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– ¿Puedo recoger la charola?

– ¿Eh? ¿Quién… qué?

Los nudillos tocaban suavemente sobre la puerta y al fin reconociste la voz del mozo del hotel.

– ¿Puedo recoger…?

– No. Después. Ahora no. Por favor, por favor.

Te cubriste con la sábana y a tu lado Javier, desnudo, apretaba los dientes y se tapaba los ojos con la mano.

– Me agotaste, Ligeia. Sé que en Falaraki quisiste cansarme con tu amor exigente. Yo te quería lejana y convocable a toda, hora. Sólo quería que fueras una representación…

– ¿Qué más he sido? -murmuraste-. ¿Crees que soy Elizabeth Jonas, la que conociste en Nueva York? ¿No ves que soy tú, tu representación, que ya no hablo ni pienso como Elizabeth Jonas, que soy y hablo y pienso en nombre tuyo, sin personalidad?

– Eres confusa, avasallante, agotadora. No entendiste.

Te sentaste, agotada, al filo de la cama.

– No es cierto. ¿No te pedí que jugáramos con Miriam en Buenos Aires? Tú querías tu juego a solas. Cuando lo descubrí, me miraste por primera vez con esa lejanía y ese desprecio sin palabras. No te movías. Es lo mismo. Amor y novedad. ¿No es cierto, no es cierto?

– No puedo hablar así.

Te cubriste los pechos y el sexo con la sábana y corriste al baño. Cerraste la puerta detrás de ti. Javier gritó desde la cama:

– Nunca entenderás cómo me destruiste.

Escondió la cara en la almohada y tú adivinaste sus palabras y repetiste que nunca entenderías cómo lo destruiste, cómo lo venciste y te sentiste víctima por su derrota. ¿Por qué lo destruiste allí mismo, al principio, aquella mañana en Delos? El ruido del agua corriente en la tina escapaba del baño y llenaba el cuarto vacío.

– No tenías derecho, Ligeia.

Y tú te miraste desnuda en el espejo del baño; él diría que esas ruinas tenían que ser ajenas para ser suyas, ¿no entiendes? Te acercaste a la tina y te quemaste los dedos con el agua hirviente del grifo.

– Vaya. De noche sí hay agua caliente.

– Ya sé que no es posible; hoy no me atrevo a culparte…

– Hey! There’s hot water!

Y luego vamos a creer que él aprovecha tu ausencia para decir que aquéllas no son ruinas porque tienen descendencia y tú lo supiste desde entonces y por eso regresaron hoy a Xochicalco…

– ¿No quieres rasurarte?

– ¿No sabes? ¿Crees que no te vi, escondida y abrazada al friso de la serpiente?

Mezclaste con la mano el agua fría y la caliente, tarareando. Lillie. Una comunicación desesperada. Un Mefistófeles negro. Ja.

– ¿Crees que no vi a Franz engañándonos para que tú pudieras cumplir tu condenado rito?

Te sentaste, suspirando, dentro de la tina.

– ¿No ves que ya no es posible? ¿Por qué crees que regresamos a Xochicalco, Ligeia?

Te mordiste un dedo y sonreíste.

– Esas ruinas -estaría diciendo- no son como las griegas.

Te levantaste en silencio de la tina. Creímos que él diría que las ruinas mexicanas sí son ajenas, aisladas, sin eco. Te acercaste al botiquín sin secarte. Y él insistiría en que éstas son las ruinas totales y abstractas que nunca decaen porque no tienen, ni han tenido nunca, un punto de referencia o comparación… Empezaste a reír y luego estaríamos seguros de que él dijo:

– Nunca han sido parte de la vida.

Tomaste el frasco de tranquilizantes y lo abriste rápidamente.

– Ten cuidado -llegó la voz sofocada de Javier.

Tú también sofocaste la risa con la palma de la mano y arrojaste las pastillas al excusado y las viste perder su capa de celulosa verde, convertirse en una gelatina, depositar el polvo blanco y desintegrarse.

– Te van a arrebatar tus mitos…

Regresaste al botiquín, riendo, excitada, y tomaste el frasco de cápsulas contra el espasmo y las arrojaste al excusado.

– ¿Qué hiciste con mis guijarros, Javier? -gritaste, riendo.

Acercaste la cabeza a la puerta cerrada del baño.

– ¿Por qué no me contestas? Siempre has querido exasperarme con tu silencio. Ya te conozco.

Javier oyó tu voz y se levantó de la cama. Se acercó, poniéndose los calzoncillos -lo viste por una rendija de la puerta.

– ¿Qué dices?

– ¿Por qué no me contestas?

Y se recargó, exhausto, contra la puerta cerrada.

– ¿De qué quieres que te hable?

– Shit -contestaste desde el otro lado de la puerta-. ¿No sabes qué es lo único que me preocupa? Ah. Siempre será así. Los lazos viejos serán destruidos por los nuevos.

– ¿De qué hablas? Tú tienes a Franz. Tu amor con Franz es más nuevo que el nuestro. Lo que queda del nuestro, recordándolo, manteniéndolo quién sabe por qué…

– El problema es ser joven. Eso es ser nuevo.

– Ábreme.

– No. Si te abro ya no podremos hablar. Ése es el peligro. Franz… Franz busca algo perdido, creo que sí. Yo sé; yo busco el amor que tú dejaste de darme. Sólo Isabel es el peligro. Sólo ella busca hacia adelante, no hacia atrás. Y tú, ¿qué querías de mí?

– Lo sabes.

– Yo no tengo nada. Lo dejé todo por ti. No tengo padres ni hermano si tú me abandonas. No tengo una tierra donde regresar. Todo lo abandoné por ti. Oh my old deteriorating baby.

– ¿Por qué, Ligeia, por qué?

– ¡Porque te amaba!

– ¿A mí? ¿Estás segura? ¿No querías que alguien, quien fuese, te arrancara de tu país y tu familia, te llevara a otras tierras que tú habías inventado, con tu cabeza romántica, tierras del sol y la felicidad? Por eso te entenderás con Franz. Todos ustedes vienen huyendo de la bruma. De los textos sagrados. Del puritanismo. Del orden. De la muerte. Hacia el sol, hacia nosotros, hacia el sur…

– ¡Me enamoré de ti! ¡Me enamoré de tu sueño!

– ¿Y ahora te sientes defraudada?

– Qué palabra. Ojalá contuviera todo mi dolor y toda mi pérdida. ¿Qué pasó, Javier? ¡Qué pasó! Yo te amaba, Javier, y tú a mí.

– Eras una reina con mirada de toro. Hacías el amor como una leona dando a luz. Y me has convertido en una ruina estéril… Me casé con una tigresa, no con una mujer; con una tigresa de la imaginación, de las palabras, de las exigencias imposibles…

– Javier… Javier, ahora no; no repitas palabras que no son tuyas; ahora no juegues, Javier…

– Ah, quisiera hablarle, decirle lo que pienso al viejo rey que supo desconfiar, pero tan tarde, de las palabras de las mujeres y verlas como son: hijas de “los dioses en sus pechos y del demonio en sus vientres…

– Javier. Prometiste. Tú prometiste.

– ¡Cállate! Abre. Mírame.

– No. Deja cerrado. No podremos hablar más, si abres.

Javier empujó; tú no te resististe. Se miraron, apenas cubiertos y luego Javier te tomó del brazo y te empujó hacia la recámara.

– Allí está el hoyo de azufre, ardiente, apestoso, consumiéndose a sí mismo y a cuanto lo toca.

Te arrojó sobre el lecho.

– Y siempre, siempre, rogando que el sol se apague para que nadie pueda ver cómo se amontonan unos sobre otros…

Sacó los tres cajones de la cómoda, uno tras otro, y los arrojó al piso.

– ¡Vámonos!

La ropa escogida para las vacaciones quedó regada y tú te levantaste de la cama y Javier dijo:

– El hombre sobre la mujer, la mujer sobre la bestia, el animal sobre otros hombres, en el culear sin fin, en la cadena de culos que no pueden zafarse unos de otros, como los perros en plena calle…

Y tú ya estabas frente al espejo, mirándote, levantando tus propios senos, escudriñando tu rostro.

– …atarnos unos a otros, matarnos unos a otros, robarnos nuestra identidad solitaria, Ligeia, nuestra máscara secreta…

Diste la espalda al espejo y en la espalda sentiste el vidrio helado y en tu cuerpo la fatiga.

– Yo no quería eso.

Javier, lentamente, pateó los cajones hasta quebrarlos y astillarlos.

– Pero eso lograste.

Pegaste las manos al espejo, como si quisieras protegerlo de otro arrebato de Javier: el espejo pequeño de la cómoda estaba roto sobre el piso; este espejo de cuerpo entero, el del ropero del año de la nana, querías protegerlo.

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