Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Los niños dejan de mirar al Negro.

– Yo no quise esos extremos, no los conocía, no supimos nada de eso…

El Barbudo brilla un poco, su barba y su cabellera son más rubias que la noche.

– Yo seguí haciendo lo de siempre, nada cambió para mí, yo soy el mismo de siempre, lo juro…

Los chamacos se codean y guiñan. Un güero. Un gringo güero.

– No, no es cierto lo que dice… yo seguí siendo caritativo, bueno; otros eran héroes en mi nombre; eso sí; quizás les agradecí que yo pudiera seguir siendo el mismo y ellos me hicieran sentirme un héroe sin serlo… Quizás…

La Negra Morgana se planta sobre el polvo, acabadita de salir de un comic-strip. El acusado guardará silencio mientras el abogado de la defensa hace su exposición. Orden, orden. Los bracitos morenos se levantan, los dedos señalan: “Cristo. Cristo. El Güero”.

El Negro Tomás quiere hablar, aparta a los niños. Ah sí, había que vivir dentro de ese sueño del pueblo heroico, de los líderes heroicos, para comprenderlo, y comprender, sobre todo, el asombro…

La cantinela infantil, ¡Cristo, Cristo, el Güero!, se convierte, de dato que fue, en admiración: lo tocan, el Barbudo se retrae, erizado, el Negro entona como un bajo de ópera, el asombro y el dolor de saberse incomprendidos…

El santo, el güero, déjanos tocarte, ven, tóquenlo, métanle mano, es el güero claveteado, Jesusito santo: el Barbudo camina hacía atrás, el acusado quiso crear la última leyenda, la última batalla de los héroes antiguos contra la mediocridad moderna: el Negro habla a carcajadas, tipludo, como un viejo esclavo de plantación, el Barbudo da un traspiés y cae junto a la cerca de nopal y la ventanilla de una casa de adobe se abre y una mujer grita escuincles cabrones qué diabluras andan haciendo, no se metan con los gringos, quihubo, y el Negro ríe, el acusado quiso demostrar que la fuerza del héroe todavía es posible, el acusado quiso crear un mundo heroico para romper todos los mitos confortables del sentido común y la dorada mediocridad y la decencia manifiesta: váyanse, gimotea el Barbudo, déjenme, no me toquen, no dejen que vengan a mí y esconde el rostro entre las manos y en seguida lo revela, con los ojos muy abiertos y los dientes pelados y la melena revuelta y los chicos no gritan, dan un solo paso atrás, como los enanos de Chapultepec, nomás para agarrar vuelo y aventarse el salto mortal de esa cantinela de burla, lero lero candelero, denle por el culo al Güero y la confianza en todos nuestros poderes ocultos, escondidos por los creyentes sin fe, los cómodos ateos y los burgueses bien educados que creen íntimamente en el premio después de la muerte y el Barbudo se pone de pie con un grito salvaje:

– ¡Los perdono, pero los desprecio!

Jakob aprieta su portafolio y le dice que es un cretino, que ése no es su papel, eso no está en el script y el Barbudo se encoge de hombros y explica que acaba de ver el Nazarín de Buñuel pero los chamacos levantan los pedruzcos y empiezan a arrojárselos al Güero y todos corremos sofocados hacia la avenida cercana, el periférico, las luces frías y blancas, de hospital, morgue y marquesina, y los chamacos quedan atrás, al borde del callejón, de su frontera, ni un paso más, tiñosos hijos de su chingada, mocosos barrigones, sangre de lombriz, panzas de amiba, cabezas de tétano. Quédense allí, todos juntos, con los puños levantados, con las piedras apretadas. Pero la voz ahogada sigue cerca de nosotros.

Estamos en una isla del periférico, trepados los siete como náufragos, abrazados sin quererlo, porque si no no cabemos: un paso más y alguno cae y a veces no pasan autos, pero a veces pasan volando, jugando carreras y la Pálida está tan cerca de mí, huelo todos sus maquillajes compuestos y a punto de desflecarse: la huelo como a una playa expuesta al auricidio de su cuerpo afeitado, tatuado invisiblemente por esos cosméticos que chocan entre sí dentro de los enormes bolsillos de la trinchera que usaron Sam Spade y sus hijos Garfield-Bogart-Belmondo. Eso va a regresar -suspiro aquí, apretado, abrazado sin consecuencias a la Pálida – y los melenudos van a desaparecer: dated, fanés, descangallados. Me digo eso y me doy fuerzas. Pero la Pálida no está para leer mi pensamiento y anda murmurándole al Barbudo:

– ¿No es lo que querías? ¿Por qué no seguiste hasta d final?

– El escenario no me convenció -dice el beat con su acento brahmín, su cochino acento de blanco anglosajón protestante (léase WASP), de Boston Boy que tiene apretado algo, un bulto de lombrices que se agitan, ahogadas, bajo su saco de pana. Podrían ser lombrices. Podrían ser. ¿Y por qué diablos no? ¿No puede un Boston Boy acarrear lombrices?

– ¿Qué quieres? -se burla la Pálida con sus ojos de fiera dorada detrás de los anteojos negros-. ¿Que dirija la secuencia Cedí B. De Mille? ¿Y qué traes escondido allí? ¿Dónde te mandaste hacer ese saco? ¿Qué me ocultas?

Jakob le da una cachetada a la Pálida y por poco caemos todos al pavimento. No vamos a discurrir problemas personales. A nadie le interesan. Somos otros. Jueguen sus papeles.

– Ando buscando a Dios, en serio -dice la Pálida y Jakob vuelve a pegarle y ella chilla: -¡Es mi papel, mierda, no soy yo!

Jakob le pide disculpas y afirma varias veces con la cabeza, como si memorizara el guión y el Negro al fin puede gritar a voz en cuello: Una gloria ultraterrena, lo grita con un orgasmo bautismal. Un perdón caritativo, lo solicita como en un pleonasmo espiritual, recuerda quién es, el defensor, el alter ego del acusado: Un perdón seguro para los peores excesos, que son los de la vida conforme y el desgaste inútil de nuestras breves fuerzas, oh Héroe, oh Capitán.

Estamos abrazados y siento frío y no quiero huir: huir del encuentro ahogado de gritos y gruñidos bajo la levita de pana del Barbudo, la túnica de los románticos, ajustada al pecho, amplia en las caderas. Leí en Harper’s Bazaar que Pierre Cardin la ha puesto de moda. Me lo contó la China Machado, que es la mujer más excitante del mundo (después de ti, novillera). No estamos expuestos a nada. Nadie se detendrá a preguntarnos qué hacemos aquí, por qué ese Negro nos arrulla con su cántico repetitivo y abstracto que me aburre y obliga a anclarme en el name-dropping anecdótico de mi vida capilar. Repetitivo y abstracto hasta el sin sentido, ellos salieron al encuentro de lo que el hombre ha perdido, la vida trágica, vida-de-chivo, el azar de los límites verdaderos, la voluntad de ir hasta el fin, hasta el filo, hasta el precipicio. Las rocas de papier marché del Gotterdamerung. Las robustas amas de casa con lanzas y pecheras de oro y cascos encornados. Goebbels es Sigfrido. La aceptación gozosa de todos los rostros del hombre. La libertad. Stuffit, man, stuffit.

Una bolsa de celofán llena de orines le da en pleno rostro al Negro. Las voces ululantes, las burlas e injurias pasan con la velocidad del automóvil desde donde hemos sido agredidos. Cinco pitazos, manos de amenaza, a shave and a haircut, chingatumadre tan tan, el Negro con la cara mojada, nosotros bañados en pipí. La verdadera libertad de aceptar todas las posibilidades del hombre. El hombre. El Hombre. El Henorme y Heroico y Hentero Hombre, Cortázar. El Negro habla del Hombre y sus Posibilidades. Las Más Terribles.

Se funde este falso y chocarrero grupo de Laocoonte.

Las figuras se desmembran.

No hay más serpiente que la devorada por el águila en el trasero de los calzones del Negro.

Cruzamos con melancolía el Periférico. El Negro habla en voz muy baja. Porque ustedes las han escondido. Han creado un hombre mutilado, sin la mitad de su ser. Ay Máistro Veloz, tú que odiabas al animal hombre y tanto amabas a Juan, Pedro y Tomás: te recuerdo.

Nos acercamos al viejo Lincoln convertible. Ellos no. Ellos descorrieron el velo del hombre entero. Boston Boy abre de un jalón el cofre del automóvil, repleto de trajes amontonados sin concierto, disfraces -creo- porque brillan de mala manera y ni uno se sospecha mi sorpresa, ni yo la de ellos: el Barbudo aparta las solapazas y libera ese bulto vivo, trenzado, amenazante, gruñente. Lo arroja dentro del cofre. Serán dos cuerpos, uno el animal del otro, abrazados, quietamente devoradores. Serán. De un golpe, el Barbudo cierra la cajuela, no cierra el ruido de fauces y gemidos y todos lo miran sin comentar y quién sabe qué quede al final del viaje que será el final de la noche.

83
{"b":"125347","o":1}