Son las cartas y los libros que una pareja de amantes jóvenes escribieron para matar el tiempo en un vapor de la Lloyd-Triestino, antes de la guerra. Son una diversión de horas largas en el mar, papeles guardados en los cajones de un mundo vacío. Aquel viejo hebreo me lo vendió barato. La policía lo había sorprendido espiando en los excusados públicos. Era un voyeur, como tú y yo. Me dijo que no podía resistir la tentación. Que iba a vender todo muy barato y luego desaparecería. Era experto en desapariciones. Ofreció regalarme los violoncellos y los sombreros de copa, los manequíes de costura y las carrozas fúnebres que tenía amontonados en ese desván de un viejo palacio de la calle de Tacuba, al fondo de un patio desnudo con una fuente sin agua, detrás de un pórtico de piedra dúctil y caprichosa sostenido por unas patas de felino gigante.
– Yo, Jakob Werner, nacido en el año cero, condeno a Franz Jellinek, nacido hace dos mil años.
Empiezo a reír, dragona. No sé si los seis monjes están infectados por lo mismo que condenan. Te juro que ya no sé si sus desplantes teatrales son auténticos o si son la caricatura de la vida que les atribuyen a ustedes. Sólo sé que las razones no son convincentes. Y que yo soy el Narrador y puedo cambiar a mi gusto los destinos. Ellos avanzan hacia la puerta. Yo les cierro el paso sin dramatismo, con desenfado.
– No me convencen. Es más: me pelan los dientes.
Pero ellos no me escuchan o parecen no escucharme. Siguen avanzando, entonan otra vez sus letanías.
– Cambió el curso de las estrellas.
Quisiera reírme de ellos, decirles que me han mentido. ¿No han dicho que se la juegan solos? Han dicho que aceptan la vida y que todos, de alguna manera, somos culpables. Quisiera, pero sólo imagino a Isabel -te imagino novillera-, en el abrazo de Javier en un motel del camino a Toluca.
– Arrojó hacia atrás los tiempos del mar.
Avanzan vibrando, bailando, alucinados, desde el fondo de mi cámara oscura, mientras yo les opongo la razón: entonces perdónenlo y recuerden que también amó y aspiró:
– Mató la fruta en la semilla.
Atrás, atrás, leones, fieras, si tuviera más látigo que las palabras, hoy no daña a nadie, el tiempo lo ha perdonado, Javier es peor, yo digo y decido que Javier merece todos los castigos mil veces más: ésta es una novela policial y ha llegado la hora del que la hace la paga y no deben pagar justos por pecadores.
– Quemó los labios del niño con la leche materna.
Y Javier está con Isabel en una cama fría y la Pálida no es mía, nunca será mía y es todo lo que deseo esta noche.
– Ascendió a los cielos para corromperlos.
¿Qué creen, que me di por vencido? Un momento. La sala está demasiado oscura. Los siento avanzar pero no los veo. Debo pensar rápido. Ah qué las tunas. Ese beso maldito se lo dio a su falso amante. Al juez trató de seducirlo A su falso esposo lo insultó con todos los compromisos de un amor largo y acostumbrado.
– Descendió al infierno para redimirlo.
Pero hoy no daña a nadie. El tiempo lo ha perdonado. Creo esto. Pero si quiero seducirla, no debo decirlo. Jakob debe ser el amante de la Pálida. Cómo la acarició. Con qué ternura la protegió y la condujo cerca de la chimenea. Jakob debe ser el rival.
– Atrajo el sol para que consumiera la tierra.
Voy a enterrar mis dudas. Ella no me aceptará si me muestro débil. Al rato les diré que tienen razón. No lo perdonaremos para que más tarde pueda existir el perdón. Perdonarlo sería negar el perdón.
– Ordenó a la luna que arrojase fuego.
Sí, más tarde les diré que no lo perdonaremos porque no merece la muerte. Cree haberla comprado con veinticinco años de buena conciencia. Javier y Elizabeth han mantenido su infierno. Él no. Franz cree haberlo evadido. Vamos a demostrarle que se equivocó.
– Ordenó al aire que arrojase veneno.
Ya no les impido el paso. Me pego a la pared y les permito descender por la escalera de caracol. Trato de distinguir, al tacto, sus presencias, al olor. Quisiera detener a la Pálida y tocarla. Explicarle. Preguntarle, ¿qué hizo Franz?, ¿qué les importa? Ahora no. Ahora conozco la respuesta, cerca de los cuerpos veloces de los seis monjes que bajan por la escalera de caracol sin decirme lo que quiero entender. No importa lo que haya hecho. Es lo viejo. Debe morir. El ciclo ha terminado y lo nuevo debe nacer sobre los despojos de lo viejo. ¿Qué hizo Franz, por favor? ¿Qué hizo Franz? Debe decirlo una carta o un libro que no leímos en alguno de los cajones que no se abrieron. Son demasiados cajones. No tenemos tiempo.
No supe o no pude pedir más para detenerlos, dragona. No quise pedir más, es la puritita verdad. Me venció el entusiasmo de una participación y la conciencia de que voy que chuto para la cuarentena. Yo iba a ser joven con ellos, dragona. ¿Tú no hubieras hecho lo mismo que yo? Íbamos a prolongar nuestra juventud. Y a ganarnos la vida que de repente es el único recuerdo que nos queda de nuestra muerte original.
Pero ésta era sólo mi razón. No era la de ellos. Yo nada tenía que ver con esas seis calcomanías pegadas a la portezuela del Lincoln al que regresamos, dispuestos a agotar la noche. Cada calcomanía era una suástica. Cinco estaban cruzadas ya, como las insignias que en los aviones de combate llevan la cuenta de los enemigos derribados. Ahora las señalaron. Cada ángel vengador de éstos dijo un nombre:
– El Obsercharführer Heinrich Krüger. Organizó los transportes AAH para vengar la muerte del Protector de Bohemia y Moravia.
– La guardia Ruby Richter. Encargada de los baños de mujeres en Auschwitz.
– El teniente Malaquías von Dehm. Participó en el arrase del ghetto de Varsovia.
– La enfermera Lisbeth Fröhlich. Preparación de mermeladas para niños tarados en Treblinka.
– Lorenz Kempka, fabricante. Tarros de gas Cyclon-B.
Tú me dirás quiénes fueron, novillera. Tú buscarás a Franz para que te cuente todo, antes de que sea demasiado tarde. Contigo completaré el expediente de mis memorias. Quiero liquidar esos años, los de mi nostalgia infantil y adolescente, compuesta de todas estas películas y encabezados de periódicos y notas rojas y discos rayados. La mitad de la vida se nos va en eso. Yo no tengo más, novillera, y tú ya naciste sicoanalizada.
Una voz lejana canta en la noche de mi barrio, mientras contemplo al lado de los Monjes esas cinco calcomanías cruzadas y la que aún falta. De la arena nace el agua y del agua los pescados.
– Localizó la casa de la vida para destruirla.
¿De veras? Pues de repente, a lo mejor.
El Barbudo abre de un golpe la cajuela y deja que del saco se le escurra ese bulto vivo y gruñente. Cierra rápidamente, para que eso no se escape o lo ataque, no sé. Luego ando creyendo que los tesoros de mi baúl son muy extraordinarios. Bah. Lo irracional no puede explicarse. Me encojo de hombros. Todos sueltan el cuerpo. Terminó el último acto de Caligari. Ahora volveremos a ser nosotros mismos. El Negro sonríe y se prende un fósforo en las nalgas, sobre ese escudo del águila y la serpiente con el que se adorna el culo. Alumbra su cigarrillo de mota y ahora sí nos vamos al largo viaje, hombre, a volar alto, locos, escarbando, hechizos, ritmeando, con eso, vamos, vamos, vamos, que la carretera es muy larga.
Estamos sentados, esta noche final que es la del principio, bajo la arcada desteñida, verde, gris, junto a las dos mesas de aluminio y sobre las siete sillas de latón de esta ostionería que de noche hace las veces de cantina en los portales de Cholula. Las ostras yacen sueltas en grandes botellones de agua gris. Un gusanillo alcoholizado, amarillo, está suspendido a la mitad de la botella de mescal. Sólo yo me sirvo. Ellos están viajando. Ellos están altos. Groovy, groovy, repite a cada rato la que fue la Negra, la que fue el juez, la que fue, quizás, una niña llevada en tren con una muñeca rota Una pequeña banda de hombres con sombrero de paja tiesa y barnizada, camisas blancas y pantalones de dril se ha acercado a nuestras mesas. Tocan y cantan, desatinadamente, el corrido de Benjamín Argumedo. Lo bajaron por la sierra, todo liado como un cohete. Las mujeres de frente estrecha y encías grandes y dientes pequeños, envejecidas prematuramente, peinadas con trenzas cortas y chongos secos, envueltas en los rebozos, barrigonas, con los niños en los brazos, tomados de las manos, cargados sobre las espaldas, sostenidos por el rebozo, nos miran recargadas contra los muros, y ríen al contarse bromas y noticias secretas, en una voz inaudible, de inflexiones agudas, de sílabas copuladas. Tanto pelear y pelear con el Máuser en la mano. Miro con impaciencia hacia el confín de la plaza de Cholula, más allá de la iglesia-fortaleza, hacia la calle por donde se asciende a la basílica que corona las siete pirámides ocultas. Nadie se pasea por el jardín. Es propiedad de los perros noctívagos, sin raza, escuálidos, amarillos, negros, desorientados, hambrientos, babeantes, que corren sin rumbo, se rascan, hurgan en las acequias. Los Monjes no oyen ni ven. Se han prendido a la ropa esas insignias ovoides, de latón pintado, como las estrellas de los cherifes del Oeste. make marijuana legal. baby scratch my back. lsd not lbj. abolish reality. Fuman sus Juanitas como chacuacos, como murciélagos negros y no me miran y yo miro hacia esa calle para ver si llegan y al mismo tiempo trato de tocar el pie de la que fue la Pálida que fue la Monja Jeanne Fery que fue Elena de Troya que fue la Madre María que fuiste tú, dragona, con la punta de mi zapato debajo de la mesita de aluminio y ella no se da por enterada y tiene tomada la mano de Jakob. Para acabar fusilados en el panteón de Durango.