier. No, no lloraba.
– Ahora estoy segura de que si usted se quedara sería para ayudarnos. Pero primero tiene que conocer nuestra historia desde el principio. Éramos casi dos chicos cuando nos quisimos. Lo que era Jean a los quince años. Qué maravilla era…
– Fui al mismo colegio que él, con diez años de intervalo -dijo Xavier-. Todavía en mi época existía una leyenda Mirbel: sus rebeldías, los castigos que le infligía su tutor…
– El verdadero drama fue entre su madre y él, que la idolatraba. Ella estuvo horrible… Y sobre todo le reveló… Pero no, no tengo derecho a hablarle de estas cosas. ¿Cree -preguntó bruscamente- que se curará alguna vez?
Pero Xavier no la escuchaba. Miraba a Dominique que venía hacia ellos, arrastrando al chico, que lloriqueaba y estaba cubierto de barro.
– Me pregunto -suspiró Dominique-, cómo se las arregló para caerse en una zanja tan pequeña y ensuciarse de esta manera.
Él explicó con voz entrecortada que había querido atravesar el vado.
– ¿Sabe, señorita?, el vado que hicimos ayer. La piedra grande se movió.
– Y bueno -dijo Michéle, con aire excedido-, vaya a cambiarlo. La joven se resistió:
– No soy su niñera. Además, ¿tiene acaso ropa para cambiarse?
– El barro se secará sobre él, no hace frío. Siéntate al sol y déjanos.
– No -dijo Xavier-, no hay que dejar a este chico en este estado. Lo lavaré yo -agregó tomándolo de la mano-. Estoy acostumbrado. En el patronato he tenido hasta cincuenta a mi cargo. Llévame a tu cuarto, chiquito.
– Voy con usted -dijo Dominique. Insistió para que no se molestara. No tenía necesidad de nadie.
– ¡Puede creer que no voy a ayudarlo!
– Yo también voy -dijo Michéle.
Se dirigieron los cuatro hacia la casa. Xavier llevaba a Roland de la mano. Las dos mujeres seguían. En la escalinata, sentada en un sillón de mimbre, enmascarada tras sus vidrios negros, Brigitte Pian estaba envuelta en un gran chal. Una manta protegía sus rodillas; Jean de Mirbel estaba de pie junto a ella.
– ¿Cuántas veces, Dominique -exclamó-, tendré que repetirle que no la he traído a Larjuzon para ocuparse de ese chico? La señora de Mirbel ha tomado la responsabilidad. No tiene por qué descargarla sobre los demás.
– Por esta vez me encargo yo, señora. Xavier reía. Dominique le dijo:
– Voy adelante.
Dejaron abierta la puerta del vestíbulo.
Mirbel había alzado la cabeza.
– ¿Adonde van? -preguntó la anciana.
– Al cuarto de Dominique -dijo Michéle-, oigo sus voces.
– Espero -gruñó Brigitte Pian- que no habrá tenido el atrevimiento de seguirla hasta su cuarto… ¡ Sería demasiado!
– Tranquilícese -dijo Mirbel-, Roland está con ellos.
Brigitte Pian volvió a caer pesadamente en su sillón protestando que "no quería insinuar nada": eran incapaces el uno y el otro.
– Ella, en todo caso, sólo piensa en eso, si quiere saberlo. Los ojos de Michéle brillaban de rabia.
– ¿Dominique? Estás loca, hijita -dijo la anciana.
– Puede estar segura de que ya ha echado los ojos sobre ese muchacho. Y no me asombraría nada que anoche mismo haya intentado acercarse. Pero pondré orden.
– No, no subas -dijo Mirbel-, se armaría un escándalo. Es mejor que sea yo. Ella vaciló, luego volvió a sentarse.
– Me dirás cómo los encontraste al abrir la puerta. Obsérvalos.
Brigitte Pian se encogió de hombros.
– ¿Cómo quieres que los encuentre, hijita, sino ocupados en lavar las rodillas de Roland y en ponerle zapatos secos?
– Oh, por mí, sabe -exclamó Michéle-, después de todo, por lo que me importa.
Pero permaneció al acecho, con la cabeza erguida.
Mirbel se detuvo ante la puerta de Dominique. Xavier hablaba solo, con voz ahogada, en medio de un gran silencio. Mirbel miró por el ojo de la cerradura y no vio nada, pero llegaban hasta él jirones de frases:
– Entonces los hermanos se dijeron los unos a los otros: "Aquí llega nuestro soñador con su hermoso vestido de todos colores, parece un monito vestido. Librémonos de él…"
– ¿Y lo mataron? -preguntó Roland, con angustia.
– No, ya verás, no interrumpas -dijo Dominique.
– Primeramente decidieron arrojarlo a un pozo, pues había un pozo donde se hubiera muerto de hambre…
– ¿No lo arrojaron?
Jean de Mirbel se quedó todavía un rato: él también escuchaba la historia. Luego se alejó pensando en el viejo Jacob, cuando sus hijos le entregaron la túnica ensangrentada de José. Se asombraba de recordar después de tantos años aquella túnica de niño manchada con sangre de cabrito. Encontró a Brigitte Pian sentada en la terraza; Michéle de pie junto a ella.
– ¿No lo creerían? Les cuenta una historia, la historia de José vendido por sus hermanos.
– ¿De veras? -preguntó Michéle-. ¿Y Dominique también escuchaba? No es lo que esperaba. ¡ La cara que va a poner! Voy a ver por mí misma -agregó bruscamente.
Su marido la siguió, suplicándole que ahogara sus pasos. Por más que contuvieron la respiración durante largos minutos sólo oyeron a través de la puerta un murmullo indefinido, hasta el momento en que se alzó la voz de Xavier:
– Eran sus hermanos, los reconocía; pero ellos, en aquel joven príncipe omnipotente, ¿cómo podían reconocer al muchachito aborrecido antaño? Reteniendo las lágrimas los interrogaba sobre el anciano padre que siempre vivía. Estaba trastornado de ternura…
– iSin embargo habían querido matarlo, lo habían vendido como esclavo!
– Es verdad, Roland, y, sin embargo, ve cómo a pesar de eso los quería. Desbordaba de amor por ellos, sus asesinos, semejante a Jesús, al que anunciaba diecisiete siglos antes: y no obstante, recuerda, allí estaba Benjamín. Era un chiquito de tu edad, todavía más moreno que tú, con ojos del mismo color que los tuyos. Pero era más dichoso que tú porque tenía papá y hermanos…
– Pero ¿sus hermanos eran malos?
– Nadie es completamente malo: querían a su padre, querían a Benjamín… y también a José, ya verás…
Jean y Michéle oyeron de pronto con espanto el pesado paso de Brigitte Pian en la escalera. Se sujetaba al pasamanos, se detenía en cada peldaño para recobrar el aliento. Se acercó a ellos en el momento en que en el cuarto la historia había sido interrumpida por las preguntas de Roland. Dominique se enojaba. Luego se reanudó la historia, y el grupo sombrío detrás de la puerta permaneció al acecho.
– ¡ Era una maldad haber puesto esa copa en la mochila de Benjamín!
– No, vas a ver… -dijo Dominique.
Xavier hablaba con voz sorda. No era posible desde el corredor captar el sentido de las palabras. Y de pronto fue un grito:
– "Soy José, vuestro hermano, el que habéis vendido. Ahora no os aflijáis. Para salvaros la vida Dios me ha enviado ante vosotros." Se arrojó al cuello de Benjamín y lloró, y Benjamín lloró sobre su cuello y también besó todos los rostros de sus hermanos y lloró abrazándolos…
– Oh, usted también llora con lágrimas de veras -dijo Roland.