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– Se meten de a feo con los detenidos. Es gente que no sabe de maneras finas, ¿me entiende?

– ¿Una fuga? ¿Preparar una fuga?

– Inténtelo, joven. Nomás inténtelo. No hay quien haya podido.

– ¿Y acabar los dos electrocutados en la barrera de Terezin, devorados por los perros del Hundenkommando, fusilados en el patio de la muerte, enviados a los hornos de Auschwitz?

– No me hable en chino. Más respeto a la autoridad.

– No había salida, oficial, se lo juro. Lo mejor para todos era aceptar las cosas. Verla de lejos. Esperar. Ella estaba a salvo con los músicos. ¿Para qué exponernos? La guerra iba a terminar un día.

– Mucha labia, ¿no?

– Y ella estaba preñada.

– El perico no sirve. Ustedes dicen…

– Ella no fue fiel. Ella prometió esperarme. Yo no tuve la culpa, oficial, yo no declaré la guerra, yo no…

– Mire que me estoy cansando. No hay que ser. ¿No hay ningún mexicano aquí que me entienda?

– Lo pensé, sí, se lo juro, en mi cabeza lo preparé todo, hice planes, pensé cómo salvarla, debía esperar, el niño debía nacer, en su estado era difícil fugarse, quizás se podía dejar con alguien al niño y huir fácilmente, ella y yo, quizás la guerra terminaría antes y todo se olvidaría y todo se perdonaría…

– Usted que parece del páis, usted el de los bigotes, hágale entender al gringo éste…

– Pero tuvieron que cantar. No supieron protegerse a sí mismos. Tuvieron que retar a los fuertes. No se contentaron con irla pasando, los imbéciles. Tuvieron que dar ese paso de más, hacia adelante, gritando, gritando…

– Usted sabe, como quien no quiere la cosa, caray, nos ayudamos unos a otros, ¿que no?, haga que se calle su amigo, nomás enreda las cosas, ¿quién sale perdiendo?, uno tiene la autoridad de su lado, usted me entiende, ¿quihubo?

– Liberame. Li-be-ra-me!

– Gracias, mi jefe. Usted nos entiende.

– Y entonces no había nada que hacer. Ellos mismos se condenaron. Ellos mismos provocaron a los jefes y pidieron el suplicio. He llegado a creer que lo deseaban. ¿Quien era yo para intervenir? ¿Yo, un arquitecto adscrito al campo, un pequeño funcionario, un sudete, quizás un hombre sin convicciones firmes, ni siquiera un alemán, apenas un hombre eficaz iba a pedir que no mandaran a Hanna Werner en un transporte a Auschwitz? ¿Yo? ¿Yo iba a impedir que ese niño saliera recién nacido a Treblinka? ¿Un niño que ni siquiera era mío? ¿No se mueren todos de la risa? ¿Yo iba a impedirlo? ¿Yo iba a levantar la voz o la mano sólo para condenarme a mí y a Hanna? ¿No es de risa loca imaginarlo? Apunte, oficial, apunte en su libreta…

– Sin tentar, joven, sin tentar…

– Apunte bien. Cambié el curso de las estrellas y arrojé hacia atrás los tiempos del mar…

– Le digo que ya no hay problema. Quedamos amigos.

Y Jakov, inmutable al lado del Barbudo, miró al policía y pudo decir algo que no pudimos escuchar: el viento del valle de México, viento yugular, viento del palacio de los albinos, los jorobados y los pavorreales ciegos, secuestró las palabras de Jakob, y el policía ya no se interesó y regresó a la motocicleta con el billete de cincuenta pesos que le di y ahora sí era necesario descansar, una copa en mi casa, vamos de regreso, el Barbudo dejó caer la cabeza sobre el volante y Jakob descendió del auto, hizo a un lado al güero y tomó su lugar, arrancó y yo vi pasar las familias con sus coches de bebé y sus carros de mercado y me pregunté si no habría una terrible confusión, si acabarían dándole de mamar a las alcachofas e hirviendo en mantequilla a los niños. Porque vete enterando, dragónica, que en la mera Gringolandia la mitad de la población ya tiene veinticinco años o menos. ¿Qué se harán los unos a los otros? ¿Amarse? ¿Exterminarse? Gran volado, dragonácea. Óyelos.

La Negra Morgana le preguntó a la Pálida si recordaba a qué jugaban de sobremesa sus familias y el Rosa recordó que jugaban a la guerra. Dijo que se hacían preguntas, por ejemplo, sobre el tonelaje de los acorazados de bolsillo en la batalla del Río de la Plata. O se preguntaban quiénes habían sido Von Rundstedt y Timoshenko, Gamelin y Wavel. El Negro sacó un cartel y lo pegó con tela adhesiva contra uno de los vidrios del auto y el cartel decía

fate l’amore non la guerra

y luego el Rosa tiró una pasta dentífrica a la Avenida de la Paz, ahora que vamos subiendo hacia San Ángel, y la Negra le pasó otros tubos y frascos y el Rosa se rió:

– ¿Sigues usando eso? ¿Para qué sirve? Aquí todos andan como los niños, con todas las pertenencias en los bolsillos.

Y también tiró los mejunjes a la calle y todos cantaron cosas de moda, Goodness hides behind its gates, but even the President of the United States must sometimes stand naked. La dove c’era l’erba ora c’è una cittàààà, I need a place to hide away, y comentaron, Bob Dylan, Celentano, Il ragazzo della Via Gluck, It’s all right ma (I’m only bleeding).

– Yesterday -gritaron todos a coro, alegremente.

Hoy, el hoy que narraré, es una mañana que desconoce su nombre. La medianoche ha sonado y los grillos cantan más allá de la callejuela que conduce a mi casa. Jakob estacionará el Lincoln en una calle lateral del anillo periférico y todos bajaremos con desgano. El Negro cantará sin palabras, con ese zumbido dulce y ronco, con esa ternura-violencia de la gente que vive los extremos para que otros puedan gozar del dorado medio. El Barbudo abrirá la cajuela y sacará ese bulto inerte y volverá a esconderlo entre las solapas de su gran levita de héroe romántico: las ciudades son cabezas de Goliat, dijo Ezequiel; yo digo que David es el caballero andante de los pavimentos, de David Rastignac a David Herzog. Y la Negra Morgana nuestro juez y la Pálida mi amor caminarán tomadas de la cintura y el Rosa las seguirá, faldero, arrastrando la guitarra eléctrica.

– ¿Fuimos juntos a Grecia?

Rasgó la guitarra y acompañó el murmullo del Negro de parietales hundidos, esperó la respuesta de la Pálida que acababa de aprender las mañas de la tenebra azteca, que de seguro le estaba ofreciendo mordida al juez, que le guiñó el ojo a la Negra cuando atravesamos el solitario periférico. Eso nunca lo revelaré. Quiero tener mi secreto. Ahora no importa. Ahora daré testimonio real y fehaciente. La Negra besó la oreja de la Pálida: ¿La testigo jura que todo lo que ha dicho es verdad?

Venceremos, canta el Negro; la Pálida se refugia en los brazos de su juez.

– La verdad y nada más que la verdad. Dios mediante y Perry Mason.

– Ligeia, prometiste.

Algún día venceremos. Qué importaba ahora. Nunca entendiste que mis mentiras eran sólo una respuesta a las tuyas. Josué combatirá en Jericó y los niños duermen envueltos en periódicos junto al moderno, indispensable periférico que nos permite ir de nuestras residencias al centro en sólo quince minutos. Tú me amabas disfrazándome. Yo te correspondía de la misma manera. Nuestras dos mentiras son nuestra solitaria verdad.

– Prometiste, Ligeia.

Y los muros caerán. Juan Soriano dijo que su papá anduvo a caballo en la Revolución para que las familias decentes pudieran andar en Cadillac por el periférico.

– Podría haberte dicho que nací en México, de una familia de inmigrantes rusos. ¿Qué tiene de raro? Hay muchísimos, ¿sabes? Son banqueros y productores de cine y biólogos y matemáticos y dueños de almacenes. Nada mal. Que crecí en México y todo lo que he contado es, en cierto modo, falso.

Dijo los lugares, los nombres. Miré hacia el Jordán ¿y qué cosa vi? Las luces del restaurant de San Ángel Inn, cincuenta automóviles de lujo estacionados afuera. ¿Qué cosa escuché? Plata y cristal y mariachis bañados.

– Sí, mi madre era así, ¿pero en la colonia Hipódromo, no en el Bronx? Mi padre también, ¿pero en los puestos de mercado de La Merced, no en Nueva York? Y mi hermano murió en el Parque España y lo mataron unos pelados mexicanos, unos nacos hijos de la chingada, no unos negros.

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