Avanza la Pálida, envuelta en las telas brillantes, con el pelo desmelenado. Avanza y pasa al lado de Jakob y Jakob la detiene:
– No te acerques, Jeanne.
Y mi hombrecito alargará sus hermosas manos para convocar de lejos a la mujer, sin tocarla.
– Ah, de manera que volvemos a encontramos-. Herr Urs acaricia el raso rojo de su bata.
– Jeanne, Jeanne…-Jakob parece aturdido de confusión, no encuentra las palabras y mi hombrecito hace el gesto de limarse las uñas contra las solapas almohadilladas de seda negra, esperando las palabras que den fe pública de la confusión de Jakob, Jeanne, Jeanne, no temas a tus visiones, Jeanne, ama tu menstruación y tus cólicos, Jeanne, depende de todo lo que existe y se teme, Jeanne, tus orgasmos son la vida y el bien, te lo juro humildemente, a mí me dan la vida y el bien, no sientas vergüenza, no tengas temor, no huyas a ese mundo artificial, es demasiado fácil dominarlo, Jeanne, lo difícil es dominar este mundo real y azaroso, este horrible mundo de la vergüenza y el silencio y la pernada… Etcétera.
La Pálida toca los bordados azules, de pagodas y dragones, de Urs von Schnepelbrucke. Toca y ya no se mueve. Jakob no se atreve a tocarla, sólo le habla, tenso y tembloroso, que no te mientan, Jeanne, ningún poeta es el profeta de la tortura, ningún filósofo anunció la justicia y necesidad de la muerte, hablaron del mal, Jeanne, para que lo viéramos de frente y lo incorporáramos a la vida: para que nosotros corrompiéramos el mal, Jeanne, para que el mal no nos venciera aislado, Jeanne, no te dejes vencer, mi amor, ni tu cuerpo ni tus pensamientos serán malos si te dejas amar, Jeanne, si te dejas tocar y tocas, Jeanne, él tiene miedo, date cuenta, tiene miedo, no quiere que el mundo lo toque, quiere salvarse solo, solo y con las pruebas de la muerte que le ofrecen la ilusión de ser…
– Todo está permitido -murmurará mi hombrecito y la Pálida se desprenderá con repulsión de su tacto y caerá al piso, torcida, estrangulada, vomitando los testículos de macho cabrío y los gusanos peludos. Jakob cubre con una mano el vómito: -Toda la vida está permitida, la muerte no, la muerte no…- La Pálida ríe y gime y el corazón le late y el cuerpo le tiembla y mi hombrecito cruza con dificultad las piernas.
– ¿Me llamaste dios? -le preguntó al Barbudo y el joven rubio lo miró de reojo y dijo sí, sí, te llamé Dios y el hombrecito sonrió lamiéndose los bigotes-. Quise ir más allá. Un día, mientras pintaba y reparaba los originales que me eran propuestos, me di cuenta de que por creerme dios sólo alternaba y alteraba esas visiones opuestas, invertidas. Estaba inventando dobles y espejos. Estaba capturado, joven amigo, en la tensión que quiere amor y justicia para el mundo pero sólo puede ofrecerle la muerte y la nada. Decidí ir más allá, dejar de ser Dios y ser el Creador. Entonces sí se me podía imputar la totalidad del mundo, más que la justicia, el amor, la muerte y la nada que son los pobres atributos de Dios. Yo deseaba ser todo al mismo tiempo y además lo desconocido, la catástrofe original que nunca recuperaremos como unidad, pero cuyas visiones sólo el Creador puede convocar, y no el Dios capturado en los pobres esquemas de la vida y la muerte.
Traidor, Acto Mágico, Belial, Verdadera Libertad, Namón. Sanguinario, Homicida, grita la Pálida, rasga las suntuosas telas y pide que la arrojen al río y se tuerce murmurando “fuego, azufre y un olor abominable”. Jakob la abraza, se hace parte de la convulsión, mete la bigotera entre los dientes apretados de la Monja, nosotros no, le murmura al oído, tú y yo no, Jeanne, tu miseria personal será el azar de tu grandeza posible, tú y yo lucharemos contra nosotros mismos, tú y yo fracasaremos, desearemos, volveremos a fracasar, volveremos a desear, tú y yo iremos hasta el final de todas las viejas contradicciones para vivirlas, despojamos de esa vieja piel y mudarla por la de las nuevas contradicciones, las que nos esperan después del cambio de piel, Jeanne, tú y yo nos la jugamos solos, sin herir a otros hombres, cara o cruz, Jeanne, cabeza o cola, águila o sol.
– No bastará -sonríe mi hombrecito-. No bastará nunca. Serán perdonados con demasiada facilidad. Lo que yo pido es hacer lo que no se puede perdonar. Sólo en este caso vale la pena exponerse a la redención. ¿Creen que hay otra manera?
Se esponjó la pechera del camisón.
– Tú eres lo que imagino, lo que deseo y lo que me tienta. Y también lo que rechazo -dijo el Barbudo arrodillado.
No se necesitan víctimas para dejar de estar solo. Jakob arrulla a la Pálida que sólo murmura sus palabras más simples. Padre y Juana, ¿vacaciones?, ¿vacaciones?, y lo señala todo con un dedo, indica hacia el hombrecito y hacia el güero y luego hacia la ventana con el puño cerrado, pidiendo con el cuerpo la cercanía de la ventana, la fuga, sin poder hablar, y Jakob la acaricia, no te rindas, Jeanne, dice que su fuerza es la soledad, miente, necesita víctimas para no estar solo, cree en mí, Jeanne, cree en mis palabras, venceremos su violencia colectiva con la violencia individual hacia nuestras mentes, nuestros cuerpos, nuestro arte, nuestros sexos, los derrotaremos derrotándonos antes, para que ellos no puedan encontrar más víctimas, convivir, regalarse, gastarse, Jeanne, hacer historia con nuestras vidas para que ellos no hagan historia con nuestras muertes.
– Siempre habrá una fuerza, un orden, un entusiasmo que me permitan engañar a todos y traerlos de mi lado -ríe el hombrecito-. Tontos, tontos. Tanto ruido. Tantas marchas. Tantas banderas. Bah. Basta vestirse de franela gris. César no necesita un disfraz. Él es César. Qué importa que lo confundan con el hombre de la calle. Así es más fácil. Fingirá, al lado de los hombres de calle, que quiere tener. Y yo estaré a su lado.
Nosotros seremos los propietarios derrotados de nosotros mismos, la cabeza de la Pálida gira dentro del tierno abrazo de Jakob, no te prometo más, Jeanne, pero eso sí, continuo dolor y gran alegría, Jakob, no siento nada, estoy lacerada y no siento las úlceras de mis pezones, no siento mis pies quemados, no siento mis manos clavadas…
– Tentaré desde lejos cada una de tus promesas. Ven. Mi hombréate levantará un brazo y lo ofrecerá a la Pálida.
– Ven. Yo también soy eterno.
– ¿Como esa bella música? -pregunta el Barbudo.
– Silencio, amigo.
– ¿Como ese hermoso réquiem que nos unió hace tanto tiempo, que era nosotros y algo más que nosotros?
– Cállate.
– ¿Como esa luz eterna que nos iba a bañar, señor?
– Cállate, imbécil. No me dirijo a ti.
– ¿Tú me hablas, señor, de la tentación de mi patria, del mal que sería mi sangre, mi imaginación, mi memoria, mi amor? Perdón. Así dice el guión.
– Imbécil. Tú no tienes derecho a preguntar. Tú ya estás condenado. Eso es lo que dice el guión.
– ¿Yo, señor? ¿Tú me harás creer que todo lo solitario, brutal, indiferente o corrupto que había en mí se unió en un momento a todo lo que en ti, en nuestra patria, en nuestras prisiones, había de idéntico a mi tentación desconocida? ¿Tú me contagiaste, señor?
– Y contagió a cada mesero servicial que espera la propina a la salida del hotel -dijo, avanzando, la Negra.
– Contagió a cada bestia sentimental que llora mientras canta en las cervecerías y pega con el tarro sobre la mesa -dijo, siguiéndola, el Rosa.
– Contagió a cada adolescente disfrazado de tirolés que espera en las fronteras de Alemania con un puñado de volantes y lo arroja dentro de los automóviles para recordar que la patria debe volver a ser grande, que el pequeño mapa de la patria vencida debe ser otra vez el gran mapa de la patria soñada-. Jakob abrazó a la Pálida. -Tú, ¿de dónde saliste?
– Padre. Juan. Holanda. Vacaciones. Vamos en un tren de vacaciones -dijo la Pálida cerca de la chimenea a la que la conducían los brazos cariñosos de Jakob.
– ¿Y tú?
– Más allá del Oder -dijo la voz lejana de la Negra -. Vamos en un tren al sur, a Checoslovaquia. Mi muñeca se rompe al bajar del tren.