La Pálida, que la ha sostenido con las manos, arroja a Elena al suelo:
– ¿Nadie puede amarme a mí? -Y Elena chilla como una marranita. -¿A una mujer que camina, duerme, come, orina, menstrua, canallas? ¿Tengo que ser la repetición de una pesadilla o la anticipación de un sueño para que un hombre me ame?
Elena chilla, de bruces, y las putas se han arrejuntado con la Capitana, como polluelos y la Capitana mira a la Pálida con sospecha y luego con odio y las putas lloran, que llamen al Gladiolo, que la callen, el Gladiolo la echa, va a venir la poli, está bien trole, bien lucas la desnivelada, perdió del pensamiento la impresión, ay nanita, ve por dejar que se metan viejas, qué me han dado, qué me han dado a cambio de mi amor, ¿dónde están mis hijos?, ay nanita, ay la llorona, ay la bruja, ay la Medea: seguro que va a temblar, cuando empiezan a caernos tantísimos avisos, cuando la Pálida va muy despacio a la cama solitaria y todos estamos mirando, apoyados contra las paredes, seguro que va a llover en Sayula, cuando se recuesta sobre la cama que ahora todos vemos por primera vez, al convertirse en escenario, la cama-trono de este burdel, una cama antigua, de caoba pesado, de alto respaldo barnizado, seguro que va a nevar en Yucatán, cuando el Rosa trata de arrojarse sobre la cama y Jakob y el Negro lo detienen y el Rosa dice: prometiste.
Seguro que la Chontalpa se inunda y las rosas de la Virgen florecen en invierno cuando la Pálida se mete dentro de esa cama anchísima, como ya no se hacen, y la Negra se apoya contra uno de los pilares con remates de urnas y vides y la Pálida dice sí, prometí. Nunca mencionarlo y abre las piernas y la Negra arroja a un lado los almohadones inmensos y aparta la revoltura de sábanas y frazadas y su mano, su blanca araña del día, avanza rengueando sobre el rojo edredón, coja araña, y las putas saben que ahora sí comenzó el show y la Negra se conoce bien sus suspensos, dragona, como Peter Lorre cuando interpretó al Hairless Mexican Porfirio Moctezuma Conde del Ombú: la mano blanca es la araña del día que va buscando sobre la seda del edredón, husmeando en dirección de la leche y de las estrellas y las putas comen ávidamente cacahuetes, hacen tronar las cáscaras y las arrojan al piso donde sigue Elenita la toallera, la olvidosa, y yo quiero preguntarle a la Capitana de dónde salió esa cama como ya no se hacen, cómo vino a dar a este prostíbulo, pero la Capitana es la Capitana y pela uvas con sensualidad y fastidio, con los ojos clavados en la araña blanca que camina con las uñas de la Negra, borracha e insolada, como si cargara tantas grandezas perdidas y recuperables que el placer inmediato le sería imposible. Avanza la araña hacia la mosca del día, inmóvil, rosa y plata, que un coleccionista fijó con alfileres de seda entre las piernas de la Pálida.
– ¿En dónde, Capitana?
– Oh, no joda, caifán. ¿Se le antoja una uva?
Y el sollozo lento, continuo, olvidado de la olvidosa toallera arrojada sobre el piso es el viento que hincha las velas de esa mano criminal que ahora salta y maromea, araña el aire y se hunde en el edredón, gesticula y conversa, atrae, ordena: es puro verbo, pura convocatoria del acto y Elenano está en la oscuridad de ese piso rociado de alcohol puro, empapelado de rollos higiénicos y plantado de huecas cáscaras, donde nuestros zapatos reposan amontonados y las agujetas son lombrices dormidas que esa garra en movimiento, con un solo desvío, con un solo gesto involuntario, podría convertir en las serpientes tutelares de las pirámides:
– Dime o hago que se detengan.
– Haz que se pare, caifán. Ah qué las tunas.
Lombriz, agujeta, serpiente; los dedos se detienen, están cerca pero no acarician, tienen la presa cerca de la mano pero no la tocan. Las uñas de carnicero se afilan y no degüellan y la Pálida sigue inmóvil, quizás porque la mosca ha sido hipnotizada por la araña, de repente porque sabe cómo convertirse, llegado el momento, en aire de grillo, en nube de camaleón y desaparecer dejando un gran boquete de cielo desnudo entre las piernas, seguramente porque necesita el desorden y la humillación que el mismo amor necesita, porque sabe que toda violencia real es impasible, que todo caos auténtico ofrece el espejo de la claridad, que toda virtud es la suma de sus pecados: puta madre, la Pálida levanta las piernas abiertas como el conejo escondido mueve una oreja para escuchar mejor el paso del cazador y así se delata: ese temblor ligero revela a la presa que quiere ser presa para que la violencia esperada sea la paz final y merecida -o quizás porque sabiendo que va a ser cazada, la víctima desea, por lo menos, que su sacrificio sea libre: el movimiento imperceptible es el signo de ese encuentro de la voluntad y el destino. Me comerán, pero yo lo habré aceptado con un gesto deseado e indeseado, con un anuncio fatal: el coño de la Pálida guiña, pulsa, cree que podrá chuparse -pantano de goma y azufre- a la mano que al fin se clava en la cuesta venérea, y las hullas tiran cacahuetes, ole, gol, jonrón, y los dedos de la Negra entran por la vagina de la Pálida y la baten, chocolate, molinillo, espuma, gelatina, óleo, lúpulo, arena, lodo, fruta de mar, gratinado. Van a gemir las putas, van a caer de rodillas, junto a los zapatos, al lado del olvido de Elena. Se taparán los sexos y las bocas, una mano abajo, otra arriba, por donde entran las moscas a los panales de rica miel, por donde los coyotes atacan los rebaños, por donde las salamandras engendran mandrágoras y, en los parajes apartados, se cruzan las mujeres y los lobos, los hombres y las hienas para parir las razas que nunca dan la cara al público. Obstruyen los orificios para que no se les derrame el licor del placer y el sufrimiento y el Negro se masturba y grita, dice que mantener la obra de la muerte exige toda la fuerza de la vida y el Rosa aúlla herido, prometiste, Ligeia, prometiste, Ligeia, ¿querías que fuera como Raúl, que muriera un domingo después de vivir todos los domingos envuelto en la página de espectáculos, en las hojas de contabilidad, en los forros del misal y en los carteles taurinos: querías para mí esa mortaja de la cual huí, huí, huí contigo, sí por eso hemos vivido juntos?
Luminosa y enferma, la verdadera herida nos ofrece su cicatriz abierta herida por su herida, su heredada herida, el esplendor enervado de su estación de paso, el calor brumoso de ese encuentro, de esa glacial humedad de la que la Negra extrae -y los gritos se acallan y las voces se devoran a sí mismas y la saliva regresa a los hornos de la boca- esa cruz de alambres, ese títere sangriento, ese muñequito de rosca de reyes, hilo y porcelana y ojos de huevo negro: lo extrae del huevo negro y lo suspende de un dedo y lo mueve como un péndulo frente a la concu, nosotros, nuestras caras y nuestros cuerpos suspendidos, rotos, que cuelgan y se bambolean en este cuarto de burdel, que al moverse se quejan con las bocas abiertas y los ojos presos. Las putas y los monjes hipnotizados por ese ínfimo muñeco infame salido del falso parto de la Pálida para enfrentarse a nuestras manos de largas uñas, a nuestras cópulas fecales, a nuestros esqueletos recorridos por enjambres de moscas, a nuestras sonrientes y cercenadas cabezas de toro y jabalí, estúpidas y feroces: un hombre diminuto es levantado en el aire por garras de ave enloquecida: la Negra arroja el diafragma ocular a nuestros ojos.
– Suave el show.
– Oye, mana, ¿qué de a deveras?
– No seas mensa. Lo traía escondido.
– No te dejes pendejear por una gringa.
Estoy de rodillas y las escucho. Ah mis esclavas prietas, ah mis doncellas, carne de hacienda, servidumbre y burdel: ah mis encomendadas, ¿con qué van a contestar sino con la malicia?, ¿qué más le queda al esclavo para defenderse?, ¿con qué sobrevive el peón, la criada o la puta sino con la agilidad y violencia de su picardía, el arma que les asegura un sitio en el mundo: con qué, sino con las palabras, disuelven el mundo detestado e inventan el que podrían querer?